Amor y Roma son la misma palabra

Roma tiene los dientes rotos

aunque Roma tiene
los dientes y el alma rotos
sonríe a todo el mundo
como una loba vieja.
Roma está contenta
porque no conce el tiempo.
mira al paseante desde
sus miles de años,
desde sus muros marrones.
aunque Bernini y Felini
hayan adornado sus calles
Roma está orgullosa
de su bendito caos
y su trajín constante.
el ritmo es alegre, pero
tranquilo. las calles están
sucias e impolutos los interiores.
abuela del alma mediterránea
no le importan las apariencias
a estas alturas de la historia.
su cielo azul parece de mentira.
conviven el oro del Papa y
las monedas del vagabundo
bajo el mismo palio. Jesús
está en todas partes y en
ninguna iglesia. las cruces
coronan antiguos obeliscos
del antiquísimo Egipto. César y
Cicerón murieron traicionados
sobre la tierra del Foro porque
soñaron el futuro demasiado
pronto. la comida no es tan
buena como dicen. los camareros
te cobran el servicio y las bebidas
a un precio desorbitado. como
siempre la gente ama las cosas
por las razones equivocadas.
las acuarelas pueblan las esquinas
por un trozo de papel con números
uno puede llevarse un pedazo
de Plaza de España en primavera.
la música llena la esquina donde
te mira un tritón de mármol
que firma un tal Nicola Salvi.
aunque Roma sea a veces
un parque temático para el
dinero del turista centro-
europeo, aunque Roma esté
demasiado sucia para el
buen gusto del suizo, aunque
Roma sea un negocio como
todo, no ha perdido un ápice
de su inocencia milenaria y de
la picardía de un diablo
demasiado viejo para ser
del todo malo. Por eso, viajero,
vagabundo, artista, poeta,
si vas a Roma no te olvides de
sonreír aunque tú también
tengas los dientes y el alma
rotos.

el amor es así

el amor no es como lo pintan los
cursis y esas películas maravillosas.
el amor tiene granos en la cara y pelos
en el culo, se tira pedos por la noche y
apesta cuando hace caca. el amor
te encuentra cuando más perdido estás
y se tumba junto a ti en la cama aunque
a veces no lo merezcas. es el único que
conoce tu infinita fragilidad y no te
pide cuentas por tu fracaso. no le importa
si eres el príncipe azul o su sirviente,
si tienes veinte o setenta años.
te mira con unos ojos tan diferentes
que no te ve como eres sino como él
te interpeta. el amor es un dios que
lucha contigo en las batallas de la vida
y le da algo de sentido al hecho de
estar sobre una piedra que se mueve
por el espacio. el amor nunca duerme ni
tampoco muere, aunque tú lo hagas.
puede ser mujer u hombre o las
dos cosas a la vez. arde incluso
sin llama y su fuego es inextinguible.
cuanto más amas, más vives y más
sufres. el amor tiene diferentes caras,
pero en el fondo sólo es un prisma
para todo el mundo. muchos se mataron
por su causa y asesinaron en su nombre.
el amor no conoce ni la moral ni la ciencia
y es democrático en cuanto a que lo
sienten el ángel y el demonio. puede
limpiar o envenenar al más pintado,
puedes perderlo todo y no volver a
ganar, pero si alguna vez llegaste a
sentir un soplo de su calor en
alguna de sus múltiples formas: en el
beso de una chica, en el sexo con tu
alma gemela, en la mano que te secó
las lágrimas, en el abrazo de tu madre,
en la mirada orgullosa de tu padre que
nunca supo decir “te quiero” y no importó,
entonces, si conociste alguna vez
sólo una de sus poliédricas caras o
todas, puedes sentirte afortunado
aunque tengas granos en la cara
y te tires pedos y tu caca apeste.
puedes sentirte
afortunado
por estar
aquí.

golpe de suerte

buenas tardes, caballero,
me dijo con una sonrisa de
seductor y la cabeza
ladeada el
vagabundo. sonreí
como diciendo:
yo soy uno de los
vuestros, aunque
pase de largo con dinero en
el bolsillo. pude haber sido
ese tipo diez años más joven
ahora.

o quizá lo seré dentro
de un tiempo. quién lo sabe.
un día estás arriba y al otro dices:
buenas tardes,
caballero,
esperando una moneda
o un cigarrillo lucky strike.

continúo mi camino y
tomo un café junto a
una gitana que habla
por teléfono sobre unas hijas que
pasan de ella en una
terraza.
sé que al próximo
vagabundo que encuentre le
daré todo lo que lleve en
el bolsillo porque
recordaré con cariño al
vagabundo anterior que
me saludó como a un
igual.

buenas tardes, caballero.

quizás la suerte
funciona
así.  

Tres prosas en verso

1.

cappuccino

solíamos venir a este bar
cuando se podía fumar
dentro. todo sigue siendo
de color verde como dentro
de una botella de JB.
hoy ha llovido y es
mala hora. la gente está
en otra parte y estoy yo
solo con mi sombra y
la tuya. también dejé el
tabaco y de recordarte
tanto. la casualidad me trajo
hasta esta mesa donde
solíamos hablar. ponen
canciones de ahora
como hacían entonces.
el camarero de antes tiene
más canas y está más
gordo. nos tenía vistos cuando
pasábamos las tardes con
un café con leche. ya no se
acuerda de nosotros porque
hemos cambiado demasiado.
tu sombra y
la mía y
yo.  

2.

gasolinera

Tarragona huele a
gasolinera. por eso
me gusta tanto el
olor a
gasolina. las chimeneas
escupen al cielo
y crecen edificios
demasiado altos
junto a las ruinas
de la Tabacalera.
me gustan las
vías del tren
junto al mar como
una cicatriz en la
cara de una mujer
hermosa.

una vez
a la salida de El
Cau una chica me
dijo que prefería
drogarse antes que
hacer el
amor. acabamos en
el Loreto cuando
se le teminó la
cocaína.

sus piedras
milenarias me han visto
pasar ebrio, feliz,
derrotado, invicto.
orinó el vagabundo en
la esquina donde apuñalaron
a un romano anónimo.
pasean parejas por La
Rambla hasta el Balcón
y los viejos ocupan los
mejores bancos al sol.

en sus barrios periféricos
abundan los
kebabs, los semáforos
y los bares donde acudo
religosamente.

la Semana Santa se
vive y también el
Carnaval. en verano
se ven guiris despistados
cuando extravian Salou o
Barcelona.

nadie suele recalar en
esta ciudad pequeña
a orillas de un mar
infestado de mercantes
cercada por un río seco
donde sólo subsisten
violentos cangrejos
americanos.

con su barrio del puerto con
sus lobos de bar como
nuestro abuelo. con sus
barcos pesqueros y su
agua aceitosa. con su faro al fondo
como un
espejismo.

este es un lugar secreto
del mundanal mundo, paraíso
infernal del ecologismo.

por eso y más, viajero,
si con el corazón sabes
mirar, y reír por la herida,
tu alma sabrá repostar en
Tarragona.

3.

dicen es plural

dicen que es imposible
escribir siendo feliz
y por eso yo nunca
sonrío.

dicen que no pueden
nacer poetas en este tiempo
y por eso yo escribo en
prosa.

dicen que la anáfora
es un recurso demasiado
fácil y por eso yo soy
complicado.

dicen tantas cosas
y yo les diría a ellos de
todo,

pero entonces
también estaría en el dicen
y
tampoco
haría
nada.

Después de la guerra: microrrelato

Estábamos deseando que acabara aquella maldita guerra. Cuando todos nosotros lo supimos, dimos saltos de alegría. Habíamos ganado, pero eso no era lo más importante. Lo fundamental es que, por fin, se había acabado la guerra. Nos fuimos a casa, cada uno a la suya, pero a mí me invadía una sensación extraña. Cuando llegué, abracé a mis padres y me subí al que había sido mi cuarto de adolescente. Suspiré, no de alivio, sino por un enorme vacío que se me había metido dentro. ¿Y ahora qué hago?

El misterio de la escritura. Homenaje al escritor Marcelo Cohen

Querido Marcelo:

Voy a hablarte como si estuvieras vivo. Hacía mucho que no hablábamos. Lo último que nos dijimos fueron buenas palabras para proyectos futuros: yo había aprobado las oposiciones y a ti te habían puesto cadera nueva. Un horizonte se abría para nosotros. Quedamos en que hablaríamos para próximas reseñas literarias. Eso fue a finales de 2021 y a finales de 2022 me enteré, por un amigo, de tu muerte repentina. Noticia que me atravesó el corazón en dos partes y me dejó clavado en el suelo como el rayo.

Es tanto lo que tengo que agradecerte. Has sido el único escritor, editor, traductor, literato, que me hizo caso de veras. Tus correos fueron para mí claves técnicas. Nunca me hiciste perder la ilusión y no dejaste de creer en lo que escribía. Seguramente por bondad cristiana o judaica, aplaudías mi natural entusiasmo y mis ganas de mejorar. Fuiste amable y bueno conmigo, en un mundo donde la crueldad es norma porque los escritores pasan hambre de éxito y de aprecio, y tratan a los demás como a sí mismos. Tú me enseñaste el oficio, a ver las palabras como arcilla y los textos como objetos hijos de un trabajo constante y humilde, a veces artístico e imperecedero. Por tu amistad conseguí publicar tres párrafos en OP, luego me defenestró Jota Ce y, al cabo del tiempo, no sé quién quedará, supongo que nadie. Hace poco vi que Jota Ce movía uno de sus libros, ciegamente visionarios, en el club de lectura de la biblioteca de mi ciudad. No será para él la gloria que tanto ansía, me atrevo a visionar cruelmente yo. Tú siempre fuiste amable conmigo. No sé qué me viste, supongo que amor por la literatura. Gracias.

Quería contarte una casualidad, que quizá no sea tal sino el argumento lógico de una historia que los vivos sólo intuimos y cuyo misterio tú ya debes conocer. Después de las oposiciones, he seguido trabajando en mis escritos. De hecho, he creado una página donde cuelgo mis historias todos los domingos, como esta que te escribo ahora. Quería enseñarte mis textos de ahora y retomar el contacto, pero nunca encontraba el momento. Seguramente estabas ocupado con traducciones, revisiones y ficciones, no quise molestar. Vi que publicaste un libro y a punto estuve de leerlo y reseñarlo, como hice con el anterior de buena gana y sin esperar contrapartidas, pero yo también andaba ocupado siendo padre, marido, profesor y escribidor. Postergué demasiado este correo.

Pero una serie de circunstancias concurrieron juntas. Resulta que adquirí el libro The Last Night of the Earth Poems de Charles Bukowski, con quien comparto el ninguneo por parte de los literatos anodinos como Jota Ce. Había leído algunas traducciones de su poesía, pero me parecieron insuficientes y, movido por un resorte vital, me dediqué a traducir algunos de los poemas presentes en ese volumen. Muchas fueron las dudas que me asaltaban a la hora de hacer ese ejercicio: hasta qué punto respetar los deliberados errores en el uso de las comas; si debía prevalecer el juego fónico del sonido de las palabras o su significado; cuando hay dos palabras diferentes que en español se escriben con la misma, cómo hay que proceder; estas y otras cuestiones me hacían pensar en ti.

Sin embargo, continué con bastante buena fortuna mis traducciones adánicas, que encontraron muy buena acogida entre mis lectores de Facebook. Es curioso que cuando uno empieza la publicación diciendo: Últimos poemas de Bukowski, se genera una oleada de reacciones que no ocurre si pongo las mismas palabras al final del texto. Los caminos de la literatura son inescrutables e irónicamente divertidos. El caso es que no iba a escribirte aún, en parte temiendo la puerta cerrada de un silencio definitivo.

Por otra parte, permíteme el juego, el pasado otoño me embarqué en el proyecto de hacer una tesis doctoral sobre la enseñanza de literatura en secundaria. Se trata de un intento sisifítico por acercar los clásicos al futuro: a los adolescentes. Muchos de mis colegas han tirado la toalla, pero tú sabes que mi entusiasmo no conoce límites. El caso es que he ido rastreando obras que reflexionen sobre la importancia de leer, los beneficios de la lectura, qué nos aporta este ejercicio difícil pero imprescindible, etc. Cuál es mi sorpresa cuando, pido unos libros en la biblioteca de mi ciudad y, cuando me llegaron al cabo de dos semanas viajando por correos, leo Cómo leer y por qué de Harold Bloom, editado por Anagrama, TRADUCCIÓN DE MARCELO COHEN. En ese momento casi tuve una epifanía: no debía tardar mucho en escribirte y contarte lo que me había pasado. Qué ibas a decir, te lo puedes creer, eran mis alegres preguntas.

Paseando con dos amigos, uno de los cuales ha publicado en OP con más suerte que yo aunque fuimos arrojados ambos por la misma ventana, comencé hablando de ti, dispuesto a contarles la anécdota que acabo de referir. No me dio tiempo a decir tu nombre cuando mi colega dijo: Ha muerto, tío. No di crédito hasta que me mostró el mensaje en la cuenta de Twitter de la revista, no por desconfiado, sino porque parecía un giro de guion imposible, ilógico, que si estuviera en una novela resultaría irreal y forzado, pero era la vida, y la muerte, la tuya y la mía, de nuestra amistad sincera.

Durante un tiempo no supe qué hacer con esta carta sin escribir, ya no tenía sentido escribirte si no podías leerme en este mundo. Me dejé llevar por los muchos quehaceres de la rutina. Pero hace poco recibí un correo que me hizo sonreír de nuevo. Un tal Ayesha (Álex) nos invitaba a hacerle un homenaje a Marcelo Cohen, reuniendo toda la correspondencia que tuviéramos de él o refiriendo anécdotas y recuerdos que tuviéramos por su amistad. Me pareció una iniciativa preciosa y me dispuse a encontrar un momento para navegar en la bandeja de entrada y salida, para escuchar de nuevo la voz nunca oída de Marcelo leyendo sus párrafos infinitos. Resultaba que el gran Marcelo Cohen no solo había sido generoso conmigo, sino con un grupo nutrido de escribidores como yo, consciente como era de que tanto los troncos grandes como las ramas finas mantienen encendido el fuego inextinguible de la literatura iberoamericana.

Antes que yo, contestó alguien de la revista OP, de la cual Marcelo era director junto con su mujer. Resulta que rechazaban de plano la idea de publicar su correspondencia, ninguneaban al que había tenido la idea y, en fin, protegían la memoria del gran hombre enterrándola tras sus pequeñas miserias. Supongo que esa clase de gente rodeaba a Marcelo Cohen, quizá por eso gustaba de cartearse con quienes no ganaban nada con su amistad, con quienes soñaban con escribir la gran obra, sencillo como todos los genios.

Hasta siempre, Marcelo, amigo. Aquí quedaremos los escribidores recordándote y recomendando tus novelas, traducciones, artículos y epístolas. Fuimos privilegiados por haberte leído y seguiremos siéndolo en el futuro, porque te seguiremos leyendo. Quizá un día nos encontremos frente a frente y nos cuentes cuál era el misterio de la escritura.

Un abrazo,

Ricardo

Profundos problemas superficiales

Pepe se sienta en su mesa de la terraza, donde fuma. Es martes y hace frío. Sus dedos entumecidos empiezan a liar un cigarrillo. Con parsimonia, extrae las hebras de tabaco de su petaca de cuero, manchándose los dedos amarillentos. El camarero llega con el café con leche, en vaso de cristal, como todas las mañanas desde hace dos años.

-Hoy es mi cumpleaños. -Le dice al joven distraído que le sirve, un chico delgado, hijo de los dueños, que no quiso estudiar y ahora trabaja de mala gana en el negocio.

-¿Ah, sí? -Responde el joven como diciendo: Me importa una mierda.

-Cumplo 52 años. -Y empieza a extraer su monedero de piel de cabra del bolsillo de la roída chaqueta. Lo hace con parsimonia, para retener la atención de su interlocutor. -Es normal que con la edad que tengo nadie quiera contratarme. Ya no soy joven, como tú.

Ambos saben que Pepe no tiene muchas ganas de trabajar, aunque lo contrataran. Más bien, de trabajar en alguna empresa, de seis de la mañana hasta la tarde, por mil euros. Él prefiere cobrar la ayuda, aunque tenga que vivir en casa con su madre, una señora mayor que cada vez tiene más achaques, pero que aún puede hacerle la comida a su hijo solterón cuando viene de la calle. Pero Pepe lleva una vida bastante activa en Facebook.

Después de encogerse de hombros, el camarero continúa con su trabajo sin decir nada. Pepe se siente inspirado. Del bolsillo posterior de sus apretados pantalones vaqueros, demasiado estrechos para su tallaje, saca una pequeña libreta y una pluma verde, tornasolada, que relumbra bajo el sol gris de la mañana invernal. Abre una página en blanco y apoya la estilográfica sobre las hojas abiertas al cielo literario de par en par.

Da una calada a su cigarrillo y pasa su pequeña lengua por el incisivo superior izquierdo, el único que le queda después de que hace un par de años perdiera el otro por una mala salud bucodental. Ya le advirtió el dentista la última vez que pisó la consulta.

-Como siga usted fumando así, don José, y no venga más a menudo, perderá los dientes.

Pepe aparta esos pensamientos de su cabeza y aprieta con fuerza la estilográfica verde, de la que tan orgulloso se siente. Pacientemente, espera a que las palabras acudan y:

Lo mas bonito del amor, es pasar disfrutando por todas sus etapas.
Empezar siendo amigos y acabar siendolo todo en uno solo

Fdo Jose

Pepe escribe con su letra suelta que ha adquirido viendo a los escritores por la tele y en internet, aunque sus trazos conservan un aire de niño chico que no ha escrito mucho. Olvida las tildes en más y siéndolo, pero no importa porque a su público no le interesa la ortografía, sino su corazón. Cómo buen escritor de oficio, él sabe lo que quieren sus lectores y Pepe se lo proporciona. Sus temas fundamentales son el amor y las relaciones, siempre apasionadas, fogosas, nunca eróticas, aunque muy sugerentes. A pesar de que lleva solo toda la vida, siempre busca, y a la vez rehuye, el amor verdadero. Si bien nadie lo acusa de zascandil en internet, sino de artista y poeta. Pepe toma una foto con su teléfono móvil y recuesta el cuerpo, aliviado, sobre el respaldo de la fría silla metálica. Sostiene el cigarro con una mano y la pluma con la otra, feliz.

-Adiós, Pepito.

-Adiós, cariño.

-¿Cómo está tu madre?

-Ahí anda, como siempre.

-El otro día la vi en el mercado. Me dijo que van a venir tus sobrinos a casa, pero la mujer ya no está para cocinar, porque le duelen los huesos y claro, tiene que llevar la casa… -Pepe deja de escuchar a la vecina, un poco más joven que su madre, mientras ella sigue hablando. Sus palabras parecen reprocharle que esté ahí sentado y gordo, mientras su pobre madre se deja las rodillas y las muñecas artíticas en las tareas.

-¿Y tu padre, nena? ¿Ya salió del hospital?

-Ahí anda también.

-Bueno, buenos días, mi vida.

-Adiós, adiós.

La vecina pasa arrastrando su carro y Pepe sigue disfrutando de su epifanía literaria. El camarero hace un amago de recoger el vaso de café con leche, pero lo evita. Aún queda el poso amargo y dulce del azúcar con carbón de la vieja cafetera del bar de barrio.

Pepe entra en Facebook y abre su página: Jose palabras solamente. A día de hoy tiene 2314 Me gusta y 9513 Seguidores. Casi sin quererlo, se ha convertido en uno de los sitios más fuertes de internet en el ámbito literiario nacional, ya quisieran muchos escritores tener la mitad de público que Pepe moviliza en cada publicación. Muchos lo envidian y alguna vez le han enviado un mensaje airado, que Pepe siempre contesta.

Usted no debería poder escribir con esa ortografía tan deficiente. Debería usted leer más libros y no ensuciar el ya dañado nombre de la literatura española. Si no fuera por la sociedad tan ignorante en la que vivimos, no tendría usted ni un solo seguidor. ¡Déjelo de una vez!

Cuando esto ocurre, Pepe suele hacer un vídeo al respecto, comentando que no va a comentar el odio que algunos vuelcan en su página, para luego comentar con pelos y señales el mensaje que ha recibido, el cual le hace mucha gracia, dice con cara de enfado. Esta vez no ha ocurrido nada de eso, sino algo peor. Pepe observa cómo en los comentarios de su última publicación, entre los emoticonos de corazones y besos que mandan sus seguidoras, hay algunos quienes comentan que Jose nunca responde a los comentarios, que ya están cansados, que hay que ver, que ya no van a comentar más.

Esto sí que consigue encender al apasionado Pepe y decide hacer algo al respecto. Es tanta la indignación que siente que decide levantarse de la silla, dejando el euro con veinte céntimos con rabia sobre la mesa, y echarse a andar sin rumbo fijo, hacia los descampados que delimitan el perímetro de su barrio. Toma con sus labios estrechos otro cigarrillo y expulsa un fantasma de humo que se dibuja bajo la luz matutina.

Cuando se encuentra en un lugar que considera tranquilo, saca su teléfono y da inicio al vídeo donde responde a sus enfadados seguidores, que se quejan de su poca ateción.

Uno no tiene tiempo -viene a decir Pepe- para contestar a todo el mundo. La gente se cree que no tengo otra cosa que hacer contestar a cada comentario. ¿Qué le hubiera pasado a Cervantes si viviera en el mundo de ahora? ¿Cómo contestaría todos los comentarios de Quijote? -que por supuesto, Pepe no ha leído- ¿Qué le diría la gente? Pues lo mismo me pasa a mí. Yo tengo muchas cosas que hacer durante el día…

Después de cinco minutos comparándose con Cervantes, Pepe se siente más tranquilo, aunque igualmente contrariado. El curso de sus pensamientos le ha llevado lejos del poblado y se encuentra en las inmediaciones de un polígono industrial. Los coches, las furgonetas, los camiones y camionetas pasan yendo y viniendo de sus respectivas tareas, la gente mueve el mundo con su trabajo. Jose observa el mundo desde la orilla de la acera de hormigón, mira la larga carretera y el sol elevándose al final. Observa las siluetas recotadas de los vehículos y las naves industriales, las hierbas secas que crecen en las grietas que se forman en la carne de los edificios funcionales para el trabajo. Pepe casi puede verse desde fuera, desde lejos, desde arriba, desde el universo, y se siente minúsculo. Toda esa gente yendo y viniendo y él allí plantado, cobrando por nada. La vida tiene muy poco sentido, después de todo. Pepe se siente inspirado y triste a la vez.

-El sentido de la vida es el amor. -musita mientas palpa su único incisivo con la lengua.

De vuelta a casa, va consultando las redes sociales de otros escritores y escritoras como él. Su preferida es Tercera estrella a la deriva, la única página que suele mencionar y compartir en la suya. Este sitio tiene medio millón de seguidores, su referente en FB.

Está de moda

Está de moda el no querer querer.

El no contestar.

El “háblame que te voy a responder en cinco horas” no porque esté ocupado, sino porque no quiero mostrar mi interés.

Está de moda el complicarse la vida diciendo una y otra vez que “no estás buscando nada serio”.

Está de moda el callarse y no decir “joder, como me gustas” y cambiarlo por un “qué tonto eres”, con esos iconitos que te hacen parecer de otro planeta.

Está de moda el alejarse cuando una persona te encanta, te puede aportar sensaciones nuevas y puede que sea incluso la persona que buscabas, pero eres tan sumamente egoísta y cobarde que no te quedas a averiguarlo.

Está de moda tener miedo a sentir.

No sé, será que en pleno siglo XXI, con las millones de facilidades que hay para todo, el querer asusta.

Entre café y cigarros.

A Pepe esa publicación le parece el colmo de la literatura, mejor no puede escribir nadie, ni siquiera el viejo Cervantes. En cuanto llegue a casa escribirá otro texto parecido, sabe que no puede dejar pasar la oportunidad que le brindan las musas.

Aunque a veces se siente bastante solo, a pesar de que su última mujer lo dejó por perro y por guarro (en el sentido de poco higiénico) y de que esas palabras aún duelen en el cajón más hondo de su memoria, Pepe siente que tiene una vida diferente en Internet. Gracias a las redes sociales, ha logrado dar a su vida algún sentido, descubrir que su propósito es escribir. A él, que tanto odiaba los libros, le parece el colmo de los colmos que haya terminado compartiendo su prosa, su poesía, sus pensamientos, con cientos de desconocidos diariamente. Gente que no es de su barrio, que no lo conocen de nada, pero que lo imaginan como él se muestra: como un escritor y poeta enamoradizo. Ahora no le faltan las proposiciones indecentes y las citas con mujeres solitarias. Cada día tiene mensajes picantes en su bandeja de entrada. Señoras que muestran y confiesan sus anhelos sensuales con una precisión mucho mejor de lo que él era capaz. Pepe tiene una vida mejor, aunque virtual, inmaterial, distante, como un sueño, como una película.

Llegando a su casa, ve revuelo en la puerta. Las vecinas y los jubilados se han reunido en su portal. Divisa un poco más allá la ambulancia y una camilla que se lleva a su madre. Pepe aprieta el paso, dejando su teléfono para más tarde. Qué ha pasado, qué…

-Tu madre se ha caído, Pepe. -Dice una vecina.

-Venía del Mercadona con la compra y se la han encontrado tirada en el suelo. -Otra.

Por un momento, Jose palabras solamente no encuentra el modo de poner sus pensamientos en orden. Los sanitarios cierran las dos puertas del vehículo y Pepe se siente helado en la acera. En un instante, de golpe, la vida se ha vuelto dura y dolorosa como una pedrada. Aunque seamos infinitamente pequeños, nuestros problemas son infinitamente más grandes. Los vecinos lo miran y el camillero se acerca para decirle.

-Su madre está muy grave, nos la llevamos al hostipal.

-Pero, pero…

-La llevamos al Virgen de la Piedad. Puede venir con nosotros o venir usted luego…

-Pero… ahora… ¿quién va a hacer de comer?

Las personas que no olvidaremos: Recital de Joan Reig en Constantí

Son apenas las siete de la tarde y ya es de noche. En la puerta del polideportivo se agolpan cabelleras blancas y bien peinadas, las personas mayores del pueblo llevan unos quince minutos haciendo cola, el evento es gratis: concierto de Joan Reig y su banda. Estamos en Constantí, un pequeño pueblo industrial e industrioso cercano a Tarragona.

Para quien no sea de Cataluña, hay que decir que Joan Reig es el baterista de uno de los grupos más influyentes en el panorama musical catalán desde los años 90 a la actualidad: Els Pets. Aunque percusionista, Reig ha escrito muchos de los himnos inolvidables de esta banda, como sabemos muchos de los que leemos las letras de las canciones en el librito de los discos y vemos quién las ha firmado. Si cantaran en inglés, serían algo así como los Eagles o cualquiera banda mítica del imaginario internacional.

Marina y yo hacemos bromas sobre que bajamos la media de edad del evento. Como yo soy de Constantí también, distingo entre las cabezas venerables a algunas ancianas del pueblo: la abuela del Genís, la abuela de la Laura, la abuela del Joshua, etc. Las puertas se abren y recorremos el pasillo hasta la pista de patinaje artístico, la cual hace las veces de lugar de actos municipales como entierros, graduaciones o conciertos. Tomamos asiento en una de las primeras filas y esperamos a que la acción empiece. Mientras estamos sentados, vemos como la sala se va llenando paulatinamente hasta ocupar todas las sillas de plástico que hacen de butacas en el teatro improvisado del polideportivo.

Fotografía de Marina Martí

La luz se apaga y los focos iluminan a cuatro gatos-jazz que aparecen en escena. Músicos experimentados que uno imagina cruzándose en los pocos bares de rock que van quedando, tomando un wiski en la barra solos o con poca compañía. Ahora se muestran en su plenitud, con el instrumento colgando, sonrientes, hermanados por los ritmos sincopados que Joan Reig marca con su batería en el centro mientras interpreta. Para disfrutar más del espectáculo, sería ideal que, como en la ópera, desfilara la letra de los temas por una pantalla sobre el escenario. Las palabras de Reig cuentan historias que valen la pena ser leídas y el sonido del directo no siempre ayuda a distinguirlas bien. Aun así, uno disfruta de esa música con sabor a Dylan, a The Band, a Serrat y a Krahe.

Las canciones se entremezclan con poemas recitados, todos hijos de la estilográfica de Reig. Las letras dibujan un sol blanco sobre la tapia del cementerio y el humeante café con leche en el bar de delante de casa, las fotos en sepia donde aparecen los que ya no están cuando eran más jóvenes y más eternos, el paso del tiempo irrecuperable, el misterio de estar vivo, retrata la muerte cotidiana y amable, como un viejo conocido, pero al que nadie saluda, sentado en una mesa de la esquina, al fondo del Bar El Casino.

Otro de los temas que Joan Reig toca es la raigambre a la tierra, no en un sentido político -o no solamente- sino a las raíces, a los orígenes, a la esencia de uno mismo. Cuando uno lo piensa y ve al músico, con tantos quilómetros a sus espaldas, habiendo visto miles de caras desde arriba en el escenario, habiendo conocido el éxito, pienso: ¿por qué no se marchó, como hicieron todos? Constantí no es el pueblo idílico que uno evoca cuando piensa la palabra “pueblo”, se ha convertido más bien en una ciudad dormitorio aledaña a los polígonos industriales que sitian el municipio. Pero Joan Reig habla de los avellanos, de los surcos en la tierra, de los olivos que peinan el viento, de los caminos centenarios hacia otros pueblos antiguos como La Canonja o Reus. Joan Reig no solo es un artista de Constantí, él es Constantí. Amigo de los vecinos, de los que llevan allí desde que tienen memoria y los que fueron llegando, valorándolos por el peso de su corazón, como hacen los párrocos sabios o los intelectuales visionarios.

La vida puede ser comedia, tragedia, sainete, dice Reig en algún momento del espectáculo. Las historias a veces tocan temas tabú como los abusos de un cura oscuro vividos en carne propia, o hablan de esa gran ce que se ha llevado a tantos tan pronto. El momento álgido del recital es cuando revisita un poema sobre su madre pintando una imagen poderosísima: cuando las manos se entrelazan, se aprietan muy fuerte, bajo la sombra de un día claro. Por el recuerdo indeleble de su mamá, se le quiebra la voz y él, y yo, derramamos una lágrima tan antigua como el mundo, un beso tierno de la tristeza.

Al ir llegando al final del espectáculo, Joan ironiza sobre que hay dos enfermeras del departamento de salud que te ayudan con la depresión post-concierto. El público ríe y se tocan los bises, más alegres y movidos, para terminar arriba y recordar que la vida es bonica, aunque a veces complicada. Aplaudimos y vuelven las luces, recuperamos nuestra vida y recordamos que hace un frío de mil demonios porque el lugar carece de climatización. La corriente se llevará por delante a alguno de los ancianos, comentamos.

De vuelta al corredor por donde habíamos entrado, salimos ordenadamente hacia la calle. De repente, nos detenemos un instante y veo que se ha parado la abuela del Joshua, una anciana que, desde que tengo memoria, siempre ha sido mayor. Ayudada por el brazo de su acompañante, unos años más joven, se ha plantado frente a uno de los acomodadores que están vigilando que la salida del recinto se haga ordenadamente, otro vecino conocido como Joan Déugràcies (Adiósgracias, por su traducción), y le espeta: ¡Pues no me ha gustado el concierto, porque era en catalán y a mí me gusta el castellano! El hombre sonríe como lo hacemos todos en la cola. Todo el pueblo quiere a la abuela del Joshua, todo el pueblo quiere a Joan Reig y el mundo está más hermanado. 

Cualquiera que tenga corazón, aunque no sea de Constantí, de Cataluña, de Europa, podrá disfrutar de la letra y la música de este Bagatzem que ha construido verso a verso Joan Reig para que guardemos allí los recuerdos con las personas que no olvidaremos.

Recordar con tristeza que el tiempo se esfuma es la mejor invitación para vivir felices.

ENCUENTRO DEL TERCER TIPO (SOCORRO)

ASUNTO: ENCUENTRO DEL TERCER O CUARTO TIPO (SOCORRO)

De: Rodrigo Rubio Pérez (rodrigorubioperez@jetmail.com)

Para: ufopolis.contacto@hitmail.com

13/03/2018

Estimado Vicente:

Llevo bastante tiempo siguiendo tu canal y hoy me he decidido a escribirte. Vaya por delante que admiro tu trabajo; la manera como enfocas los distintos temas que tratas y el sentido del humor que derrochas. Hace algunas semanas que quiero ponerme en contacto contigo; sencillamente, hasta ahora, no había reunido el valor suficiente para hacerlo. Quiero explicarte mi experiencia para ver si tú o alguien de tu audiencia puede ayudarme con esto. La situación es cada vez más desesperante y ya no sé a quién acudir.

Esta pesadilla empezó una noche de verano del año 2004. Yo por entonces tenía quince años y vivía en un pueblecito cerca de la provincia de Tarragona. Ser adolescente en un lugar de no más de cinco mil habitantes era extremadamente aburrido. Dos buenos amigos y yo, Carlos e Isidro (estos no son sus nombres verdaderos) andábamos todo el día juntos. Salíamos a la calle y dábamos vueltas de un lado a otro sin saber qué hacer. No teníamos mucho dinero para coger el autobús e irnos a la ciudad, así que nos distraíamos haciendo excursiones por los alrededores de nuestro pueblo.

Una de nuestras rutas preferidas era la que llevaba al cementerio municipal. Como en muchas otras poblaciones, el camposanto se sitúa a unos dos o tres quilómetros del núcleo urbano. Por entonces nos encantaban las historias de terror y era habitual que, después de cenar, quedásemos en la plaza y anduviéramos sin rumbo fijo por los caminos circundantes. Las calurosas noches de verano eran eternas pero nos distraíamos porque todavía éramos niños y cualquier cosa nos parecía una aventura. Era yo quien siempre proponía acercarnos al cementerio y quien contaba la mayor parte de las historias. A veces mis amigos no me hacían caso y otras veces, como aquella noche de finales de julio, me llevaba el gato al agua. Cuántos años he deseado no haberme salido con la mía.

Recuerdo que hablábamos sobre chicas, nuestro tema preferido en aquella época, mientras recorríamos las calles de nuestro pueblo. Era difícil cruzarse con alguien, casi nadie andaba a aquellas horas por las avenidas. Todo estaba completamente vacío y cuando nos quedábamos en silencio el ruido de nuestros pasos sobre el asfalto sobrecogía la respiración. Luego, alguno de nosotros hacía una broma y no le dábamos mayor importancia. Para nosotros era emocionante. Quien haya vivido en un pueblo chico sabrá de qué estoy hablando.

Llegados al final de la calle mayor, la civilización se terminaba. Un cruce de caminos nos daba cuatro posibilidades. A la derecha teníamos la montaña de las Forques, lugar poco aconsejable para visitar por la noche dado que los drogadictos tenían la costumbre de acercarse hasta lo alto del cerro y consumir heroína; lo sabíamos porque no pocas veces habíamos ido allí durante el día y habíamos encontrado por el suelo jeringuillas y papel de aluminio quemado con un mechero. A la izquierda nos quedaban unas cuantas casas sin mayor importancia (el barrio del Tractor) y la circunvalación que llevaba a la ciudad de Reus; no teníamos coche así que tampoco era buena opción. A nuestra espalda, otra vez el pueblo. Delante de nosotros se extendía el carretera del calvario. Una masía grande, señorial y abandonada flanqueaba el camino por el lado derecho. Recuerdo que yo atravesé el cruce sin decir nada y mis amigos me siguieron por pura inercia. El camino aún estaba asfaltado. De hecho, había unos bancos cada doscientos o trescientos metros; a veces nos sentábamos allí. Ese tramo estaba iluminado con farolas aunque ya no quedaran casas. La acera de hormigón y la luz artificial acababan al llegar a una rotonda. Cuatro caminos de nuevo: La Pobla de Mafumet, La Selva del Camp, Reus y, en línea recta, un pequeño cartel pobremente iluminado que en letras minúsculas rezaba: cementiri. Llegados a ese punto, a veces atravesábamos la carretera -siempre atentos a que no nos atropellara un coche- y otras veces dábamos media vuelta y nos volvíamos a casa. Esta vez fue Carlos quien se adelantó sin mediar palabra e Isidro y yo fuimos detrás de él. Había que ser decidido al cruzar la rotonda dado que unía carreteras comarcales y los coches pasaban a mayor velocidad que por dentro del pueblo. Mas de una vez habíamos estado a punto de tener un disgusto por cruzar despacio o distraídos. No nos lo pensamos demasiado, como siempre hacíamos en aquella época, y cruzamos corriendo, nuestras sombras alargadas sobre el asfalto, hasta el camino completamente oscuro que llevaba al cementerio. Una vez en él, ya no había que preocuparse por los coches.

Al principio uno no podía distinguir ni sus propios pies en la oscuridad; pero poco a poco, los ojos se iban acostumbrando a ver por la noche y las formas se hacían reconocibles. Cuando había luna llena, casi se podía ver cada matorral en el camino y distinguir perfectamente los árboles y los campos. Pero recuerdo que aquella noche maldita no había luna, quizá por estar nublado o porque era noche cerrada, y todo se veía especialmente oscuro. No nos importaba, para nosotros era más emocionante si cabía.

Si te quedabas callado, la sensación de desamparo crecía dentro de ti, te inundaba. Era mejor llenar el ancho espacio con nuestras voces y distraernos con la conversación. A veces, como ya he dicho, contábamos historias de miedo pero aquella vez el ambiente estaba tan enrarecido que ninguno sacó el tema. Creo que los tres estábamos inquietos pero, por no quedar como cobardes delante del resto, nos lo callábamos y continuábamos, más taciturnos que de costumbre, hacia delante. Poco a poco, los altos cipreses del camposanto se iban distinguiendo más claramente como altas sombras que nos esperaran al final del camino y el pueblo iba convirtiéndose en un montoncito de casas iluminadas cada vez más a lo lejos. No sé por qué no dimos la vuelta; me hago esa pregunta cada día desde entonces.

El último tramo del camino era de tierra y estaba flanqueado por sendos campos de avellanos a cada lado. Recuerdo que al iniciarlo nos paramos los tres de golpe porque habíamos visto un resplandor a lo lejos. Fue breve, como un relámpago sin el ruido del trueno. Era extraño porque, como ya he dicho antes, por aquel camino no esperábamos vehículos. Uno de nosotros, creo que fue Carlos de nuevo, propuso que sería un coche que atravesara una de las carreteras que habíamos dejado atrás y que, de todas formas, no quedaban tan apartadas de donde estábamos. No era extraño ver en lontananza, de vez en cuando, un coche por en medio de la vía solitaria. Dimos su teoría por buena dado que, de todas formas, tampoco es que estuviéramos cada noche por aquellos parajes y no sabíamos distinguir bien de dónde procedían las luces y de dónde no. Como pasados unos segundos no vimos nada más, continuamos hacia delante.

Una sensación espeluznante me asaltaba al llegar a las puertas del cementerio de noche. Eran de hierro forjado, antiguas y altas. Sobre el dintel, en el umbral a aquel otro mundo de eterno reposo, se podía leer 1888 en números grandes cincelados sobre el granito. Era un lugar bastante bello, durante el día, y grande para ser un pueblo de pocos habitantes. Creo que hay más habitantes dentro de esos muros que fuera de ellos. En ocasiones, poníamos la cara por entre los barrotes y mirábamos dentro. Nada se movía pero era difícil aguantar la mirada porque tenías la sensación de que, en cualquier momento, algo extraño iba a deslizarse entre las tumbas. Aquella noche no lo hicimos, ni siquiera nos colamos dentro saltando la valla como había sido nuestra costumbre otras veces. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra que daban a una de las alas del lugar. Alguno de nosotros sacó un paquete de tabaco y fumamos un pitillo los tres, sin decirnos nada la mayor parte del tiempo. Solo se oía el crepitar de los cigarrillos y nuestra respiración. Por eso pudimos oírlo perfectamente.

Un zumbido hondo e intenso retumbaba por todo el lugar a una frecuencia muy baja. Era un uhmmm… largo e ininterrumpido. Nos miramos unos a otros, a Isidro se le cayó el cigarro al suelo y se inclinó para recogerlo. ¿Qué era aquello? No lo sabíamos, estábamos asustados, pero no lo suficiente como para salir corriendo. Debo decir que cerca de allí hay algunas fábricas y, a muy pocos quilómetros, una refinería. Estábamos acostumbrados a sonidos de aquella clase pero el sentirlo así, de repente, fue lo que nos sorprendió. Segundo a segundo fuimos acostumbrándonos y, estúpidamente, decidimos ir a investigar. Parecía proceder de detrás de los muros del recinto. Habíamos recorrido el perímetro del cementerio otras veces y sabíamos que, justo detrás, en la zona paralela al camino donde estábamos sentados, había un depósito improvisado de piedras, ladrillos, tubos y demás objetos para la construcción; seguramente utilizados por los operarios del camposanto.

Yo tenía mucho miedo pero no lo confesaba. Algo no iba bien, no era normal. Siempre he sido el más prudente, o el más cobarde, de mis amigos así que aquella vez estaba decidido a no abrir la boca para proponer la retirada. Carlos se levantó como un resorte del banco, tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y nos propuso movernos. Isidro y yo adivinábamos cuál era la intención de nuestro amigo: ir al lugar de donde procedía ese extraño zumbido. Yo no quería pero al ver que Isidro también se levantaba y lo seguía hice lo mismo que ellos; no me apetecía quedarme solo en aquel lugar aquella noche especialmente. Además, si lo hacía corría el riesgo de que me gastaran una broma pesada y no me apetecía. De ninguna manera.

A pasos apresurados, llegamos al final de la blanca pared encalada y torcimos hacia la derecha, por donde continuaba. El camino se había acabado, el resto de los muros estaban rodeados por el campo.

Aquel sonido extraño se hacía cada vez más intenso, casi traspasaba nuestras camisetas y se nos metía por dentro. No es que lo oyéramos muy fuerte, dado que era muy grave, pero sí que podíamos sentir su vibración en los huesos. Con calma, nos fuimos acercando hacia la zona exterior que daba a la parte trasera, en el exterior del ancho recinto. Caminábamos despacio, en silencio. Solo podíamos distinguir el crujir de nuestros pies sobre la grava. Yo sentía las piernas, y el cuerpo entero, cada vez más pesados pero en aquel momento pensé que era por el pavor que me inspiraba todo aquello. Llegados a la esquina del muro, volvimos a torcer a la derecha.

Todavía no doy crédito a lo que vieron mis ojos. Pero lo vi; prometo que era tan de verdad como la habitación donde ahora mismo estoy escribiendo estas líneas. He intentado olvidarlo, he recurrido a la psicología y luego a la psiquiatría; lo que vimos no era una alucinación ni un sueño colectivo. Aquello era real.

Me resulta difícil describir su forma pero lo intentaré. El objeto era grande, ancho como un edificio pero no muy alto. Sus dimensiones eran parecidas a las de un chalet de dos plantas, pero más achatado. Era geométrico, circular, pero no redondo; como dos cuencos puestos uno encima de otro, un poco aplanados. Emitía una luz tenue, azul en diferentes tonos, pero era apagada. Su resplandor no se alejaba más de tres o cuatro metros del objeto. Recuerdan a las luces de discoteca que pese a brillar, no iluminan. Pero lo más extraño era aquella luminiscencia no procedía de bombilla o de led alguno; los brillos se movían como si fueran de naturaleza líquida por dentro del chasis del objeto. No puedo afirmar si era metálico o de cristal; más bien parecía de plasma, que pudiera cambiar de tamaño y forma a su antojo. No obstante, nunca lo hizo, siempre se mantuvo igual durante el breve espacio de tiempo que pudimos verlo. Estaba a unos 30 o 50 metros de nosotros. Tampoco puedo afirmar con claridad cómo se mantenía pegado al suelo, dado que parecía sostenerse en el aire a poca distancia de la tierra, como si flotara.

Las piernas me temblaban como cañas azotadas por el viento. Me pregunto si en aquel momento habríamos podido salir corriendo, pero no lo hicimos. Nuestro pensamiento estaba clavado en el objeto y nuestra mente parecía completamente en blanco. Fue entonces cuando los vimos.

Me tiemblan las manos sobre el teclado como si estuviera allí, de nuevo. No he contado esta historia muchas veces porque me transporta en el tiempo y revivo aquella pesadilla. Pero debo hacerlo, necesito ayuda y no sé si me queda mucho tiempo. Vimos cinco sombras, de exactamente la misma altura, que se movían lentamente en la escasa luminiscencia del objeto. Era como si la atmósfera les resultara demasiado densa o liviana; no soy un experto en el tema, pero parecía como si se movieran debajo del agua. En ese preciso instante los tres nos miramos los entre nosotros. El corazón botaba desbocado dentro del pecho y un dolor de cabeza me invadía, el sonido se nos metía dentro y nos abotargaba. Queríamos salir de aquel lugar lo más pronto posible, no aguantábamos más aquella experiencia, pude ver el miedo y el horror en las caras oscurecidas de mis amigos; era una expresión horrible.

De repente, un potente haz de luz blanca, procedente del objeto, iluminó todo el entorno pero no se podía distinguir ninguna forma debido a su intensidad. No pudimos echar a correr, estábamos completamente paralizados como se quedan algunos animales sorprendidos por las luces largas en mitad de la carretera. No hacíamos más que mirar hacia el objeto, sin poder siquiera pestañear. A partir de ese momento, mis recuerdos son racheados como ráfagas de viento. Creo que fue entonces cuando nos atraparon.

En un instante teníamos a aquellos seres junto a nosotros. Eso era imposible dado que la distancia que nos separaba era importante, parecía como si se hubieran teletransportado a nuestro lado a la vertiginosa velocidad de la luz. Eran altos, delgados, estaban desnudos o por lo menos eso me resultaba a mí. No tenían genitales ni pelo. Su piel era rugosa y estaba cubierta de una leve capa de baba espesa; me recordó a la textura de los caracoles. Sus cabezas eran grandes a pesar de que el cuello era fino; no podía ser posible que pudieran mantenerla alzada sobre un cuerpo tan enjuto. Recordaban a los insectos por su delgadez y sus movimientos rápidos en torno a nosotros. Apenas podíamos seguirlos con la vista y enfocar así sus rasgos; no obstante, sus extremidades eran desproporcionadamente largas. Sus manos no tenían palma como si sus dedos alargados salieran directamente de las estrechas muñecas. Tampoco pude distinguir ningún músculo, en ningún momento llegaron a tocarnos pero creo que si lo hubieran hecho habría muerto de un infarto en ese instante. Lo único que se movía en mi cuerpo durante ese trance era el corazón, a un ritmo frenético, tanto que casi me asfixiaba; me faltaba el aire.

Sin duda alguna, sus caras eran lo peor. Inmensas, sus ojos grandes eran completamente redondos y oscuros, negrísimos. No he vuelto a ver un negro tan intenso, que se tragara tanto la luz como el de aquellos seres. Se podría pensar que su cavidad ocular estaba hueca, pero no, nos observaban fijamente. Ni siquiera una sombra es tan oscura como la mirada de aquellos seres. Sus bocas eran aberrantemente pequeñas, desproporcionadas a su vez con el resto de la cara. En ningún momento las abrieron pero yo he imaginado por dentro dientes o ventosas, quizá algo peor, como si estuvieran hechas para succionar en vez de para comer. No las utilizaban para comunicarse, quizás lo hacían por telepatía dado que no emitían ruido alguno. Eso no lo puedo asegurar porque mi pensamiento estaba en blanco. A diferencia de otras experiencias de este tipo, yo no pude distinguir ideas o voces en mi cabeza, parecía como si me hubieran apagado y simplemente pudiera ver y sentir lo que pasaba en torno de mí; pero sin interpretarlo ni poder interactuar.

Y el olor, recuerdo el olor y se me revuelve el estómago. Un hedor nauseabundo, como el cadáver de un animal lleno de gusanos, muy, muy intenso. No he vuelto a notar un aroma tan horrible en todos los años que han pasado desde entonces. Algo químico e intenso, como imagino el del cloroformo, estaba impregnado también en aquel olor. Fue en ese momento cuando yo me desmayé sin saber qué había sido de mis compañeros. Todo había sucedido muy rápido pero no puedo asegurar cuánto tiempo transcurrió, si fueron minutos o simplemente segundos.

Me desperté y estaba en el suelo. Isidro me zarandeaba por los hombros y gritaba mi nombre desesperadamente. Carlos estaba también en el suelo, incorporado sobre su cuerpo, sentado con las piernas extendidas y una expresión confusa; como si se preguntara qué estábamos haciendo allí. En un momento nos fuimos desperezando, nos levantamos y, sin mediar palabra, echamos a correr como almas que lleva el demonio. Recuerdo que huíamos hacia el pueblo sin mirar atrás, sin pensar siquiera en los demás. Uno de nosotros, el más rápido, se adelantó y se perdió de vista por el camino oscuro. Me faltaba la respiración y el corazón latía tan fuerte que me dolía pero ninguno dejamos de correr. Creo que hubiésemos batido algún récord si nos hubiesen cronometrado; así de desesperados estábamos, como si huyéramos de una bestia enorme, oscura, que siempre anduviera a pocos metros de nosotros para cazarnos.

Aquel pensamiento era estúpido, ya nos habían cazado; pero entonces no podía articular más de dos ideas a la vez y solo pensaba en poner un pie delante del otro lo más rápido posible. Quería llegar a mi casa y no detuve la marcha hasta que lo conseguí. Me había separado hacía rato de mis amigos, supongo que ellos hicieron lo mismo que yo.

Recuerdo que me metí en la cama vestido, temblando y con los ojos como platos. Aún me faltaba el aire pero poco a poco mi cuerpo se iba sosegando. Mis padres no se despertaron en ningún momento y, aunque todavía me parece extraño, no le di mayor importancia; incluso lo prefería. ¿Qué iba a contarles? No yo mismo, que acababa de vivirlo, sabía qué decirles. Lloré y lloré desesperadamente sobre mi almohada. En algún momento debí quedarme dormido o perdí el conocimiento. La última imagen que tengo de aquella noche desgraciada es la del reloj digital que me miraba desde la mesita de noche. Eran las cuatro de la madrugada, habían trascurrido muchas horas desde que quedara con mis amigos a eso de las once de la noche. Cinco exactamente.

No volví a verlos hasta al cabo de tres o cuatro días. Durante ese tiempo no había salido de casa y cuando mis padres me preguntaban decía que me encontraba mal. Era en parte cierto aunque durante aquellos días no les comenté nada sobre lo que había pasado en el cementerio. Quedamos, en fin, a la luz del medio día en el parque de en frente de mi casa. En un primer momento no nos dijimos nada, solo nos mirábamos los unos a los otros. Todavía nos duraba la expresión asustada y tensa, la huella de aquella noche. Recuerdo que hacía un calor horrible y que el canto de las chicharras era desagradable, como si nos recordara en cierta manera a aquel extraño zumbido de noches atrás.

Nos dijimos poca cosa, solo constatamos, mirándonos y hablando poco, que los tres habíamos visto lo mismo. Cuando nos separamos, al cabo de un rato, no volvimos a encontrarnos hasta el final del verano. Lo primero que me robó aquella noche de julio en el cementerio fue a mis amigos. Dejamos de quedar y preferimos la compañía de otra gente, quizá porque el hecho de vernos nos transportaba al momento de aquellos momentos horribles que queríamos dejar atrás. Lo segundo que nos robó fue el sueño.

Yo tenía pesadillas que con el tiempo fueron intensificándose. No le hubiera dado mayor importancia, hubiera olvidado los hechos al cabo de un tiempo, si no fuera por las malditas pesadillas que me acosaban cada semana. Siempre trataban de lo mismo, aquellos seres, pero esta vez estábamos en camillas, completamente desnudos y un número indefinido de ellos hacía experimentos con nosotros. No quiero relatar las cosas horribles que yo soñaba y sueño todavía, a veces me despierta un dolor intenso y punzante en la tripa que aún perdura cuando me despierto. Es horrible. Nos torturaban y, aunque sus caras no reflejaban la menor emoción, yo sentía, sabía, que disfrutaban haciéndolo. Lo peor era cuando me despertaba con la sensación de tener algo dentro, que un insecto se revolvía entre mis entrañas. Me he hecho pruebas, los médicos no han visto nada raro, pero yo sé que algo raro hay. Puedo sentirlo a veces, casi lo siento ahora.

También nos robaron el futuro. Como mis notas cayeron en picado durante el curso siguiente, mis padres me llevaron a distintos psicólogos para ver qué sucedía conmigo. Me había vuelto más taciturno y antisocial, pasaba mucho tiempo solo y prácticamente no estudiaba. Si lo intentaba, todo se me olvidaba al cabo de un rato y, la verdad, me daba lo mismo. Lo único que me consolaba era escribir, generalmente historias que nada tenían que ver con lo sucedido, es la primera vez que trato el tema con tanta profundidad y me da miedo hasta leerlo. Sé que hoy volveré a soñar con aquellos seres, pero tengo que hacerlo por mis amigos y por mí, para que quede constancia de lo que nos sucedió.

Isidro murió y no acabó el instituto. Lo atropelló un coche mientras iba en bicicleta por una autovía. Era extraño, yo no sabía que él tuviera una bici. Su familia era bastante pobre y la economía no daba para esa clase de lujos. Además, fue por la noche, sobre las once o las doce. El conductor de la furgoneta afirmaba que el chico se le había echado encima y que no pudo verlo. Circulaba sin ningún tipo de luz y sin casco, no se pudo evitar el accidente y falleció en el acto. Tengo la sospecha, y espero de todo corazón que no sea cierta, de que sé lo que sucedió. A veces, muy pocas, también me ha pasado a mí.

Comencé a preocuparme seriamente por todo esto cuando, una noche, al cabo de un año del incidente, me desperté tendido en el suelo. Esta vez la luna llena brillaba sobre el cielo como la lámpara de un quirófano. Asustado, me levanté y me di cuenta de que estaba en el cementerio, en plena noche y completamente solo. Llevaba puesto el pijama y tenía mucho frio. Corrí hacia mi casa de nuevo, descalzo, pero, esta vez, el trayecto se me hizo eterno. Aunque estaba despierto, a mí me parecía que seguía soñando. Cuando llegué a casa, las luces estaban encendidas y mis padres se movían nerviosamente en el salón. No me dio tiempo ni de llamar a la puerta cuando me abrieron ellos mismos. Me preguntaron, preocupados, dónde había estado y yo no hacía más que llorar amargamente sobre el regazo de mi madre. Nunca he sido sonámbulo y los psicólogos no logran explicarse cómo pude recorrer tanta distancia en ese estado. Creo que no se lo creen y por eso he dejado de confiar en los psiquiatras y en la medicina. Yo no estoy loco, simplemente, me han pasado cosas que no tienen explicación racional. Desde entonces, duermo con la llave de mi casa echada. Hasta ese momento no teníamos esa costumbre dado que vivimos en un pueblo y nos conocemos todos.

Los años han pasado y esta historia permanecería en el cajón de mi memoria si no fuera por la repentina muerte de mi antiguo amigo Carlos hace unos pocos meses. Lo encontraron inerte, frío, con una expresión horrible y rígida en el rostro. Las malas lenguas dicen que ni siquiera pudieron cerrarle los ojos y por eso la tapa del ataúd permaneció cerrada durante el velatorio; no puedo afirmarlo con seguridad, yo no me atreví a ir a despedirme de él. Tampoco acudí al cementerio; pensar que ahora está allí, tan cerca de donde pasó todo…

Su muerte no tiene explicación alguna. Era un chico sano y joven de 28 años, como la edad que tengo yo; ya no fumaba y no bebía, que yo sepa. No puedo dejar de pensar en todo lo que ha sucedido. Ha transcurrido mucho tiempo pero sigo arrastrando las consecuencias del encuentro con aquellos seres, sé que sus sombras me acompañarán mientras viva.

La visión se me empaña mientras te escribo. No sé qué hacer. Quizá la muerte de mis antiguos compañeros no sea más que una casualidad horrible, pero no puedo dejar de pensar que este pensamiento es una mentira piadosa. Te escribo en memoria de mis dos amigos; casi habíamos perdido el contacto pero sé que ellos también tenían pesadillas demasiado frecuentes, demasiado realistas. No nos lo merecíamos.

Por favor, dime qué puedo hacer, cómo debo actuar. Pienso que esta noche puede ser la última, o la próxima, o la de más allá. Siento que me estoy volviendo loco. No quiero acabar en un centro para enfermos mentales, a base de pastillas. Siento que saben dónde estoy y que pronto vendrán a por mí. Eres la última esperanza que me queda, tú y tu público. Por favor, ayúdenme. Por favor…

Mensaje no leído

Charles Bukowski – Últimos poemas

un día raro

era uno de esos días calientes y sofocantes en Hollywood
Park
entre la muchedumbre, la
sofocante, ruda, tonta
muchedumbre.

gané la última carrera y me quedé para cobrar y cuando me
metí en el coche
había un gran atasco en el intento de
salir de allí.

así que me quité los zapatos, me quedé sentado y esperé, encendí la
radio, sintonicé algo de música clásica, encontré
una pinta de escocés en la guantera, la
abrí, y le di un
tiento.

voy a dejarlos salir a todos,
pensé, después me
iré.

encontré ¾ de un puro, lo encendí, le di otro tiento
al escocés.

escuchaba la música, fumaba, bebía el
escocés mientras miraba a esos perdedores
irse.

había incluso un pequeño partido de mierda jugándose
unas 100 yardas al
este.

luego se
terminó.

decidí acabarme la
pinta.

lo hice, luego tumbé el
asiento.

no sé cuánto tiempo
dormí
pero cuando me desperté estaba oscuro y
el solar del aparcamiento estaba
vacío.

decidí no ponerme los zapatos, encendí el coche
y conduje fuera de
allí…

cuando llegué a casa el teléfono estaba
sonando.

mientras ponía la llave en la puerta y abría,
el teléfono continuaba
sonando.

entré, descolgué el
teléfono.

“diga”

“hijo de puta, dónde has
estado”

“en el hipódromo”

 “¿en el hipódromo? ¡son las 12.30 am! ¡te he estado
llamando desde las
7 pm!”

“acabo de llegar del
hipódromo.”

“¿estás con otra
mujer?”

“no.”

“no te creo!”
colgó.

fui a la nevera, agarré una cerveza, fui al
baño, dejé que el agua corriera en la
bañera.

el teléfono sonó
de nuevo.

salí de la bañera con mi cerveza y
chorreando
llegué donde el teléfono, y lo
descolgué.

“diga”

“¡maldito hijo de puta, todavía no
te creo!”

colgó.

volví a la bañera con mi cerveza,
dejando un rastro de
agua.

mientras me metía dentro de la bañera
el teléfono sonó
de nuevo.

dejé que sonara, contando, los
timbrazos: 1,2,3,4,5,6,7,8,9,
10,11,12,13,14,15,
16…

colgó.

luego, quizá, 3 o 4 minutos
pasaron.

el teléfono sonó
de nuevo.

y conté los timbrazos:
1,2,3,4,5,6,7,8,
9…

después se
paró.

en ese momento me acordé de que me había
dejado los zapatos en el
coche.
no importaría, excepto porque solo tenía
ese par.

maldita la hora, sin embargo, en que alguien
quisiera robarme ese
coche.

salí de la bañera a por otra
cerveza,
dejando otro rastro
detrás de mí.

fue el final de un
largo
largo
día.

aire y luz y tiempo y espacio

“-sabes, antes tenía familia, un trabajo, algo
siempre se interponía en el
camino
pero ahora
he vendido mi casa, he encontrado este
sitio, este amplio estudio, deberías ver el espacio y
la luz.
por primera vez en mi vida voy a tener el lugar y el tiempo para
crear.

no cariño, si vas a crear
vas a hacerlo aunque trabajes
16 horas al día en una mina de carbón
o
vas a crear en una habitación minúscula con 3 niños
mientras estás en
paro,
vas a crear con una parte de tu mente o de tu
cuerpo
jodida,
vas a crear estando ciego
tullido
demente,
vas a crear con un gato subiéndote por la
espalda mientras
la ciudad entera tiembla por un terremoto, bombardeo,
riada e incendio.

cariño, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver con esto
y no crean nada salvo
quizás una vida más larga para encontrar
nuevas
excusas.

el águila del corazón

¿sobre qué estarían escribiendo en unos 2,000 años desde
hoy
si ellos estuvieran
aquí?

ahora
bebo cabernet Sauvignon mientras
escucho a
Bach: es lo
más curioso: esta
continua muerte
esta
continua vida.

mientras
miro a esta mano que
sostiene un cigarrillo
me siento como si
hubiera estado aquí desde
siempre.

ahora
tropas y bayonetas
saquean
la ciudad baja.
mi perro, Tony; sonríe para
mí.

está bien
sentirse bien
sin ninguna razón;
o
con una limitada
capacidad para
escoger
bueno;
o con un pequeño amor,
para no ceder ante el
odio.
fe, hermano, no en los
dioses
sino en
ti mismo:
no preguntes,
habla.

yo te digo
una buena
música
espera
en las
sombras
del
infierno.

se acerca el siglo 21

era la fiesta de fin de año en mi casa
creo.
yo estaba de pie con una bebida cuando
ese chico flaco se me acercó
estaba algo borracho dijo

“Hank, conocí a una mujer que dijo
que estuvo casada contigo durante 2
años.”

“¿de verdad?
¿cuál era su
nombre?”

“Lola
Edwards.”

“no sé de quién
hablas.”

“anda, venga, hombre, dijo
él…”

“no la conozco,
cariño…”

de hecho no sabía quién
era él…

terminé mi copa fui a la cocina a
servirme otra.

miré alrededor 
sí, estaba en mi casa
reconocía la
cocina.

otro

feliz año nuevo

Jesús.

salí de allí
para aguantar a la
gente.

para partirse de risa

venga, vamos a verle, este viejo es para
partirse de risa, tiene 50 años, se sienta
en calzoncillos y camiseta interior
bebiendo vino de su astillada y blanca
copa.
se sienta con las cortinas bajadas y
nunca ha tenido televisión.
si sale un rato es para comprar más
vino
o al hipódromo con su bebé azul
’58 Comet.

si vas por allí verás que siempre está turbado, una mujer
se ha ido para siempre y
él finge llevarlo con chulería pero
esa pequeña comisura de sus ojos está llena de
dolor.

derrama los vasos por doquier, se dedica a tragar
esa basura cuello abajo y luego a veces se
levanta y vomita.
es un gran tipo. puedes
oírle desde varias manzanas.
después aparece y se sirve otra
copa.
sigue y sigue bebiendo
y entonces de vez en cuando dice algo
loco como, “cualquier cosa que 3 perros puedan hacer, 4 perros
lo harán mejor”
y otras por el estilo.
o revienta el vaso de cristal o la botella contra
la pared.

ha trabajado como celador en un
hospital durante 15 años
luego lo dejó.
no duerme por las noches.

para ser un tipo tan feo
no entiendo cómo consigue a todas esas
mujeres.
encima es celoso.
atrévete a mirar a una de sus mujeres
y te machacará.

suele emborracharse y cuenta locas
historias y canta.
y ¿sabes qué? escribe
poesía

venga, ven a verlo, este viejo
es para partirse de
risa.

hola, Hamsun

después de dos botellas y media
que no han conseguido endurecer mi triste
corazón

camino en esta ebria
oscuridad
hacia mi habitación
pensando en Hamsun quien
se comió su propia carne para
ganar tiempo para
escribir

arrastro hacia la otra
habitación
un hombre
viejo

pez abisal de la noche
nada hacia arriba
a los lados
abajo.

la muerte se fuma mis cigarros

sabes: estoy borracho otra vez
aquí
escuchando a Tchaikovsky
en la radio.
Jesús, ya lo escuchaba 47 años
atrás
cuando era un escritor muerto de hambre
y aquí está
otra vez
y ahora que soy un éxito menor como
escritor
la muerte anda
arriba y abajo
en este cuarto
fumándose mis cigarros
tomando sorbos de mi
vino
mientras Tchaik está trabajándose
la Pathétique,
ha sido un buen trecho
y cualquiera suerte que he tenido fue
porque tiré los dados
bien:
morí de hambre por mi arte, morí por
conseguir 5 malditos minutos, 5 horas,
5 días-
sólo quería apuntar la
palabra;
la fama, el dinero, no importaban:
yo quería la palabra escrita
y ellos me querían en la fresadora,
en fábricas con cadena de montaje
ellos querían que fuera reponedor en una
tienda.

bueno, dice la muerte, mientras camina,
te voy a llevar conmigo igual
no importa lo que hayas sido:
escritor, taxista, chuloputas, carnicero,
piloto, te voy a llevar
conmigo…

okey, cariño, le digo.

bebemos juntos ahora
mientras la una am se desliza hasta las 2
am y
sólo ella sabe el
momento, pero funcionó el truco
otra vez: conseguí mis
5 malditos minutos
y mucho
más.

el infierno es una puerta cerrada

incluso cuando me moría de hambre
las cartas de rechazo casi nunca me molestaban:
pensaba solamente que los editores eran
verdaderamente estúpidos
y simplemente continuaba y escribía más y
más.
incluso consideraba los rechazos como
acción; era peor era el buzón
vacío.

si he tenido una debilidad o un sueño
es
solo querer ver uno de esos
editores
que me rechazaron,
para ver la cara de él o de ella, la manera como
se visten, el modo como andan cruzando la
habitación, el sonido de su voz, como miran
a los ojos…
solo un vistazo a uno de
ellos-

sabes, cuando todo lo que ves es
una hoja de papel
diciéndote que tú
no eres tan bueno,
entonces hay una tendencia
a pensar que los editores
son más parecidos a divinidades de lo
que son.

el infierno es una puerta cerrada
cuando te estás muriendo de hambre por tu bendito-
maldito arte
pero a veces sientes que casi puedes echar un
vistazo a través de la
cerradura.

joven o viejo, bueno o malo,
creo que nada muere tan lento y tan
duro como un
escritor.

una persiana bajada

lo que me gusta de ti
me dijo ella
es que eres un bruto-
mírate sentado ahí
con una cerveza en la mano
y un cigarro en la boca
y mira el
pelo sucio de tu barriga
saliéndose de
debajo de la camiseta.
te has quitado los zapatos
y tienes un agujero
en tu calcetín derecho
por donde se te sale
el dedo gordo.
no te has afeitado en
4 o 5 días.
tus dientes están amarillos
y tus cejas
caen
torcidas
y tienes suficientes
cicatrices
para espantar a
cualquiera.
siempre hay
mugre
en tu bañera
tu teléfono
está cubierto de
grasa
y
la mitad de la mierda en
tu nevera está
podrida.
nunca
lavas el coche.
tienes los periódicos
de hace una semana
por el suelo.
lees revistas
sucias
y ni siquiera tienes
televisión
pero bien que haces
pedidos a la
tienda de licores
y das buenas
propinas.
y lo mejor de todo
no obligas
a una mujer a
meterse en la cama
contigo.
de hecho pareces poco
interesado
y cuando te hablo
tú no
dices nada
solamente
miras alrededor
de la habitación o
te rascas el
cuello
como si no
me escucharas.
tienes una vieja
toalla mojada en
el fregadero
y una foto de
Mussolini
en la pared
y nunca te
quejas
de nada
y nunca haces
preguntas
y te he
conocido por
6 meses
pero no tengo
idea de
quién eres.
tú eres como
una
persiana bajada
pero es lo que
me gusta de
ti:
tu crudeza:
una mujer puede
salir
de tu
vida y
olvidarte
muy rápido.
una mujer
no puede ir a otro sitio
que ARRIBA
después
de dejarte,
cariño.
debes de
ser
lo mejor
que nunca le
haya pasado
a
una chica
que está entre
un tipo
y el siguiente
y no tiene
adónde ir
por el momento.
este puto
escocés es
fantástico.
vamos a jugar al las
palabras cruzadas.  

La decisión de su vida

Dos amigos están en un bar de barrio. Las mesas de la terraza son de metal ligero y han decidido sentarse allí porque, a pesar de que es invierno, uno de ellos fuma. Piden ambos un café y esperan a que el camarero les sirva. Hace frío, pero no les importa.

-Cada vez tengo más claro que nuestra vida no se compone de grandes decisiones importantes, sino de pequeñas decisiones infinitesimales. Minúsculos momentos en los que nos lo jugamos todo, a diario, continuamente, sin darnos a penas cuenta.

-No te entiendo, Marcus.

-Me pasa cuando decido escribir o no esa palabra, cuando escojo el momento en el que ponerme a contar una historia, cuando busco el día adecuado para sentarme un rato frente al ordenador; todas esas decisiones forman parte de la misma: la decisión de escribir periódicamente cueste lo que cueste. Un día alguien se interesa por mi prosa, alguien importante, y toca decidir si publicar o no, pero la decisión ya está tomada en cada uno de los días en que me senté a gastar las teclas del teclado del ordenador.

El camarero trae los cafés y se produce un breve silencio. Marcus mira al vacío mientras sostiene su cigarrillo y el otro lo mira con las manos en los bolsillos. Da una calada.

-Para qué escribir si nadie te lee, Marcus. Ni siquiera yo, que soy tu mejor amigo, el único amigo que tienes, de hecho. Tus textos resultan tediosos, siempre escribes sobre las mismas cosas. No tiene sentido dedicar tanto tiempo a algo que no sirve para nada, deberías invertir tus energías en otra cosa. Mira los creadores de contenido en internet.

-Hay que tener fe y confiar en que los cambios positivos llegarán, y así poder disfrutar del presente, porque en el gozo del ahora hay algo de esperanza por el gozo de mañana.

-Ya empiezas con tus sentencias estrafalarias. El gozo verdadero es tener un coche guapo, una novia guapa, una casa guapa, mantenerte joven. Eso da la felicidad y no todas esas paranoias que escribes en tu blog de internet. Marcus, debes ver la realidad como hacemos los demás, seguramente te iría mucho mejor. Cambiando de tema, el otro día vi una serie que te encantaría: unos tipos cogen un avión y desaparecen cinco…

-En las películas de Hollywood vemos un mundo donde los personajes toman grandes decisiones trascendentales en un momento crucial, pero en la vida no ocurre de esa manera. Si bien estamos ante dos caminos que se bifurcan cada cuatro o cinco años, donde decidimos si seguiremos o no con esa chica, si aceptaremos ese trabajo, si compraremos esa casa, la decisión ya está tomada de antemano, debido al curso de decisiones infinitesimales que nos han llevado a ese cruce de caminos concreto, y no a otros posibles infinitos. Lo llaman destino, parece sorprendente, pero detrás de las casualidades opera una lógica aplastante que aún no podemos rastrear con nuestra física.  

-Maldita sea, Marcus, cada vez hablas más raro. De verdad no hay nadie que te entienda. Qué sabrás tú de física, eh, cráneo privilegiado, no sabes ni la tabla del nueve.  Además, deberías dejar de fumar tanto, ese vicio del demonio te está manchando los dientes. Pareces mucho más mayor de lo que eres, tío, solo tienes treinta y tres años y hablas como un viejo al final de su vida. La edad es una actitud, bro, y tú no la tienes.

-Ir o no a la universidad, por ejemplo. Dependerá de factores múltiples nuestra capacidad de elección. Una persona estudiosa podrá verse en la diatriba de decidir entre una facultad u otra, pero la decisión de seguir un itinerario académico, y que es la verdaderamente fundamental, ya estaba tomada de antemano en cada uno de los actos de durante años se han tomado cada día: estudiar para ese examen en vez de salir con los amigos, apuntarse a clases de inglés para alcanzar un nivel aceptable, leer aquel clásico de la literatura rusa que no sirve para nada. En esas decisiones está el germen de la gran decisión futura, que en ese momento el (o la) estudiante de instituto, desconoce.

-Marcus, si casi no aprobamos el instituto, no íbamos a clase, no atendíamos a los profesores, no estudiamos para un maldito examen. Qué me estás contando ahora del esfuerzo. A veces las cosas ocurren simplemente, sin una razón, pasan y punto.

-Podemos buscar los ejemplos que se quieran. También funciona a la inversa. Entre hacer o no hacer deporte, alguien puede decidir lo primero. Pero ese esfuerzo decisivo no se producirá en un día, sino que la persona deberá tomar decisiones diarias: preparar la bolsa de deporte, encontrar el tiempo, encontrar las ganas, encontrar la actividad adecuada, y así cada día durante un periodo de tiempo indeterminado, pero extenso.

-Tampoco has hecho deporte en tu vida. Mira, no sé qué te pasa hoy, pero estás insoportable. Cambiando de tema. El otro día vi una serie sobre unos tipos con boina que imparten justicia en el Nueva York de los años veinte, deberías verla porque seguro que te encantaría. Llevan un estilo vintage que te pega mucho. Yo de hecho estoy pensando en comprarme una gabardina y una boina, un poco con esa idea, porque son…  

-La gente espera cambios de la noche a la mañana, que después de un sueño, una conversación con un amigo o con el psicólogo, después de un vídeo de internet, que después de leer un post, se produzca el cambio deseado, que se escuchen las palabras mágicas que nos permitirán alcanzar nuestras metas, pero nunca llegarán. Las personas no pueden soportar el silencio de algunas preguntas. Para ellas, es tan molesto como un pitido penetrante en los oídos. ¿Por qué el mundo es tan injusto? ¿Por qué las guerras, el hambre, la muerte de los inocentes? ¿Por qué mi propio fracaso? Dios guarda silencio.

-No debes ser tan negativo. Mucha gente alcanza sus sueños, mira Ginés, el del pueblo.

-Quienes buscan esa clase de fórmula mágica sólo encontrarán al cabo su contraria: la justificación del supuesto engaño vital al que estaban sometidos, y les hacía perder el tiempo persiguiendo una meta inútil. En eso se basan todas las sectas: la respuesta la tienen los pleyadianos, y vendrán a entregárnosla el día del juicio final, cuando todo tendrá sentido. Algunos se suicidan o simplemente llegan la apatía y las pocas ganas de seguir vivo. Como hemos dicho antes, no hay gozo en el presente sin esperanza de gozo futuro. La promesa de cumplir nuestros sueños sin esfuerzo es el mal de nuestra sociedad actual, y se cobra muchas vidas en forma de depresiones o de ansiedades.  

-Como sigas así vas a ser tú el que coja depresión. Eres el tipo más melancólico que conozco. No sé cómo puedes vivir así.  De verdad, no sé cómo eres capaz de darle tantas vueltas a lo que es simple. Maldita la hora en que estudiaste literatura.

-Otro de los problemas es la falta de ficción, las personas se toman demasiado en serio a sí mismas. Muchos se esfuerzan en perseguir la verdad, pero podría ser que dicha verdad fuera un invento, una sombra, una ficción, etc. Y no pasa nada, no significa eso que la verdad sea un engaño, sino que es compleja como el universo y nuestra capacidad humana aún no llega a abarcarla en toda su poliédrica, multifacética, infinita figura. La verdad no tiene forma de piedra, sino de perfume: se desdibuja cuando se encuentra.

-Quién demonios, en pleno siglo XXI, utiliza la palabra poliédrica. De verdad, Marcus, eres un buen colega y te aprecio, lo sabes, pero deberías cambiar de actitud vital. Mira a este tipo haciendo calistenia. ¿Te crees que le hace falta a este buscar la verdad por alguna parte? Las tiene así, haciendo cola. Esa es la verdad, lo tuyo no son cuentos.

-Porque vivimos a golpes y tenemos necesidad de crear un universo estable y paralelo donde haya sentencias que cambien el curso de nuestra vida, por eso inventamos los cuentos, por esa razón y no otra la ficción es necesaria: para aligerar el peso de la verdad nunca entendida, de la realidad siempre engañosa. Vivimos en la era de las noticias falsas, como si acaso hubiera noticias verdaderas, como si no fueran todas las noticias, filosóficamente, falsas, ficción. Las personas se fanatizan en busca de una realidad oculta, ricos y pobres, élites y masa, todos buscando la ficción en la realidad.

-Hoy en día nadie lee. La gente es práctica y sólo lo hacen si tiene una aplicación directa en el día a día: si me sirve para ganar dinero invirtiendo en NFT o kriptos, la sociedad está en eso, el futuro, y no podrás cambiarlo, Marcus, con tus novelas decimonónicas.

-Una de los motivos para los que sirve leer prosa de ficción, llorar con la historia del Pierre Bezújov y Natasha Rostov en Guerra y paz, odiar y admirar la ambición desmesurada del capitán Ahab a bordo del Pequod en Moby Dick, o reír y aprender la locura caballeresca de Don Quijote de la Mancha, para lo que sirve el esfuerzo de abordar estas grandes y difíciles lecturas es para enseñarnos que ninguno de los personajes mencionados anteriormente ha existido nunca, pero no por ello son menos importantes que mucha gente real, que casi toda la gente que hemos conocido en la vida real, de hecho, son mucho más fundamentales en nuestra manera de pensar y entender el mundo. Para eso sirve la ficción, maldita sea, no como dicen los críticos imbéciles: leer no sirve para nada. Seguramente no sirvió bien para lo que pretendían ellos: presumir.  

-¿Y qué tiene que ver eso con las decisiones que decías al principio?

-No lo sé, pero podría ser que, por ejemplo, un escribidor hubiera decidido crearnos y que ahora estuviéramos discutiendo sobre realidad en una ficción, que nuestra conversación fuera solo parte de un cuento cutre de internet. Podría ser que lo que pensamos que ha sido nuestra vida solo era un pretexto para abordar una ficción.

-Marcus, tú estás loco.

-Puede ser, no te lo niego, Jeycob. ¿Te apetece que nos tomemos una copa? Invito yo.

-Demonios, ahora te escucho.

Y tomó la decisión más trascendental de esa vida ficticia:
dejar de escribir
y punto
.

¿Estarás allí para verlo?

El debate medioambiental abre telediarios a nivel nacional. Sale la niña Greta por la tele y a todos se nos cae la baba. Ella es el futuro, ella va a cambiar el mundo y por eso surca los mares en un yate patrocinado por BMW. Los políticos deben tomar conciencia y salvarnos de un desastre seguro. La niña Greta viajaba a Nueva York para hacer su performance en la ONU. Siendo menor de edad, iba camino de ser una Miley Cyrus.

Pero fuera de la pantalla, en el mundo real del don Nadie, ¿qué es lo que ocurre? Busquemos ejemplos locales que sirvan para hacernos una idea de la magnitud del problema a nivel global, como el que simplifica una ecuación para resolverla. Veamos.

Tarragona, hoy. Seguramente el lector lo desconoce, pero a pocos quilómetros de la ciudad romana existe un mundo donde la impunidad del delito medioambiental se hace patente. Es un lugar maravilloso que da trabajo a miles de personas en la provincia. El sueño de cualquier chaval sin estudios ya no es currar en la obra. Ahora -y ayer- el sueño tarraconense es formar parte de la ilustre plantilla de la Refinería Ripsol.

Tienen motivos para desearlo. El sueldo medio del empleado más común en este paraíso es de unos dos mil euros, si no más. Los empleados gozan de muchas ventajas. Tienen a su disposición instalaciones que van desde balnearios hasta pistas de pádel, gratis. Pero las ventajas de la Refinería Ripsol y sus innumerables fábricas aledañas no sólo afectan a sus trabajadores directos, sino también a los habitantes de los pueblos cercanos. Ripsol patrocina las fiestas, la biblioteca, el polideportivo, las piscinas municipales. El verdadero alcalde del llamado Campo de Tarragona no es ningún político, es Ripsol.

Si uno escribe en su buscador de confianza “Ripsol Tarragona impacto ambiental”, aparecen estudios y artículos en los que Ripsol explica los millones que invierte en no ensuciar el medio ambiente. Si cualquier periodista de Barcelona o Madrid quisiera en verano hacer un articulillo sobre el complejo industrial, vería que el mismo cuenta con un equipo humano y técnico que se preocupa por la salud de los ciudadanos. Pero habría que recomendarles que pasaran una semanita en pueblos como El Morell, La Pobla de Mafumet, Vilallonga del Camp o Constantí; a ver a qué huele el límpido ambiente.

Estos pueblos se sitúan alrededor del complejo y, si los pusiéramos todos juntos, no llegarían a cubrir toda la extensión que ocupa la petroquímica. Algunos de sus habitantes son desconfiados, sobre todo, los que no trabajan en el complejo y no pueden beneficiarse de las innumerables ventajas de cobrar más que un médico salvando vidas. Suelen ser detractores aislados que en el bar de barrio cuentan leyendas urbanas sobre la enorme contaminación que estas industrias lanzan al ambiente que todos respiramos. Hay una frase muy icónica a este respecto: Tarragona es la capital del cáncer en España.

Pero si esto fuera verdad, nuestros políticos habrían puesto solución. Los políticos de todos los colores, de todos los partidos, se unirían bajo una misma pancarta para solicitar información verídica a este respecto. Morir de cáncer no es ninguna broma. Que se lo digan a los miles de familias tarraconenses que han perdido a un ser querido, que no volverá a sentarse en la mesa los domingos. Imposible. Los altos índices de cáncer y de impotencia no tienen nada que ver con las incontables empresas químicas que anidan en el Campo de Tarragona. De hecho, estos datos carecen de fundamento.

Si uno escribe en su buscador de confianza: “Ripsol Tarragona cáncer”, solo aparecen unos cuantos artículos publicados hace un tiempo en periódicos como La Vanguardia o El País donde se dice que quedó demostrado el caso de un trabajador que enfermó a causa de la exposición a los aires de su puesto de trabajo en la petroquímica. Pero es un caso aislado, no hay estudios reales que se puedan consultar a este respecto. Es extraño, podrían hacerlos públicos para demostrar a todo el mundo que además de no contaminar apenas, las petroquímicas no dañan la salud de nadie. Si algunos han muerto, será porque no llevaban una vida sana, no porque las industrias ensuciaran el ambiente.

Los intereses económicos y los intereses medioambientales, no pocas veces, están en lados contrarios de la balanza. Los ciudadanos, ante este debate, suelen tenerlo claro: entre el dinero en el banco y una posible contaminación medioambiental, escogen lo primero. Nadie puede culparlos. Pero el debate sería más rico si hubiera un estudio concienzudo a este respecto, no sobre el nivel de una sustancia química en el aire, sino sobre los efectos estadísticos de décadas conviviendo con las petroquímicas, sobre la salud de las personas. Quizá, entonces, sentiríamos más o menos miedo y podríamos calibrar mejor nuestra decisión sobre lo que queremos. Si realmente aceptamos el progreso económico juagando a la ruleta rusa, ¿cuántas balas hay en el revolver?, ¿cuántas posibilidades reales hay de que nos toque a nosotros? La política calla.

Nos proponen ser animalistas, veganos, deportistas, conscientes del cambio climático. Mientras, la vida sigue. Vamos a trabajar y volvemos. Huele mal, pero seguro que es inofensivo. Las nubes se ciernen sobre nuestras cabezas, pero seguro que es solo vapor de agua. Por la noche las chimeneas iluminan en cielo, pero no pasa nada porque las empresas velan por el bien de los trabajadores, los ciudadanos y los políticos. Que tal alcalde quiere hacer un polideportivo, recibirá el dinero para ello. Que se acercan las elecciones y hay que arreglar la biblioteca, hay dinero. Luego llegan las fiestas del pueblo y vemos el estand de una gran empresa química o un cartel enorme que anuncia la estimada participación de estos benefactores. Los políticos cambian, ellos siguen ahí.

Y la niña Greta surca los mares camino de la ONU. Hablará de las centrales nucleares, de las empresas contaminantes, de las acciones individuales que ensucian nuestro planeta tierra. Y el público aplaudirá, quizás derramará alguna lágrima. Pero en Tarragona, Puerto Llano, Vandellós, Siberia, la vida seguirá su curso y los ciudadanos seguirán tragando. Y es legítimo desear el bien propio en forma de dinero. Quizás vale la pena correr el riesgo de contaminarse por vivir un poco más cómodamente.

Debemos ser libres para decidir lo que queremos y ninguna opción, por buena que sea, debería sernos impuesta. Pero el sentido común nos dice que, ante cualquier decisión arriesgada, hay que tener en cuenta los riesgos reales de la misma. Lo que cabe preguntarse finalmente es: ¿sabemos el peligro cotidiano que corremos? En 2050 el cambio climático será una realidad, ¿quiénes de nosotros estaremos allí para verlo?

Poemas de la última noche de la Tierra – Charles Bukowski

Traducción: Ricardo R. Boceta

1

mis muñecas como ríos,
mis dedos como palabras.

jam

dos tipos duros

En L.A City College había dos tipos duros, yo y Jed
Anderson.
Anderson era uno de los mejores corredores en la
historia de la escuela, un fuera de serie
cada vez que jugaba al fútbol.
yo era bastante duro también pero veía los deportes
como un juego para blandos.
yo creía que era más interesante desafiar a aquellos
que intentaban enseñarnos
algo.  

igualmente, Jed y yo éramos las luces más brillantes en el
campus, él corría sus 60, 70 y 80 yardas
en los partidos de la tarde
y durante la mañana
encorvado en mi asiento
yo me inventaba lo que no sabía
y lo que sabía
era tan malo que
los profesores tenían que
bailarme el agua.

y un gran día
Jed y yo
nos encontramos.
fue en un pequeño bar con tocadiscos
al lado del campus y
él estaba sentado con sus
colegas
y yo estaba con
los míos.

“venga, venga, ve y dile algo”
mis amigos
decían.
yo dije, “que le jodan a ese marica
de gimnasio. Yo estoy con
Nietzsche, ¡que sea él el que venga
aquí!”

al final Jed se levantó a por un
paquete de tabaco de la
máquina y uno de mis
colegas dijo:
“¿es que tienes miedo de ese
tío?”

me levanté y fui detrás de
Jed mientras él se agachaba en la
máquina
a por su tabaco.

“hola, Jed,” dije
yo.

se giró: “hola,
Hank.”

entonces se llevó la mano al
bolsillo trasero,
sacó una pinta de
güisqui, la pasó hacia
mí.

le di un trago rápido,
y se la
devolví.

“Jed, dónde
vas a ir
después del
instituto”

“voy a jugar
para Notre Dame.”

entonces se volvió
a su mesa
y yo volví a
la mía.

“qué te ha dicho, qué te ha
dicho”

“no mucho”

al final, Jed nunca consiguió ir
a Notre Dame
y yo nunca conseguí ir a
ninguna parte
tampoco-
los años nos
barrieron
pero hubo otros tipos duros
que siguieron
llegando, incluido uno
que se convirtió en un famoso
columnista deportivo
y yo tuve que mirar su
foto
por décadas
en el periódico
mientras habitaba aquellas
habitaciones baratas
y aquellas cucarachas
y aquellas sofocantes
deprimentes
noches.

pero
todavía estaba orgulloso de ese momento
aquel día
cuando Jed me pasó
esa pinta
y
me bebí
un tercio de ella
con todos los compañeros
mirando.
joder, ninguno hubiera imaginado
tal como éramos
que nosotros dos pudiéramos
perder
pero perdimos.

Y me llevó
3 o 4 décadas
avanzar solo un
poco.
y Jed,
si estás todavía ahí
esta noche,
(olvidé decírtelo
entonces)
aquí va un gracias
por ese trago.

Mi colega alemán

esta noche
estoy bebiendo Singha
licor de malta de
Tailandia
y escuchando a
Wagner.

no puedo creer que
él no esté
en la otra
habitación
o al torcer la
esquina
o vivo en
alguna parte
esta noche.

y lo está
por supuesto
mientras me lleva
la música de
él.

y pequeños escalofríos
recorren
mis dos
brazos.

Luego la
calma

él está aquí

ahora.

Feliz cumpleaños

El teléfono

Te traerá gente
con su ring-ring,
gente que no sabe qué hacer con
su tiempo
y ellos se morirán de ganas de
infectarte con
lo suyo
desde la distancia
(aunque ellos preferirían
estar en la misma habitación
para proyectar mejor su nulidad sobre
ti).

El teléfono es para
emergencias solamente.

esa gente no son
emergencias, son
calamidades.

nunca me gustó el ring-ring del
teléfono.

“hola,” contestaré
en guardia.

“soy Dwight.”

ya puedes sentir su imbécil
deseo de invasión.
ellos son la gente-pulga que
salta sobre la
mente.

“sí, qué pasa”

“bueno, estoy en la ciudad esta noche y
he pensado…”

“escucha, Dwight, estoy liado, no
puedo…”

“bueno, quizás en otra
ocasión”

“quizá no…”

a cada uno le son dadas unas pocas
noches
y cada noche desperdiciada es
una violación asquerosa contra el
curso natural de
tu única
vida;
además, ellos te dejan un regusto
que a menudo dura dos o tres días
dependiendo del
visitante.

El teléfono es para
emergencias solamente.

He necesitado
décadas
pero al final he descubierto
cómo decir
“no.”

ahora
tú no te preocupes por ellos,
por favor:
simplemente marcarán otro
número.

podría ser
el tuyo.

“hola,” tú
dirás.

Y ellos dirán,
“soy Dwight.”

y entonces

serás
esa amable
y comprensiva
alma.  

suplicando

como muchos de vosotros, he tenido muchos trabajos donde
me sentido tan abatido como si mis tripas hubieran sido
tiradas por el suelo.
he conocido alguna buena gente a lo largo del
camino y también a la otra
clase de gente.
aunque cuando pienso en todos aquellos
con los que he trabajado-
incluso a pesar de las décadas que han pasado-
Karl
me viene a la cabeza el
primero.

me acuerdo bien de Karl: nuestro trabajo requería que
ambos lleváramos un delantal
atado por detrás y alrededor
del cuello con una guita.

yo era el subalterno de Karl.
“tenemos un buen curro,” él
me decía.

Cada día mientras uno a uno nuestros supervisores llegaban
Karl inclinaba levemente la cadera,
sonreía, y asintiendo
saludaba a cada uno: “buenos días doctor Stein,”
o, “buenos días, señor Day” o
señora Knight o si la chica era soltera
“buenos días, Lilly” o Betty o Fran.

yo nunca
hablaba.

Karl parecía molesto por eso y
un día me llevó a parte: “oye,
dónde cojones vas a encontrar
dos horas para almorzar como tenemos
nosotros”

“en ningún sitio, supongo…”

“bueno, okey, mira, para tipos como tú y yo,
esto es lo mejor que podemos tener, esto es todo
lo que hay.”

yo escuchaba.

“así que mira, es duro aguantarlos al principio, no
ha sido fácil para mí tampoco
pero después de un tiempo me di cuenta de que
no importaba.
simplemente hice un caparazón.
ahora tengo mi caparazón, lo
pillas.”

lo miré y era cierto que parecía como si tuviera
caparazón, había algo enmascarado en su
cara y sus ojos estaban vacíos, inexpresivos e
inalterados; era como una concha erosionada y
golpeada.

Algunas semanas pasaron.
nada había cambiado: Karl se inclinaba y se arrastraba y sonreía
impertérrito, perfectamente en su
papel.
que nosotros éramos prescindibles, quizás nunca se le
ocurrió
o
que dioses más grandes quizás nos estaban
mirando.

yo hacía mi
trabajo.

entonces, un día, Karl me llevó
a parte otra vez.

“escucha, el doctor Morely me habló
de ti.”

“ah, sí.”

“me preguntó qué es lo que te
pasa.”

“qué fue lo que le
dijiste”

“le dije que eres
joven.”

“gracias.”

después de recibir mi primer cheque, lo
dejé.

pero

todavía
tengo que,
de vez en cuando, conformarme con otro trabajo
similar
y
ver a los
nuevos Karl.
al final los perdoné a todos
pero no a mí mismo:

ser prescindible a veces hace a un
hombre
extraño
casi
incontratable
casi siempre
detestable-
inservible para la
libre
empresa.

el mejor actor de nuestros tiempos

se está poniendo más y más gordo,
casi calvo
tiene un mechón de pelo
por detrás
el cual tuerce
y recoge
con una goma elástica.

tiene una casa en las colinas
y tiene otra casa en las
islas
y unas pocas personas lo
visitan.
algunos lo consideran el mejor
actor de nuestros
tiempos.

tiene unos pocos amigos, muy
pocos.
con ellos, su pasatiempo
favorito es
comer.

en contadas ocasiones le contactan
por teléfono
normalmente
por una oferta para actuar
en una excepcional (le
dicen)
película de cine.

él contesta con una voz muy
suave:

“oh, no, yo no quiero
hacer más películas…”

“podemos mandarte el
guion”

“vale…”

entonces
no se sabe de él
de nuevo.

normalmente,
lo que él y sus pocos amigos
hacen
después de comer
(si la noche es fría)
es tomar unas copas
y ver los rollos de sus películas
arder
en la hoguera.

o
después de comer (en
las noches cálidas)
después de unas
copas
llevan
los rollos
fríos
fuera para
descongelarlos.
él reparte algunos
entre sus amigos
coge otros
entonces
juntos
desde la barandilla
los lanzan
como platillos volantes
lejos
en el espacioso
cañón
abajo.

después
todos ellos van
adentro
sabiendo
instintivamente
que esas películas
eran
malas. (al menos,
él lo siente y
ellos
lo
aceptan.)

hay un gran mundo
real
ahí fuera:
bien-tramado, auto-
suficiente
y
difícilmente
dependiente de las
variables.

se tiene
todo el tiempo para
comer
beber
y
esperar la muerte
como
cualquier
persona.  

días como cuchillas, noches rodeado ratas

cuando era muy joven dividía una igual cantidad de tiempo entre
los bares y las bibliotecas; cómo conseguía proveerme de
mis otras necesidades ordinarias es un misterio; bueno, simplemente no
me preocupaba demasiado de eso-
si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado en
otras cosas -los locos crean su propio
paraíso.

en los bares, me creía un tipo duro, rompía cosas, peleaba
con otros hombres, etc.

en las bibliotecas era otra cosa: era callado, iba
de una sala a la otra, no solía leer los libros enteros
sino partes de ellos: medicina, geología, matemáticas, historia, otras cosas me ponían
triste. con a la música yo estaba más interesado en las composiciones y en las
vidas de los compositores más que en aspectos técnicos…

no obstante, fue con los filósofos con quienes me sentí hermanado:
Schopenhauer y Nietzsche, incluso el viejo y duro de roer Kant;
me parecía que Santayana, quien era muy popular en aquel tiempo, era
blando y aburrido; con Hegel tenías que trabajar de verdad, especialmente
con resaca; hubo muchos otros que leí y a quienes he olvidado,
quizás mejor así, pero me acuerdo de un tipo que escribió un
libro entero en el que demostraba que la luna no estaba allí
y lo hacía tan bien que al final pensabas, este tipo está
absolutamente en lo cierto, la luna no está allí.  

cómo demonios iba un hombre joven a dignarse a trabajar en
una jornada de 8 horas cuando la luna ni siquiera estaba allí,
qué más
estaría faltando,

y
nunca me gustó la literatura tanto como los críticos
literarios; eran realmente unos capullos, aquellos tipos; usaban
un lenguaje refinado, bonito a su manera, para llamar a otros
críticos, otros escritores, escoria. me
levantaban el ánimo.

Pero fueron los filósofos los que satisficieron
esa necesidad
que acechaba en algún lugar de mi confusa calavera: yo vadeaba
sus excesos y su
congestionado vocabulario
ellos sin embargo a menudo
neblinosos
aparecían de la nada
con sus llameantes juegos de palabras que resultaban ser
absolutamente ciertos o condenadamente cercanos
a la verdad absoluta,
y esa certidumbre era lo que yo buscaba en mi vida
diaria, la cual se parecía más a una caja de
cartón.

qué buenos compañeros fueron aquellos perros viejos, con ellos atravesé
días como cuchillas y noches rodeado de ratas; y mujeres
de negocios como trabajadoras del infierno.

mis hermanos, los filósofos, me hablaban como no lo hacía
nadie en las calles o en ningún otro lugar; ellos
llenaban ese inmenso vacío.
qué buenos chicos, ah, qué buenos
chicos.

sí, las bibliotecas ayudaron; en mi otro templo, los
bares, era otra cosa, más simple, la
lengua y las formas eran
diferentes…

días en la biblioteca, noches en el bar.
las noches eran todas parecidas,
hay algún tipo sentado cerca, quizá no un
mal tío, pero para mí él no brilla de la forma adecuada,
hay una repugnante falta de vida en él -pienso en mi padre,
en los profesores, en las caras de las monedas o los billetes, en los sueños
con asesinos con los ojos en blanco; bueno,
de alguna forma ese tío y yo intercambiamos cruzamos miradas,
la furia empieza a crecer lentamente, fuego y agua; la tensión se construye,
un ladrillo sobre otro ladrillo, esperando el golpe; nuestras manos se
abren y se cierran, bebemos, ahora, finalmente con un
propósito:

su cara se gira hacia mí:
“hay algún problema, amigo”

“sí. tú.”

“habrá que hacer algo al respecto”

“ciertamente.”

acabamos nuestras copas, nos levantamos, vamos a la parte de atrás del
bar, fuera en el callejón; nos
miramos, cara a cara.

le digo, “no hay nada más que espacio entre nosotros dos. te
importaría cerrar ese
espacio.”

él corre hacia mí y de algún modo eso es una parte de la parte de la
parte.  

sé amable

siempre nos piden
que intentemos entender el punto de vista de
los demás
no importa cómo sea de
obsoleto
tonto u
odioso.

a uno le piden
observar
su error total
su malgastada vida
con
amabilidad,
especialmente si se es
mayor.

aunque la edad es el total de
nuestras acciones.
ellos han envejecido
mal
porque han
vivido
desenfocados,
han renunciado a
ver.

¿acaso no es su culpa?

¿de quién es la culpa?
¿mía?

me piden que les esconda
mi punto de
vista
por miedo a su
miedo.

envejecer no es un crimen.

la vergüenza es
haber malgastado la
vida
deliberadamente.

entre demasiadas
vidas
malgastadas
deliberadamente

estoy.

El hombre de los ojos bellos

Cuando éramos niños
había una casa extraña donde
todas las persianas estaban
siempre
subidas
y nunca habíamos oído voces
allí
y el jardín estaba lleno de
bambú
y nos gustaba jugar en el
bambú
fingiendo que éramos
Tarzán
(aunque no había ninguna
Jane).
y había un
estanque
uno grande
lleno de
las carpas más gordas
que hayas visto nunca
y estaban
domesticadas.
venían a la
superficie del agua
y comían trozos de
pan
de nuestras manos.

Nuestros padres nos
habían dicho:
“nunca os acerquéis a esa
casa.”
así que, por supuesto,
allí estábamos.

Nos preguntábamos si alguien
vivía allí.
las semanas pasaron y nunca
vimos a
nadie.

Pero un día
escuchamos
una voz
desde dentro
“TÚ MALDITA JODIDA
PUTA!”

Era la voz de un
hombre.

Luego la puerta
principal
de la casa se
abrió de golpe
y el hombre
salió
afuera.

Aguantaba un
vaso de güisqui
con la mano
derecha.
tendría unos
30.
tenía un puro
en su
boca,
necesitaba un
afeitado.
su pelo era
salvaje y sin
peinar
y estaba
desnudo
sin calzoncillos
ni pantalones.
pero sus ojos
eran
brillantes.
centelleaban
con un
resplandor
y él dijo:
“hey, pequeños
hombres,
estáis pasando un buen
rato,
espero.”

Nos fuimos,
volvimos hacia el
jardín de mis padres
y pensamos
sobre ello.

Nuestros padres,
decidimos,
querían que
nos mantuviéramos lejos
de allí
porque ellos
no querían que viésemos
un hombre
como
aquel,
un hombre fuerte y
natural
con los
ojos
bellos.

Nuestros padres
estaban avergonzados
de que ellos no
fueran
como ese
hombre,
por eso ellos
querían que nos
mantuviésemos
alejados.

Pero
nosotros volvimos
a esa casa
donde el bambú
y la carpa
domesticada.
volvimos
muchas veces
durante muchas
semanas
pero nunca más
vimos
u oímos
al hombre
otra vez.

Las persianas estaban
bajadas
como siempre
y había
silencio.

Entonces un día
mientras volvíamos de la
escuela
miramos hacia la
casa.

Había ardido
completamente,
no había quedado
nada,
sólo los ardientes
torcidos, negros
cimientos
y nos acercamos donde
el estanque
y no había
agua
dentro
y la gorda
carpa naranja
estaba muerta
allí,
secándose.

Volvimos al
jardín de mis padres
y hablamos sobre
ello
y decidimos que
nuestros padres habían
quemado la
casa del hombre,
los habían
matado
habían matado la
carpa
porque era
demasiado
bonita,
incluso el bosque
de bambú había
ardido.

Ellos estaban
asustados del
hombre con los
ojos
bellos.

Y
nos temíamos
entonces
que
durante toda nuestra vida
cosas como esa
iban a
pasar,
que nadie
quería que
alguien fuera
fuerte y
bello
como él,
que
los otros nunca lo
permitirían,
y que
mucha gente
tendría que
morir.

El Hambre y la joven

Había una vez una joven escritora feminista: pobre, apasionada y negra. Sus reflexiones y relatos suscitaban la admiración de otras mujeres feministas que destacaban, lo mismo que ella, en otros ámbitos del arte: acuarelas, fotografía, tarot, atardeceres, maternidades. Pero un día el Hambre personificada llamó a su puerta para sentarse un rato en el sofá de su casa de Menorca, isla donde antaño se había rodado un anuncio mítico de cerveza que se reversionó otro verano, con los mismos músicos demacrados por la droga, que suscitaba una nostalgia amable. El Hambre estaba sentada como una sombra silenciosa y secreta, nadie la veía, solo la escritora feminista, que estaba sola. Es duro ser una escritora feminista y depender de un hombre, artista feminista como ella, que vive de la bondad paterna y burguesa para pagar el pisito en Menorca, los múltiples fracasos, los dudosos triunfos, que nunca se traducían en dinero.

Así que, la cada vez menos, joven escritora feminista soñaba con ser una gran escritora y vivir sin traicionar sus ideales. Para no sentirse como una de esas amas de casa a las que despreciaba por no trabajar, se inventó unas clases particulares para ricachones de Menorca, como si tuviera quince años y ahorrara un dinerillo para comprarse ropa. La escritora cada vez tenía menos ropa que ponerse. Te veo más gorda, dijo el Hambre. Ella no contestó y siguió escribiendo en su teléfono su reflexión diaria para las artistas feministas como ella. No quiero acabar de profesora en un instituto porque soy una genia y quiero que el gran mecenas me vea, me rescate y me siente en una silla de oro para ser como la princesa de Darío y suspirar por un príncipe azul, guapo y feminista.

El Hambre, con su máscara roja, puso la tele y los pies encima de la mesita del salón. El Hambre no dice nada si no la miras a los ojos un buen rato y le dices, qué quieres, qué diablos estás haciendo aquí. Es discreta y se sienta tranquila en el sofá de tu casa o en el coche mientras viajas hacia esa cascada mágica que te revelará el sentido de la vida. El Hambre es así, llega sin avisar y no se va de tu hogar hasta que ella quiere. Pero si la escritora feminista la mirara y observara la negra oquedad de sus ojos, esta le diría.

Guapa, la vida que proyectas, que te parece tan sencilla y tan absurda, es mucho más difícil de lo que te crees. Si no despiertas, cuando quieras darte cuenta y agarrar el tren, será demasiado tarde. Lo que ves como un paseo, un lugar donde caerte muerta, es un carrusel de dificultades que pueden conducirte a querer tirarte por la ventana, o entrar lentamente en el mar con un camisón blanco, si así lo prefieres por romanticismo. La joven escritora feminista la miró y no dijo nada. El Hambre, se encendió un cigarrillo sin preguntar si en la casa de la autora promesa se podía fumar o no. Tirando una brizna de ceniza al suelo, prosiguió. Verás, las cosas van a ser cada vez más complicadas y esta idea del arte no está funcionando del todo.

Maldita Hambre mentirosa. La joven escritora no podía contestarle más allá de volcar su frustración sobre un mundo que nunca acaba de consolidar el feminismo ni el matriarcado. A mí todo eso me la trae sin cuidado, yo soy tan antigua como el mundo. Además, la mentirosa eres tú, todos lo saben. Y las que te aplauden son tan mentirosas como tú. En todos los viajes, en todos los caminos, yo estaba allí, mirándote.

La joven no pudo más que darle la razón y preguntar, qué puedo hacer para evitarte, qué tengo que hacer para que no vuelvas nunca más. No puedes hacer que no vuelva nunca más, pero puedes hacer que no venga tan a menudo. Tienes que ponerte a trabajar, a ganarte la vida, a dejarte de historias extrañas sobre ideales que nunca llevan a una consecución real y que solo son mentira. Vuelve a donde te quieran, vive la vida junto a las personas que amas, por encima del dinero, la fama o tu voluntad de ser algo o tu necesidad de que alguien te crea algo. Tienes que ser feliz en la infelicidad, en la vida gris que te proyecto para que camines hasta mí y te encuentres conmigo en un instante que nunca conocerás. Tienes derecho a soñar, pero será después de hacer todo lo que te he dicho y quizá lo consigas o quizá no, pero no podrás decir que tu vida no valió nada.

Bueno, creo que tienes razón. No puedo discutir contigo porque nunca dices la verdad ni la mentira, porque no hay excusa o dialéctica que te esquive cuando estás sentada en el sofá de mi casa y me da miedo de mi propia sombra, porque te adivino como un reflejo. Entonces me marcharé, pero recuerda lo que te he dicho, deshecha toda esa basura y aprende a vivir en el silencio, que es el enemigo acérrimo, más temido, que tengo.

Y tal como vino se fue. La joven escritora feminista lloró amargas lágrimas desesperadas y se sintió mejor. Retomó su teléfono móvil y miró algunos atardeceres en valles de ensueño que había colgado alguna de sus seguidoras feministas a quienes el Hambre no habría visitado aún, a juzgar por sus rostros felices e imbéciles.

Todo ha sido un sueño, se dijo. Nadie se ha sentado en mi sofá y me ha dicho todas esas cosas horribles, no las veo en mi pantalla, todo lo que la Muerte o el Hambre o como se llame hablara. Solo es mi imaginación. Se levantó de su silla, atravesó con un par de pasos el salón y vertió sobre su mano un antidepresivo que ingirió con agua. Siguió escribiendo su texto sobre la felicidad que daba ser una mujer pobre y trabajar como una negra, expresión que solo podía usar ella, a pesar de no ser negra, porque era hispana.

El Hambre miraba por la ventana desde la calle y se reía. No quiero meterme en una vida gris, escribía la joven escritora feminista.

Esa noche, como la anterior, la nevera estaba vacía.  

Orbaneja, el pintor de Úbeda

Antes de que el arte abstracto se inventara, de que Duchamp le diera la vuelta a un urinario, antes de que los galerista promocionaran las estrellitas de Miró, antes de los dadaístas y todo eso; antes, ya estaba Orbaneja, pintor de Úbeda. Cuando leí en su día este fragmento de El Quijote me maravilló tanto que lo copié letra a letra. Este es un homenaje a la mejor novela moderna.

Pasen y lean:

-Ahora digo -dijo don Quijote- que no habrá sido sabio el autor de mi historia, sino algún hablador ignorante, que a tientas y sin ningún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbajena, pintor de Úbeda; al cual, cuando le preguntaban qué estaba pintando, respondía: Lo que saliere («Lo que salga»). Por ejemplo, pintaba un gallo, de tal forma y tan mal hecho, que era necesario que, con letras góticas, escribiera debajo: «Esto es un gallo». Y así debe de ser mi historia, que tendrá necesidad de comentarios para entenderla.

P.E.: El Quijote reflexiona en el libro (1615) sobre la obra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que se publicó diez años antes (1605). Lo que hoy conocemos por El Quijote no son sino dos libros, publicados con diez años de diferencia. Quijote, el personaje, está preocupado porque la historia de sus aventuras, que Sansón conoce porque ya la ha leído, sea un libro complicado y pedante, donde al final no se entienda el sentido verdadero de su historia: un caballero andante que lucha por el bien de todos.

-Eso no -respondió Sansón-; porque es tan clara, que no hay cosa que sea dificil en ella (la historia del Quijote): los niños la manosean, los jóvenes la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran. De hecho, es tan sencilla, tan leída y tan sabida por todo tipo de gentes que, apenas han visto un caballo flaco, exclaman: ¡Aquel es como Rocinante!

P. E.: El bachiller Sansón Carrasco le dice al Quijote que la historia de sus aventuras, sin ser complicada, enriquece a todo el mundo y que se ha hecho muy famosa, como sucedió en la realidad. El Quijote de 1605 supuso un éxito en su época y rápidamente se hizo una obra muy conicida. Diez años después, en 1615, Cervantes juega magistralmente con la realidad y la ficción.

-No hay duda de eso -contestó don Quijote-. Pero muchas veces pasa que los que tienen mucha fama, merecidamente ganada por sus escritos, al darlos a la imprenta, la perdieron del todo o la perjudicaron en algo.

-La causa de eso es que -dijo Sansón-, como las obras impresas se miran despacio, fácilmente se ven sus defectos, y mucho más se analizan cuanta mayor es la fama de quien las escribió. Los hombres famosos por su ingenio, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más de las veces, son envidiados por aquellos que tienen por gusto y por entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado sus propios escritos a la luz del mundo.

P. E.: Otra de las preocupaciones de Cervantes expresadas aquí por el Quijote es que, al hacerse su obra tan famosa, iba a ser mirada con lupa y criticada por los envidiosos. Eso de hecho sucedió y son célebres las disputas entre el novelista y el círculo de Lope de Vega, a quien se les atribuye la publicación del Quijote falso, el llamado Quijote de Avellaneda (1914). Pese a los malos rollos, si no fuera por Avellaneda, quizá Cervantes nunca hubiera terminado la historia que lo haría mundialmente admirado.

-No hay que extrañarse de eso -dijo don Quijote-; porque muchos ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

-Todo es así, señor don Quijote -dijo Carrasco-; pero quisiera yo que estos criticadores fueran más amables y menos escrupulosos, y que consideren el mucho mérito que tuvo el autor por dar a la luz una obra lo menos oscura posible. Quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a veces hacen más hermoso el rostro que los tiene. Admito que es muy grande el riesgo al que se expone un autor que decide imprimir su libro, siendo del todo imposible escribirlo de tal manera que contente a todos los que lo vayan a leer.

P.E.: Sansón Carrasco será más adelante en la novela el Caballero de la Blanca Luna, quien derrotará al Quijote en un duelo en la playa de Barcelona. A cambio, Sansón le pedirá al Quijote que vuelva a casa y deje el loco sueño de la caballería andante. Todo es una estrategia de sus amigos para que el Quijote vuelva a casa con sus seres queridos y no se escape otra vez en busca de aventuras. A pesar de sus locuras, nuestro inmortal caballero es un hombre bueno, que comete el delito de querer un mundo mejor.

Este es un trocito minúsculo de la mejor novela que aún puede leerse en este orbe. Es tanta la inspiración, el acierto, el adelanto, que cuando uno relee algún fragmento de El Quijote se queda maravillado con la inspiración y la humildad de su autor. En este texto hemos querido traducir el castellano de la época al español actual, restaurando las expresiones más difíciles y oscuras sin romper la magia del texto. Un trabajo de este tipo debería hacerse, me encantaría hacer, para llevar la obra de Cervantes al gran público, que es lo que él quería. Se suele pensar que El Quijote es un libro complicado y aburrido, solo para eruditos con corbata. Nada más lejos de la realidad. Lo único que dificulta la recepción de esta obra es el paso de los siglos por la lengua castellana, que hemos querido sortear en esta traducción. Para los que quieran el fragmento original, disponen de ella al final de este textículo.

Cervantes es el filósofo más universal que han dado nuestras letras. Si hubiera conseguido acercarlo, no habría conseguido poco.

Firmado,

Pobrecito Escribidor (P.E.)

Fragmento original:

-Ahora digo –dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: “Lo que saliere”. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: “Este es gallo”. Y así debe de ser mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.

            -Eso no –respondió Sansón-; porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto un rocín flaco, cuando dicen: “Allí va Rocinante”.

            -No hay duda de eso –replicó don Quijote-; pero muchas veces acontece que los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus escritos, en dándolos a la estampa la perdieron del todo o la menoscabaron en algo.

            -La causa deso es –dijo Sansón- que como las obras impresas se miran despacio, fácilmente se ven sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo.

            -Eso no es de maravillar –dijo don Quijote-; porque muchos teólogos hay que no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o las sobras de los que predican.

            -Todo eso es así, señor don Quijote –dijo Carrasco-; pero quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren.

Efímero amoR en Roma eterna

I

Roma es una ciudad bastante sucia. Llegué un lunes por la tarde y me sorprendió el paisaje que cruzaba frente a mí durante el trayecto del aeropuerto al centro de la ciudad: los suburbios aledaños a las vías del tren estaban especialmente sucios, pintados con grafiti, máquinas tiradas y herrumbrosas por doquier. Me parecía estar viajando a un pueblo del Sur, no entrando en una capital europea, nada menos que la Ciudad Eterna.

Llegué al hotel y un tal Damiano me esperaba para entregarme las llaves de mi habitación. Plaza Pío XI. Me parecía que el lugar sería especial por encontrarse a apenas dos quilómetros de la Ciudad del Vaticano. No obstante, daba la sensación de estar muy alejado. Las calles eran comunes, un paisaje de periferia con sus aceras de asfalto y sus contenedores repletos de basura donde buscaban suerte los extracomunitarios. Quise hacerle notar a Damiano mi desazón y asegurarme de que el centro se encontraba tan cerca como lo situaba el mapa, en efecto, Internet no me había mentido. En apenas cinco paradas de autobús, uno se encontraba atravesando las aguas del Tíber.

El recepcionista era fumador y lucía un paquete de tabaco en el bolsillo delantero de la camisa. Me pidió la documentación y yo, mientras tanto, le hacía preguntas al respecto de dónde conseguir las cosas que se me habían olvidado en casa: un cargador para el teléfono, un supermercado con droguería, un banco, un sitio para comer-cenar dado que llevaba todo el día con el estómago vacío. Con una voz rota y viril, como la mía -no sería mucho mayor que yo-, Damiano me informó en itañol (mezcla de dos idiomas hermanos) donde se encontraba todo lo que yo quería: el sitio más lejano estaba a apenas dos minutos andando desde el edificio donde me hospedaba. Después de todo, me alegré de que el centro se encontrara al otro lado del río, habría sido difícil para mí realizar todos los recados de forma ágil si me hubiera encontrado en una calle donde solo hubiera comercios de souvenirs. Salimos juntos del edificio dado que Daminao acababa su turno a las ocho en punto y ya eran las siete y cuarto. Luego me quedé solo.

Cené una carbonara y demás está decir lo buena que estaba. Lo único que no me gustaba, a pesar de no encontrarme en la ciudad vieja, es que en el restaurante sólo había clientes del norte de Europa, turistas como yo a quienes clavarían una factura demasiado alta por unos platos que creeríamos auténticamente italianos. Pero, en fin, yo estaba cansado por el viaje y de buen humor por llevarme algo al estómago.

Venciendo la tentación de irme al hotel a descansar, crucé la calle y me subí al primer autobús que se dirigía al centro. Previamente, había pasado por un banco donde me fue imposible sacar efectivo. No había otra sucursal a la vista, así que me subí al vehículo con la esperanza de poder pagar mi billete con tarjeta de crédito. Al mostrarle mi intención al conductor, este me miró por encima del hombro, hizo un gesto de indiferencia, miró al frente y cerró las puertas del autobús. Me quedé algo sorprendido, sin entender bien lo que pasaba. Una chica, a mi lado, vio la escena y me informó en inglés que los autobuses no aceptaban el pago con tarjeta. Pero yo ya estaba subido, le hice notar, y ella me instó a no decir gran cosa y dejarme llevar gratis por las calles de Roma. Me preguntó dónde iba y le contesté con el nombre de una pizzería: Trastevere.

Resulta que ella, cuyo nombre nunca me dijo, trabajaba cerca y nos bajábamos en la misma parada. Era enfermera en uno de esos hospitales que, luego lo confirmé, parecían sanatorios de la Edad Media -no me gustaría estar ingresado en uno de esos. La buena conversación hizo que el tiempo pasara volando y, llegados al río, me indicó por dónde tenía que seguir mi camino a pie. Pensé en intentar coger el número de aquella chica pero yo ya tenía un amor en Roma, la persona que me había recomendado que, aquella primera noche solo, me dirigiera al barrio bohemio, que seguro que te piac(h)erà.

Trastevere significa “tras el río Tíber”. Como en otras ciudades fluviales donde yo había pernoctado -Madrid, Londres- los barrios situados al otro lado del río -Carabanchel, Hammersmith- eran mucho más pobres y no tenían nada que ofrecer a los turistas. Pero en Roma la pobreza es una gala. Mientras bajaba el paseo junto al ancho río, observaba cómo caía la tarde bajo los grandes arcos de los puentes. Allí se preparaban para recibir otra noche húmeda algunos vagabundos solitarios, separados entre sí entre puente y puente. Cuando pisé por primera vez el barrio, la música me invadió por todos los flancos. La gente se arremolinaba en una plaza de donde partían varias calles sinuosas hacia todas las direcciones. Supe que había llegado a mi destino y, para asegurarme, le pregunté a una transeúnte, señalando con el dedo, con los ojos iluminados y los oídos encendidos, si aquello de allí era Trastevere. Me contestó que sí.

Nunca consulto las guías de viaje cuando visito un lugar. En ocasiones, como en este caso, tenía información de algunos monumentos por haberlos estudiado en los libros de historia, pero apenas sabía dónde se encontraban. Me gusta dejarme llevar por las calles, por la vida, y encontrar lo que Fortuna quiera. No tengo interés en meterme en un lugar emblemático si algo no me ha llevado allí. En otras ciudades uno corre el riesgo de no encontrar nada, de acabar en un espacio liminal, pero en Roma uno lo encuentra todo.

Guiado por el ritmo de las calles donde artistas entonaban canciones que yo conocía -rock clásico principalmente o tangos de Gardel- me iba internando por entre los muros de las estrechas avenidas. Como era el barrio bohemio, no me costó demasiado encontrar un estanco; como era un barrio turístico, tampoco me supuso ninguna dificultad sacar, por fin, dinero. Demás está hablar de la preciosidad del sitio para quien encuentra en la decadencia un aroma cálido y embriagador. Siguiendo la música de los artistas desconocidos, atravesando puestos de pasta donde se formaban largas colas de turistas centroeuropeos hambrientos, encontré una plazuela sin saber que me quedaría allí hasta que cayera la noche.

Había una tienda de campaña verde-militar y dos militares con sendos subfusiles, una iglesia, restaurantes, bares, puestos callejeros de bisutería y mesitas de playa donde tres hechiceros -dos brujas y un mago- echaban las cartas delante del portal de la iglesia. Me resultó curioso este hecho dado que sabía que la religión católica considera pecaminoso y satánico el uso y el consumo del esoterismo: pero, en Roma, Dios y el Diablo convergen en la misma sucia vía. Un rastafari negro tocaba maravillosamente la guitarra y nos íbamos arremolinando bajo sus notas, asistiendo a una misa pagana que me llenaba los ojos de lágrimas y me ponía el vello de punta. La voz de aquel tipo, el modo en el que golpeaba la guitarra y arrancaba de ella los acordes, era tan especial y genuino que el músico que lo acompañaba, un hombre blanco con sombrero de cowboy y guitarra eléctrica, parecía que no tuviera ni idea de hacer música. Al cabo de un tiempo indeterminado -quince minutos o una hora- continué mi camino dejando la plaza tras de mí. Encontré otra donde se celebraba un concierto por la paz: entidades católicas de toda Europa se reunían para clamar por la convivencia y por su supervivencia. Soy consciente de los horrores del catolicismo y de la Santa Madre Iglesia, pero no podía evitar una sonrisa de oreja a oreja, hacer fotos y saltar con el párroco joven que llevaba la batuta de la orquestra rock católico y virginal. En la enésima iglesia, un mosaico dorado en lo alto de la fachada mostraba santos personajes rodeados de pan de oro y palmeras. Continué mi camino, pero volví sobre mis pasos cuando se acabaron las calles peatonales y se ensancharon para que cupiesen coches. Aquello no me interesaba, volví donde los tarotistas y me senté en el portal de la iglesia, justo detrás del rastafari que mezclaba el tema No Woman No Cry de Bob Marley con Let It Be de Paul McCartney.

Luego, cuando el rastamán recogía sus bártulos, dos guitarristas más mediocres se pusieron a interpretar canciones más actuales, a los que nadie parecía prestar atención excepto yo, que estaba justo detrás de ellos, con un gin tonic en un vaso de plástico y un cigarrillo en la otra mano. Solté las amarras de mi alma y me llené de la noche romana.

Estaba en otro país, completamente solo, pero no me lo parecía. No echaba de menos a nadie. Quizá mi posible acompañante no habría entendido mi afición por la música en directo de ahora, ayer y siempre; tampoco se había arriesgado a fumar tabaco de liar y a beber un cubata delante de un puesto del ejército -los cuales no me dijeron nada, como ya supuse. Al día siguiente iba a reunirme con otra Roma. Pensé entonces que si la cosa se torcía y la cita no resultaba como era deseable, lo cual era un riesgo evidente, no me importaría disfrutar el resto del tiempo así, entregado a la ciudad en cuerpo y alma.

Al cabo de tres copas, la música se terminó. Era un buen momento para volver al hotel y al fin, descansar, pero quise hacerlo por el camino más largo. No conocía el barrio, así que rápidamente me perdí por calles sorprendentemente oscuras que inquietaban al misterio. Al cruzarme con los paseantes no podía distinguir su rostro, éramos sombras los unos para los otros y sentía que su desazón era el mismo que el mío al mirarnos furtivamente. Sabía que el río quedaba a la derecha y lo encontré torciendo la primera calle. No andaba lejos y una vez junto a la margen de piedra divisé no muy lejos un puente antiquísimo e iluminado. Bastantes paseantes lo cruzaban y me dirigí hacia él. Cualquier parada de autobús era buena para mí dado que no sabía cuál era la buena.

La brisa me acariciaba mientras cruzaba hacia la parte noble y antigua de la ciudad. Frente a mí, una calle sinuosa, aunque esta vez más recta que al otro lado del río, se torcía más adelante y la seguí sin saber qué encontraría unos metros más allá. De una tienda salía música de AC/DC y la dependienta me invitó a entrar. Aproveché para preguntar dónde tenía que coger el autobús y me dieron indicaciones lo suficientemente vagas para llegar a mi próximo alto en el camino y no irme todavía a descansar los pies.  

Tuerce a la derecha y continúa recto, cuando llegues a una calle que cruza, la parada está a la derecha de nuevo. Encontré la avenida transversal por donde pasaban taxis y coches y me asaltó, otra vez, la música. En un bar que hacía esquina, había gente bailando en la puerta un rock and jazz antiguo y muy bien ejecutado. Miré hacia dentro y unos músicos -saxo, batería, guitarra, contrabajo, cantante femenina- lo daban todo como si solo existiera aquel último local sobre la Tierra. No pude resistir la tentación de entrar y pedir una ginebra con tónica. El dueño del local, bastante exclusivo, me dedicó una mirada de desprecio y me cobró diez euros por una copa demasiado sencilla para su buen gusto. Pero me daba lo mismo, no me incomodaba estar sentado rodeado de ricos ignorantes porque yo estaba allí por la música, que era fantástica. Me senté en la barra frente a los músicos, que imaginé tan pobres como yo, y me dediqué a emborracharme con su actuación por la que habría pagado todo lo que me quedaba en el bolsillo.

Más tarde, salí del local en busca de la parada de autobús. Dos señoras italianas habían salido de fiesta y les pregunté cómo llegar a la plaza donde se encontraba mi hotel. Me informaron de que debía bajarme al cabo de unos diez minutos y esperar allí a un autobús que me llevaría, seguramente, a Pío XI. La conversación con ellas era muy aminada. Me dijeron que aquello era Roma y que no tuviera prisa a que llegara el autobús, yo me reía y contestaba que no tenía prisa ninguna, que tenían una ciudad maravillosa. No tardó demasiado y, una vez dentro del transporte público gratuito, me explicaron singularidades de los edificios que íbamos dejando atrás dado que ambas eran guías turísticas y yo no tenía ningún reparo en preguntarles por las bellezas que veíamos de pasada. El dato que más me impactó fue cuando pasamos por delante de un sanatorio, todavía en funcionamiento, que constituía il primo ospedale in tutta Europa.  

Bajé frente a los muros de la Ciudad del Vaticano a esperar el siguiente autobús. Como no estaba seguro de si me llevaría a mi hotel, pregunté a un extracomunitario que esperaba en la parada. El hombre, muy amablemente, me contó que él iba en mi misma dirección y que me avisaría cuando llegásemos a Pío XI. Yo hacía tiempo que no tenía batería en el móvil, así que dependía de la buena voluntad de los romanos para llegar.

Nunca me sentí solo, jamás aburrido. Más bien al contrario, si todos los días iban a ser como esa tarde y esa noche: fermati, istante, sei così bella. Al cargar mi teléfono, mi amiga me había llamado varias veces, preocupada por mi situación: yo en una ciudad desconocida y sin contestar. No pasaba nada, tranquila, me lo había pasado bomba.

Y solo era el principio.

II

Quedamos en vernos al día siguiente. Debía recogerla en la estación de Termini sobre las diez y media de la mañana. Que descanses. Tengo ganas de abrazarte. Adiós. Bacio.

Me desperté emocionado por el nuevo día. Tomé una ducha y me dirigí hacia la parada de metro, que quedaba a unos pocos pasos del hotel. Empezaba a enamorarme también de ese barrio de la periferia. La vida se desarrollaba con normalidad un día entre semana. Antes de bajar las escaleras del suburbano, entré en una cafetería cualquiera, antigua, como las que hay en España: barra de metal y taburetes de contrachapado. Pedí un café solo y sólo necesité mirar la antigua cafetera para darme cuenta de que estaría buenísimo, ni mejor ni peor que en mi país, si uno sabe dónde encontrar lo bueno. Lo mejor no fue el sabor del café, fue que su precio estaba por debajo del euro, Ottanta, dijo la vieja matrona, y yo entendí que sólo me pedía ochenta céntimos por mi café solo.

Al salir a la calle, el cielo me parecía más azul y las nubes más blancas. Bajé las oscuras escalinatas hacia el andén y me subí al primer tren que me llevará a Termini. El vagón estaba vacío, supuse que los romanos preferían moverse en coche, en vespa o en autobús, que salía gratis. Podía haberlo intentado, pero no quería fallarle a mi Roma.

Subí al edificio y me uní al río de gentes que iban de un lado a otro, buscando su destino. Me llamó la atención los altos techos y la cantidad de negros que poblaban el vestíbulo principal. Aquel lugar era su centro de operaciones y le otorgaba al espacio un aire de zoco africano en pleno centro de la capital del catolicismo. Todavía me quedaba tiempo, así que decidí buscar una floristería y compré una rosa roja. Verme paseando por la estación, bastante descuidada, pero populosa de Termini, con una rosa en la mano atraía la mirada de algunos transeúntes, también de los negros, y todo el mundo sonreía.

Habíamos quedado en vernos en una de las entradas de la estación. Al llegar vi que era la menos concurrida. Algunos taxistas hacían tiempo, esperando los clientes a la sombra. La temperatura era primaveral y no había demasiado ruido en el ambiente. Un poco antes había divisado un McDonald’s encastado en un muro milenario. Las palomas antiquísimas se arremolinaban nerviosamente en busca de alguna patata frita americana. Empezaba a esbozar aquellos contrastes en mi cabeza cuando vi aparecer a Sofia.

Vestía un vestido apretado con volantes, que ceñía sus pechos decididos y su cintura breve. Sus caderas eran generosas, pero sin exagerar. Sus piernas no eran largas, pero estaban bien torneadas y morenas. El pelo castaño le caía sobre los hombros, recogido en una pinza por detrás. Sus ojos eran grandes y sus labios carnosos. Sofia era siciliana y yo creía ver la honda tradición mediterránea en sus rasgos levemente afilados, en la nariz casi prominente que comparten los árabes, los judíos y los cristianos del sur. Son nuestros defectos los que nos hacen adorables, y a mí ella me parecía el colmo de la belleza bajo aquella mañana italiana. Como había visto la rosa, a medida que se acercaba, reía afectuosa y yo supe que ya estaba todo hecho. Llevábamos un año sin vernos, la vez anterior en Barcelona. Ella era turista y yo trabajaba para el turismo. Muchos meses sin contacto y sin demasiada confianza, pero los dioses paganos otorgan su bendición a los corazones valientes y, cuando la tuve entre mis brazos, la besé, nos besamos en un largo y apasionado beso que se terminó cuando ella miró, y yo le di, la rosa. Oh, dijo con una expresión de alegría. Y volvimos a abrazarnos bajo la mirada atenta de los taxistas y de los negros, que entonces pensaban que yo era el tipo más afortunado del mundo conocido. Sofia me dijo que estaba más gordo, reí y nos fuimos.

No tardamos mucho en llegar a mi hotel por el mismo camino por donde había llegado. Sentados en el metro nos abrazábamos de vez en cuando y nos poníamos al día, ambos nerviosos y excitados por lo que teníamos entre manos. Hubo algunos momentos de desenfreno bajo el subsuelo romano, en el casi solitario vagón de metro, que suavizábamos con conversaciones intrascendentes sobre el trabajo o mi viaje. Ella se dedicaba también al turismo en un hotel de lujo en una villa cercana, Civitavecchia, a una hora de allí. Yo le conté mi noche anterior por el barrio del Trastevere.

Subimos hasta la habitación en relativa calma, como si fuéramos solo dos amigos que han quedado en verse inocentemente. Saludamos a Damiano en la recepción y me miró con cara de Será cabrón. Hablaron un momento Sofia y él en un italiano rápido que entendí a medias. Corté la conversación alegando prisa, temeroso de que la conversación se alargara demasiado y enfriara los planes que ambos teníamos en mente.

Muy castamente, traspasamos la puerta de mi habitación y, al cerrarla, la castidad quedó fuera. Nos abrazamos como su fuéramos los últimos seres humanos sobre este mundo, nos besábamos como si estuviéramos sedientos y quisiéramos beber de la boca del otro. Mientras mis manos recorrían su cuerpo por debajo de la ropa, sentía su respiración, caliente, su lengua húmeda sobre mi cuello. Su carne era suave, tierna, cálida. Sus manos eran femeninas pero fuertes, nobles manos de mujer a quien no se le caían los anillos por trabajar, por manejarme. Me deshizo el cinturón y los pantalones cayeron al suelo como las hojas. Me quitó la camiseta y miró mi cuerpo, lejos del ideal hercúleo, pero vital y lleno de hambre. La liberé del vestido como de un velo mágico y caímos sobre el lecho de la cama. Le quité el sostén con delicadeza y sus pechos se revelaron más pequeños de lo que prometían. Ella descubrió mi desnudez también y nos quedamos un momento, un leve segundo, observándonos. Los defectos de la carne, aquellos que nos hacía humanos y que la ropa tapaba, nos juntaban en una unión divina.

Con delicadeza, le quité lo que quedaba por descubrir y nos fundimos en dos besos simultáneos, el de la boca y el de los sexos. El tiempo pasa a ser relativo cuando se producen contactos de esta clase, estuvimos un rato yendo y viniendo, oliéndonos, lamiéndonos, comiéndonos cada vez más fuerte y más duro. Antes de que todo terminara, cambiamos de postura. Divisé el lecho y las sábanas blancas revueltas. Su maleta miraba la escena desde una esquina como un gato negro, las paredes eran azules y el cabezal de la cama blanco. En la parte inferior de la espalda, Sofia lucía un tribal tatuado, muy típico de la época de los dos mil. Ella había sido una chica de barrio, como yo. Eran muchas las coincidencias que, sin saberlo, nos conciliaban. No pensé demasiado en todo ello y me uní de nuevo a ella desde esa perspectiva. La tomé suavemente del pelo con una mano y con la otra la acariciaba de arriba abajo, desde la espalda hasta el muslo. Poco a poco fuimos subiendo de intensidad de nuevo y miré todos los detalles de la pared azul para no terminar antes que ella. Por la forma en que arqueaba hacia fuera la espalda, por la voz entrecortada como me hablaba, supe que el momento estaba cerca. Apuré las últimas fuerzas de mi concentración y la sentí explotar de un modo elegante, sin exageración pero con intensidad. Llegados a este punto, no lo resistí más y le manché en varias oleadas el tribal que lucía sobre su espalda morena.

Llegó la calma, se hizo el silencio, casi se apagó todo. Poco a poco fueron volviendo los colores y las luces de mundo. Allí estábamos, uno encima del otro, sucios y felices, cansados pero contentos. Mucho tiempo, me dijo. No entiendo, le contesté. Mucho tiempo sin… Me miraba con sus ojos grandes y sus labios carnosos. Era una mujer atractiva, seguro que tendría a muchas babosas detrás de ella, como todas, pero extrañamente me había escogido a mí. Me parecía un misterio, No entiendo, dije.

Se levantó divertida y entró en el baño. En su ausencia, yo miraba la luz del medio día que entraba por la ventana. Me parecía curioso el grado de complicidad se producía cuando se intimaba con una persona desconocida, se entraba en otra dimensión diferente y ya nada volvía a ser igual entre esos dos seres. Sofia y yo conocíamos la desnudez del otro y eso parecía situarnos en un plano diferente. Cuando saliéramos de la habitación tanto Damiano como cualquiera sabría que ahora éramos algo más que amigos castos.

Se metió en la cama conmigo y hablamos de nuestra vida. Ella había estado mucho tiempo sola, y yo también. Trabajaba mucho y tenía poco tiempo libre, y yo tampoco. Tenía el sueño de viajar a España y supuse que ese era mi mejor baza. Para muchos extranjeros, el simple hecho de hablar bien el español constituye un atractivo que la mayoría no sabe aprovechar. Le dije que a mí no me importaría vivir en Roma para siempre, que me encantaba la ciudad, la gente, la vida y, por encima de todo, ella, exageré. Le gustó y me contó que había sufrido mucho en Italia. Sentí una honda pena, que casi me movía a las lágrimas, y la abracé de nuevo, la besé de nuevo, me endurecí nuevamente y ella se dio cuenta. Esta vez, en vez de repetir el mismo baile de antes, fue ella quien tomó la iniciativa y me dejé llevar. Vi sus bellos ojos alejarse de los míos sobre mi vientre, vi su melena caer sobre mis muslos, su nariz contra mi piel, sus labios generosos y su lengua caliente y húmeda bajo mi ombligo. Si el éxtasis era posible, era sinónimo de aquello. Solo se oía ese acuoso y suave sonido, como de peces en una balsa tranquila. Yo respiraba y simplemente disfrutaba del regalo que ella me hacía, de vivir.

Terminamos pronto. Teníamos prisa por salir y visitar la ciudad. Empezamos a tener hambre por la actividad pero no prisa por comer. Decidimos coger un autobús e irnos, de la mano, a perdernos por las calles de la ciudad vieja, del amor en la Roma eterna.

III

Solo disponíamos de un día. Sofia pasaría la noche conmigo y al día siguiente nos marcharíamos, ella a su trabajo y yo a mi país. Se trataba de un amor solo posible en el siglo de los vuelos de bajo coste y los teléfonos móviles, al menos para dos ciudadanos de clase media. Miraba la ciudad pasar en los ojos de ella. Al apearnos estábamos en una zona de anchos muros y hondos fosos, una fortaleza inexpugnable de la época de los grandes emperadores. La ciudad romana de extendía, pero solo buscábamos un sitio donde comer pasta y reponer fuerzas. Terminamos en un restaurante para turistas. Los camareros se sorprendían al ver que ella era italiana y yo español, normalmente la historia se producía a la inversa por la escasa confianza de mis compatriotas, supuse.

Paseamos por el Foro, en cuya área cabía todo el casco antiguo de Tarragona. Ambas ciudades, la mía y la de Sofia, eran hermanas de la misma época. Roma era la mayor pero no única heredera del pasado glorioso que una vez compartimos los mediterráneos. Visitamos el Coliseo y, contra todo pronóstico, no me sorprendió. Yo buscaba un arco por donde la luz azul del mar se colara por entre las piedras, como sucedía en el Anfiteatro de mi ciudad, pero no lo hallé, y me decepcionó sin quererlo. Observé que las gaviotas eran muy confiadas, casi violentas, con la inteligencia malvada de esos simios que pueden verse en documentales sobre templos en países de Oriente; gaviotas milenarias que por centurias habían visto pasar turistas de todas las épocas y países.

Visitamos la ciudad del Renacimiento y el Barroco. Plaza de España y la Fontana di Trevi. Extrañamente no me sorprendió ni me sobrecogió la belleza armoniosa del siglo de oro. La Fontana me pareció pequeña y demasiado blanca, como de yeso. Tan limpia y conservada que no encajaba con el espíritu decadente de la ciudad. Todas las iglesias estaban abiertas y se podían visitar. Entramos en una cercana a la plaza y Sofia se arrodilló a la entrada. Sus piernas se mostraron en toda su generosidad bajo la falda del vestido al realizar la genuflexión y a mí, dentro del templo y bajo la mirada atenta y balsámica de nuestro Dios hecho hombre, me pareció esa visión el sumun del erotismo. Nos mantuvimos a cierta distancia mientras paseábamos por la casa de Cristo y al salir al cabo de poco rato la abracé con el deseo renovado, Sofia se sorprendió y rio contenta.

Vimos el Panteón y demás monumentos hasta que empezó a caer la tarde. Caminamos unos cuantos quilómetros y al llegar a la plaza de san Marcos, frente al parlamento y la columna trajana, nos sentamos en un parque. Comiendo un gelato, ella me contó la historia de su exnovio. El tipo era policía y le había puesto los cuernos. Después de muchos años, él la había repudiado y no podía volver a su isla con la misma cara, porque todavía funcionaban en aquel mundo algunas tradiciones antiguas e injustas. Yo la miraba en silencio y sentía cierta tristeza por la realidad que nos iba circundando a medida que la noche se acercaba. Iba llegando el momento de la despedida y el sueño se terminaría, como una vez había caído el sueño del Imperio Romano, a pesar de Trajano.

Volvimos al hotel más taciturnos y cenamos en cualquier sitio. Estábamos realmente cansados por la actividad y aún nos quedaba el día siguiente. Teníamos ganas de abrazarnos hasta ahuyentar la dulce tristeza que había llegado con las nubes que amenazaban lluvia. Subimos a un autobús y tomamos uno que iba en dirección a Pío XI.

Como el hotel quedaba a pocos minutos de la Ciudad del Vaticano, estaba de camino. Era tarde y no habíamos cenado, empezaba a hacer frío pero quizá aquella sería la última noche en Roma para ambos. Nos bajamos en la ciudad santa y al poco estábamos en mitad de la Plaza de San Pedro. No había nadie, era oscuro y empezó a llover muy fuerte. Nos refugiamos bajo los porches curvados. La llamaron y Sofia anduvo hablando por teléfono un rato. Mientras, yo paseaba por entre las columnas y miraba aquella plaza que había visto tantas veces en las noticias, pensando en qué sobrecogedora era cuando llovía. En aquel viaje no visitaría el interior del Vaticano, no me importaba. El turismo salvajemente organizado estaba lejos de mi romanticismo salvajemente desorganizado.

Este es el lugar perfecto para el final de una película. Le dije cuando se acercaba. No me reveló el motivo de la llamada ni tampoco quise saberlo. Al fin y al cabo, éramos dos extraños en un mundo extraño bajo la mirada atenta de estatuas extrañas sobre los tejados. Ella tenía frío y me abrazó. Era el momento de volver al hotel y descansar.

Las calles se convirtieron en ríos y los autobuses en vehículos acuáticos. Llegamos al hotel con los pies mojados y con el frío dentro del cuerpo. Entramos en el plato de ducha y nos amamos por última vez en aquel día. De pie y cansados, pero aún vivos.

Dormimos del tirón hasta el día siguiente. La llegada del nuevo amanecer significaba el fin de nuestra historia, pero ninguno de los dos se lo hizo saber al otro. Un poco taciturnos, preparamos el equipaje y bajamos a buscar un sitio donde desayunar. La mañana, después de la lluvia, se presentaba transparente y limpia. Nubes blancas, esponjosas, surcaban el cielo azul. Como no sabíamos dónde tomar un café, dimos una vuelta por el barrio. En la mitad de una cuesta se hallaba el estudio de un viejo pintor.

Un señor mayor vendía sus paisajes marítimos en un almacén polvoriento. Todos los cuadros, en diferentes tamaños, tenían los mismos motivos: el mar, unas barcas, la arena de la playa, el cielo azul. No era ni mucho menos el negocio de un galerista, sino más bien el de un maestro alfarero que, en este caso, se dedicaba a pintar paisajes. Había algo mágico en aquellos lienzos, que por otra parte no eran muy caros. Como no quería irme de la ciudad sin un recuerdo, decidí entrar en la tienda y ver si podía llevarme un poco de Roma a casa. Sofia y el viejo pintor estuvieron hablando mientras yo observaba las pinturas. Escogí una en formato pequeño y le hice saber al caballero que quería esa. Me dijo, en un italiano ininteligible, que había hecho una buena elección, porque le gustaba especialmente de ese lienzo cómo le habían salido las nubes. Ya nadie mira las nubes, porque todo el mundo mira los móviles, nos dijo con su lengua antigua. Cuando me disponía a pagar, y a dejar al viejo y el mar con su melancolía, Sofia no me dejó.

Salimos cargando el pequeño cuadro, que no era mayor que una fotografía, y seguimos la calle buscando la ciudad. Todavía nos quedaba la mañana y podríamos compartir los últimos momentos del día juntos antes de separarnos, quizá para siempre. Ambos sabíamos, en el fondo de aquella mañana, que lo nuestro no tenía el más mínimo futuro, que dioses extraños habían unido nuestros caminos y que pronto estos llegaban a su fin. A pesar de haber disfrutado tanto del tiempo juntos, la felicidad estaba en lo efímero.   

Antes de separarnos, dimos un paseo por un parque cerca del Tíber. Muchos cuentos en mi vida han terminado así, con un río al fondo del cuadro. Hablábamos de asuntos intrascendentes, sabiendo que pronto volveríamos a la estación de Termini para coger dos trenes con destinos diferentes. Pero de momento era media mañana e íbamos cogidos de la mano. En un banco del parque, un violinista tañía una bella canción que emocionó mucho a Sofia. Se recostó contra mí y la estreché con mi brazo con más ímpetu, mientras mirábamos la música a poca distancia. Esta iba a ser la canción de mi boda, dijo en italiano, y entonó la dulce melodía mientras sonreía tristemente.

La puse frente a mí y coloqué sus brazos sobre mis hombros y mis manos en su cintura. Bailamos muy cerca y despacio, al ritmo de las largas notas, como si ese fuera la noche de nuestra boda: un día que no olvidaríamos nunca. Por un momento, mientras duró la música, ella y yo bailábamos en una sala llena de amigos y familiares, de caras radiantes de alegría y de contento por nuestra unión. Ella vestía de blanco y yo de negro, éramos felices y siempre lo seríamos. Puso su cabeza en mi pecho y yo mi sien contra su pelo. Cerramos los ojos y el tiempo se detuvo en la eternidad de ese instante tan bello.

Cesó la música y dimos unas cuantas monedas al chico del violín. Estuvimos hablando un poco con él, era un estudiante que había ido a Roma en busca de un golpe de suerte, en busca de fama y dinero, lo cual tardaba en producirse. La vida es así. Nos da todo y nos lo quita, nada se puede hacer, sólo que vivir el momento. Sofia estaba radiante. 

Mientras conversaban, miré en torno a mí y vi el río, los puentes, las estatuas, los tejados, las nubes efímeras. Roma es una ciudad bastante sucia, y como el amor: eterna.  

Escribir para los amigos

Uno escribe para que lo quieran sus amigos. Esa frase del escritor Gabriel García Márquez me ha dejado pensando muchas veces. El pasado viernes, aparqué mi coche en el centro de la ciudad y me dirigía, cavilando esta sentencia, hacia la presentación de la última novela de Fernando Parra Nogueras, en la librería La Capona. Eran las seis y media de la tarde, hasta en punto, disponía de tiempo.

A menos veinte había recorrido el trayecto que me separaba del instituto, donde trabajo y aparco, hasta la calle de la librería. Como en la misma calle está la Biblioteca Pública, entré en el viejo edificio para pasar el tiempo mirando las novedades. Ninguna era el nuevo libro que se iba a presentar a doscientos metros más allá, pero no me extrañó.

Fernando Parra Nogueras es el segundo mejor novelista, vivo, tarraconense, que puede leerse en la actualidad. De ahí mi interés por verlo de cerca. Les había dicho a algunos de mis amigos y conocidos si querían acompañarme, pero un viernes por la tarde es un mal día para la literatura y nadie quiso venir conmigo. Aunque yo de Fernando no he leído (aún) ningún libro, conozco sus artículos de El Diari, que luego aparecen en su web, lo sigo en redes y estoy al día de lo suyo. Por eso sé que él es la propuesta narrativa más apetecible de esta maravillosa ciudad literaria, aunque viva en Alicante. 

En estas cavilaciones, salí de la biblioteca y llegué a la librería. Había un reducido grupo de personas en la puerta del establecimiento, alguno con sombrero nuevocentista. Nuestras miradas se encontraron un momento, casi me saludaron. Entré directo y fingí mirar las novedades. En uno de los estantes se exponía la obra, ahora sí, de Fernando Parra Las cinco vidas del traductor Miranda (Ed. Funambulista). Eché de menos los otros libros del autor, que yo quería adquirir, como El Antropoide (ed. Candaya) y Persianas (Ed. Funambulista). Mientras, por el rabillo del ojo, no perdía detalle de los personajes de la concurrencia. Gente de entre cuarenta-sesenta años iba llenando la librería y, las más de las veces, se saludaban con dos besos despaciosos. Parecían conocerse entre sí, todos eran amigos y, lejos de sentirme extraño, me gustaba, aunque yo no conociera a nadie. Una vez saludados, empezaron a dirigirse escaleras arriba.

Para ser un buen cronista, uno tiene que saber ser un fantasma: moverse entre los personajes como un narrador en tercera persona, observar lo que sucede sin alterarlo. Ocupé una de las últimas filas, intenté que no se me viera mucho para ver yo lo mejor posible. Fernando saludaba a los presentes de forma afectuosa. Estaba cansado del viaje que había realizado con su mujer. No tenía voz, pero sí brazos para echarlos sobre un par de niñas que habían acompañado a los abuelos, o a los padres, a la librería y que él conocía. La escena me resultó emotiva y se desarrolla en mi memoria a cámara lenta, como si fuera la escena de una película navideña. Soy un hombre cálido y tierno, decían sus gestos y mirada, Estoy un poco cohibido, amigos, pero contento de que estéis aquí

Poco a poco, los bultos fuimos tomando asiento, ocupando las sillas azules. Hubo un pequeño problema de aforo, más localidades fueron necesarias y rápidamente se dispusieron. Fernando Parra tenía muchos amigos entre el público y parece ser que se habían superado las expectativas del aforo. Seríamos unas cuarenta personas en la sala. 

En una mesa pequeña, la presentadora y el escritor empezaron a hablar de su libro. Ferando Parra Nogueras, 1978, como yo, dijo la presentadora. Eché cálculos: en 2018, cuarenta años, en 2022, cuarenta y cuatro. Me acordé del meme de “gente que lee libros” y salen dos personajes bien plantados, y luego “gente que escribe libros” y aparece una foto de Houellebecq. Los dos, presentadora y escritor, representaban muy bien esa pareja. Ella habló muy bien de Fernando y de sus años compartidos en el BUP y el COU y mientras lo dibujaba con recuerdos yo ahondaba en su figura. Cuerpo enjuto que no había conocido el deporte desde los años del instituto, expresión concentrada, gafas en unos ojos maltratados por la letra diminuta de los libros y las pantalla del ordenador, a altas horas de la noche escribiendo para no se sabe bien qué. Todo lo contrario de su compañera en la mesa, que se conservaba muy bien. Es el precio de la literatura que Fernando Parra Nogueras paga a cambio de ser ese buen escritor. 

Le tocó hablar a él y nos contó un poco de qué iba el libro. El tal traductor Miranda es el pseudónimo del personaje que traduce Los versos satánicos de Salman Rushdie, contra cuya vida se ha atentado recientemente. En 1989, el ayatolá Jomeiní promulgó la pena de muerte para él y para cualquiera que difundiera aquella obra pecaminosa. Ya se sabe que cuanto más riesgo, más morbo, y el lío fue todo un fenómeno literario. En la vida real, algunos de los traductores fueron asesinados o tuvieron problemas; aquí tenemos al traductor Miranda, personaje de Fernando, que como quiere suicidarse, va por el mundo diciendo que es quien no es, a ver si aparece el árabe integrista que lo quite de en medio. 

Según Parra, los temas que más le preocupan, y que aparecen en sus tres libros, son la culpa y la identidad. Yo añadiría que su punto de vista es el de un escritor valiente. Cuando la sociedad mira para otro lado, el vate va con su linterna, o su quinqué, a iluminar aquello que no debe ser visto. Si se hace con gracia, quizá se consigue un puesto en la historia de la literatura, y a eso aspiran escritores como Parra. Lo mejor de leer a narradores de raza como Fernando es que tienen el sueño de escribir la mejor novela de su tiempo, y se dejan la vida en el intento. A diferencia de esos otros escritores consagrados que van repitiendo siempre el mismo libro para medrar, los escritores como Fernando se juegan la salud y la fama escribiendo novelas en la frontera de la realidad y la ficción, iluminando zonas deliberadamente oscuras por nuestra ceguera. Vive con la muerte en los talones de la escritura. En su libro se la juega y sus personajes también. Y tanto sufrimiento y sacrificio para qué, pensaba yo sin quererlo al oír lo de Rushdie, y Gabriel García Márquez respondía: Para que lo quieran sus amigos.

El talento para escribir se tiene o no se tiene. Cuando yo era más joven solía pensar que cualquiera puede llegar a ser un escribidor solvente con ganas y práctica, pero no es así. La diosa de la escritura escoge a sus elegidos caprichosamente, pide sacrificios y corazones humanos. Se puede vivir de la literatura muy bien sin tener el menor talento para este arte. No es el caso de Fernando. Parra posee la bendición disfrazada de la escritura, que sus amigos intuyen y los extraños, como yo, conocemos solo con verlo. Cuando uno está frente a un escritor así sabe que en su ficción, mejor o peor, no hay mentira ni falsedad. Sinceramente, a veces su prosa puede resultar alambicada, estirada y de café con leche, pero luego sus palabras arden y las pavesas vuelan hasta mí.

Con estos pensamientos, me revolvía emocionado en mi silla azul y tomaba las últimas notas en mi cuaderno febril. El acto terminó y los amigos de Fernando, todos los asistentes que habían acudido al acto, fueron a felicitarlo de nuevo. Yo solo conseguí levantarme y marcharme aturdido de allí, como si fuera el joven Werther, quería lanzarme al río de la ciudad. Mientras subía hacia mi coche, mis emociones se iban asentando y tomando forma de futuro texto. No me llevé el libro firmado, me arrepentí. Arranqué y me marché a casa, aún enfebrecido por la borrasca de ideas en mi corazón. 

Pasó el sábado y llegó el domingo. Fuimos mi mujer, mi hija y yo a una feria local, tan lejos y tan cerca de la literatura, y encontramos a un amigo a quien hacía tiempo que no veía, alguien cuya opinión aprecio mucho aunque él no tenga nada que ver con la filología, las editoriales, ni la prensa, pero cuya visión y comentarios me alumbran. Hablamos de lo que había escrito últimamente, de lo que estaba escribiendo ahora, de lo que iba a escribir mañana, y me ha hecho pensar en Fernando Parra Nogueras porque

Uno escribe para que lo quieran sus amigos. 

Todo es ficción en realidad

Manuel Pérez Montalbano se pregunta, otra vez, por qué. Será por la bebida, por las comidas copiosas, por los lejanos años de tabaquismo. Seguramente, aunque hay muchos otros tipos que llevaron una vida peor y vivirán más que él; y otros que cuidaron la salud como una moneda de oro en paño y la perdieron en un accidente fatal, la vida es así, y él lo ha dejado escrito mejor que nadie. Es el rey de la ficción española.

Ha llorado, pero no mucho. La educación castrense de una infancia en el primer franquismo le ha enseñado que los hombres no lloran. Así ha vivido y así terminará, no hay más remedio. Quizás por nostalgia, rememora aquellos años y no le parecen tan malos, sobre todo en comparación con este nuevo milenio que él no verá más que nacer. Piensa en que pronto llegará el fin del mundo, y luego reflexiona sobre si desea el fin de los tiempos porque es en realidad a él se le acaba el tiempo. Ríe solo en su cuarto.

Se levanta del sillón y se acerca al ventanal. Cae la tarde del otoño y el cielo está precioso en Bangkok. Si bien abril es el mes más cruel, octubre es el más duro, quizás es el último octubre. Obligado por un prurito de ateísmo, no ha caído en preguntarle por qué largas horas al cielo, como si su Dios agnóstico no le permitiera la esperanza de la eternidad. Un escritor es alguien que cuestiona y crea la realidad, que pasa muchas horas con seres inexistentes que claman verdades solo posibles en la ficción. Ellos saben la verdad no sospechada que existe detrás de la aparente realidad. Se oyen unos pasos a su espalda. No tiene que girarse para saber que ya ha llegado José Carvajal.

-Aquí estamos, Manolo, en los mares del Sur. ¿Recuerdas aquellos años?

-Cómo no. Aquella fue una buena época para nosotros. Ganábamos millones.

-Sobre todo para ti. A mí me pintaste como borracho y putero. Es decir, me colgaste tus defectos y me utilizaste para estilizarte en mi figura delgada y fibrosa. Cuando tú, mírate, sólo eres un gordo fofo borracho y putero. Además, eres un hombre casado.

-Solo eres un personaje y sin mí no existirías en el mundo. Ahora eres una especie de Quijote, muchos pensarán que fuiste de verdad, y lo cierto es que exististe en la ficción. Tus pasos dejarán huella en la realidad de esta vida. Agradécemelo, simple fantasma.

-Existí para ti y te di mucho dinero. Ambos sabemos en qué lo malgastaste.

Manuel guarda silencio. Hace tiempo que no se deja crecer el bigote. Recuerda la época dorada, cuando el detective José Carvajal, cuando era el escritor más vendido del país y parte del extranjero, cuando las duras teclas de su máquina de escribir acotaban la actualidad en sus columnas de La Vanguardia. Aquello pasó, como advirtieron los clásicos, y de aquellos años de oro solo queda el cielo dorado del otoño en Tailandia.  

-A qué has venido, José.

-Solo quiero advertirte de lo que pasa.

-No me digas. Ya sé que el fin está cerca. Seguramente llegue pronto. Déjame disfrutar de esta tarde preciosa, de esta luz mágica. No quiero ver a nadie, solo vivir mis horas.

-Nos olvidarán.

-¿Quienes? -Entonces Manuel se gira. Lo ve sentado en el sillón de cuero que él ocupaba antes de haberse levantado para acercarse al gran ventanal, que inunda con luz amarilla la sala. Carvajal está fumando un cigarrillo y bebiendo un vaso de vino blanco.

-¿De dónde has sacado el vino?

-Lo he traído yo. ¿Quieres una copa? Es tu preferido. -Carvajal iba arrancando las páginas de un libro grueso, Independencia de Javier Cercas, y las iba echando en la hoguera que ardía con una lumbre amable. En la habitación no hacía ni frío ni calor.

-No me apetece. 

-A mí no hace falta que me engañes. -Preparó una copa y se la tendió. El líquido frío y verdoso resplandecía en medio de la sala. -Esta será nuestra última copa. Date el gusto.

Manuel cogió el vaso y volvió junto a la ventana. La tarde parecía detenida, la oscuridad parecía no atrever a ocupar su lugar en el cielo y el ambiente era cálido y amable. Se sentía feliz, capaz de afrontar cualquier eventualidad. Como cuando escribía en éxtasis y el teclado de la máquina sonaba como una metralleta que hería el papel sin romperlo, como cuando se transformaba en Carvajal y nada era imposible a través de su personaje.

-Escribir envejece, sabes. Yo te he dado parte de mi alma y ahora vienes a sentarte en mi sillón a beberte mi vino y a amenazarme con noticias fatales. La muerte se está fumando mis cigarrillos. Me das mucha lástima, José, eres un desagradecido. Yo soy tu Dios y merezco un poco de respeto por tu parte.

-¿Y qué respeto le tienes tú a tu Dios?

-El mío no existe.

-¿Acaso existes tú?

Montalbán hace un gesto cansado. -Los dos hemos leído mucho, demasiado. No me aburras con tu cháchara unamuniana sobre lo que existe y lo que no. Márchate y déjame disfrutar de la tarde, o cállate y disfrutemos los dos del vino y del silencio que se cierne.

-Van a olvidarnos, Manolo. Todo lo que hicimos, todo lo que les dimos, no servirá de nada. Dentro de veinte años ya nadie sabrá que un día recorrimos las calles de esta maldita ciudad resolviendo entuertos, amando putas y cerrando bares. Tierra. Polvo.  

-¿Quiénes van a olvidarnos? Por primera vez te expresas con torpeza, no te entiendo.

-Sí me entiendes.

-¿Te refieres a los lectores?

-A quién si no.

-Creo haber dejado un legado lo suficientemente importante como para ser recordado por siempre. Mis libros, mis artículos, las conferencias que pronuncié… eso quedará para la historia y siempre habrá alguien que me reivindique como lo que soy.

-¿Y qué eres?

Dudó un momento. -El mejor escritor de novela negra que ha dado la lengua española.

-Tu orgullo no me sorprende. Pero ya te adelanto que nos olvidarán. Dentro de veinte o treinta años solo quedará un tipo cualquiera dibujándote en uno de esos ordenadores de ahora, contando una historia apócrifa de lo que nosotros fuimos, inventándonos sin rigor histórico. Sólo seremos el caldo gordo de una historia que nunca sucedió: la nuestra.

-Habrá biógrafos y especialistas, gente versada en el tema. Como aquel joven granadino, el que se casó con aquella gorda…

-García Montero.

-Exacto. Gente como esa contará nuestra historia.

-Sabes que los críticos literarios mienten más que los escritores. Se quedan con lo superficial y no con la esencia. Pero incluso esos te olvidarán, somos demasiado puteros y demasiado borrachos para los cánones del nuevo milenio. Nos callarán por fascistas.

-Pero si siempre fui comunista, de los de carné. El mundo lo sabe.

-Eso les dará igual. No lo verás, pero es así.

Manolo suspira y vuelve a mirar por la ventana a la gran ciudad, la cual abarca desde su ventana porque vive en una zona alta. Mira los edificios y el trazado rectilíneo de las calles, observa las nubes detenidas cruzando el cielo, un hilo de cobre dibuja su contorno sobre el cielo dorado de una tarde imposible a aquella hora. Le parece ver su Barcelona natal, donde ha vivido toda su vida soñando con el Sur de Gauguin. Y ahora está allí para morir en su seno. De verdad que de esos millones de personas no quedará nadie que lo recuerde en unos años, se pregunta. ¿Confundirán su persona y su legado? ¿Será el mismo Pérez Montalbano al ser evocado? ¿Será solo la sombra de una ficción?

-Sé que mientes, pero entiendo lo que quieres decir, y probablemente tengas razón.

-Tengo razón.

-Pero qué más da, Carvajal. Qué importa que tú seas real y yo ficción, o que sea al revés. La gente anda por el mundo creyendo que todo está atado, pero saben que se equivocan. No lo entendemos, aunque intuimos la verdad del engaño. Tú eres más real que muchos seres humanos, y mientras alguien te lea, vivirás, me sobrevivirás.

-No mucho más que tú.

-A Góngora no lo olvidaron.

-Polvo. Sombra. También a él lo olvidarán.

Manolo apura el vino de un trago. Mira a la tarde detenida en la ventana y luego busca sus ojos en el reflejo del cristal, pero no lo consigue. Solo puede mirar a Carvajal que lo observa fijamente con un último sobro de vino en la copa. Se da la vuelta.

-Y qué más da. Que nos olviden. Todo está bien así. Todo es vanidad. Todo es ficción en realidad.

-Parece que ya lo entiendes. -José Carvajal se levanta. -Este es la última vez que nos veremos. Lo hemos pasado bien, viejo. Lástima que el viaje termine tan pronto.

De repente toda su seguridad se vino abajo y el cielo de la tarde, a pesar de seguir siendo dorado, brillaba con una intensidad oscura. La sola idea de que Carvajal se fuera y lo dejara solo, en esa habitación, en aquel momento, lo horrorizaba.

-¿A dónde vas ahora? Quédate un poco más. Podemos tomar otra copa.

-No podemos.

-Pero es temprano.

-No es temprano ni tarde. -Dijo el detective con una media sonrisa. -¿No te has dado cuenta que durante este rato el sol no se ha movido? Resuelve tú solo este misterio.

Manuel se gira. -No puede ser. -Comprueba que en efecto es así: nada se mueve en la ciudad, no pasa un alma por la calle, ni un coche. El mundo está detenido desde que se levantó del sillón y llegó Carvajal. -¿Estoy dormido? -Y el mundo nunca se detiene.  

-Según como se mire, quizás estás despierto. Pero si estás dormido, ya no despertarás. -Abre la puerta de la habitación. -Hasta siempre, Manolo. Lo hemos pasado bien.

-Espera un momento.

-Nada.  

-¡No! ¡Detente! Aún no hemos terminado. Si estoy aquí eso significa… significa…

Sale Carvajal y cierra la puerta tras de sí. Torpemente, Manuel lo sigue y acciona el pomo, solo para comprobar que esta no se abriría. La luz brilla con más intensidad.

-¡No! ¡No! ¡No puede ser!

Se da cuenta de que no puede ser de otra manera. Siente miedo, llora de rodillas, reza.  

-Hijos de puta… Hijos de puta. -Dice mirando la realidad ficticia, que pronto se borraría.

La esperanza es lo último que se pierde

Me gustan las peluquerías de barrio. Esos lugares donde cuelgan fotos de jóvenes de los años noventa con flequillos y tupés. Suelen ser sitios tranquilos donde el dueño, un señor a mediados de sus cincuenta, trabaja y habla según el momento. A la que voy yo es de este estilo y siempre recibo un trato excelente a un precio ridículo. Prefiero estos lugares con historia antes que las barbas hípsters y camisas apretadas. Una vez probé la experiencia en uno de estos lugares modernos y tuve que ir a repasarme el corte porque parecía un joven punki con cresta, que una vez podría haber sido, pero no en mis treinta.

Las peluquerías de barrio son, además, lugares con historias, donde también hay espacio para la alta filosofía si uno tiene los oídos abiertos. Constituyen los rincones como mi peluquería los últimos espacios de masculinidad, donde se reúnen los hombres para tratar sus asuntos baladíes. En general, viejos que van a afeitarse o a pasar el día. Me gusta escuchar a esos sabios, por si tienen algo interesante que aportar después de haber vivido y haber alcanzado una edad provecta, aunque hablen con faltas de ortografía.

-Si lo llego a saber, no hubiera hecho nada.

-Ya. Los jóvenes no saben lo que hay.

Levanté la vista de la desgastada Interviú que estaba hojeando. Se trataba de un especial de la revista que celebraba un aniversario honroso y quizá su próxima desaparición, como ocurriría pocos números después. No hay espacio en este siglo para las revistas con tetas y artículos de novela negra en los establecimientos públicos, excepto si son lugares olvidados de la mano de Google, como la peluquería de don Francisco.

El peluquero no decía nada. Se limitaba a seguir repasando al señor que había iniciado la conversación desde un silencio de más de cinco minutos, el que había empezado desde mi entrada al establecimiento y que se había iniciado con un “Buenos días”. El dueño se limitaba a escuchar y a hacer su trabajo en silencio, mientras el acompañante del orador, otro señor mayor que hacía las veces de contrapunto, estaba en una silla a mi lado. A partir de ese momento solo prestaba atención a la revista al ver algún torso.

-Yo no hubiera tenido hijos.

-Yo tampoco.

-Pero los habéis tenido. -Repuso el peluquero, que ya no podía aguantarse las ganas de intervenir. -Y vuestros hijos han tenido hijos. Ya sois abuelos los dos.

-Ya, pero ahora que sé lo que hay, no los hubiera tenido.

-Yo tampoco.

-Cuando uno es joven, -siguió el filósofo- tiene… esperanzas.

-Claro.

La Esperanza fue el único espíritu que no liberó Pandora de la caja. Nunca entendí que la esperanza estuviera con el odio o el miedo. Las palabras de los ancianos me hacían pensar en que quizá fuera una pista del misterio ese dolor sólido y rugoso que se traslucía de aquellos ojos con cataratas, que yo veía a través del gran espejo de la pared.

-Una vez fuiste joven y creíste. -Moderó el dueño mientras abría y cerraba las tijeras.

-Sí. Trabajé toda mi vida, compré una casa, tuve hijos. Total, ¿para qué?

-Pues para tenerlos. -Insistió.

-Claro. -Dijo el otro.

-Si lo llego a saber no los hubiera tenido.

-Eso es así.

Algo había pasado en esa familia que al hombre le hacía decir aquello, pensaba yo. Quizá sus hijas no le hablaban porque era tenía mal carácter -simpático no parecía- y no le dejaban ver a sus nietos. O simplemente estaba viudo y solo en un piso y su parentela no podía hacerse cargo de él. A lo mejor había llegado a esa conclusión después de mucho reflexionar sobre metafísica. Resultaba impactante decir eso al final de una vida. ¿Me pasaría a mí lo mismo? ¿Les pasaba lo mismo a todos? Me preguntaba en silencio.

-Conforme cumplo años, como vosotros, -intervino el esteticien- me pasa lo mismo. Pienso en si todo lo que he luchado ha valido la pena, si, total, para qué. Es un sentimiento que uno entiende cuando llega mi edad, pero cuando se es joven… se es joven. ¿No te acuerdas tú de cuando eras joven?

-¡Vamos! -Sonrió el viejo levemente, la primera vez que lo hacía en su intervención. Un leve brillo en sus ojos nublados. -Cuando yo era joven, ¡podía con todo y más!

-¡Claro! -Dijo el otro señor mayor, con la misma actitud que su compañero.

-Pues eso.

Ahí quedó. Sin más conclusión que esa, la cual los tres parecían comprender a la perfección y yo solo a medias. No me atreví a preguntar, a buscar explicaciones. Tampoco a contraargumentar que posiblemente estaban equivocados, que hablaba su nostalgia y no ellos, que les hacían falta proyectos e ilusiones para despertarse por la mañana con ganas de vivir, con ánimo para seguir hacia delante, con esperanza.

-¿Pero para qué? -Dijo uno de ellos en mi cabeza.

El peluquero terminó su trabajo. El señor pagó y los dos ancianos se levantaron y salieron al sol oblicuo de la mañana. ¿A dónde irían aquellos dos? Seguramente a seguir su rutina de siempre: el bar, el banco, el sol, la brisa, la conversación intrascendente y el deseo de trascendencia. Con todo el tiempo del mundo y sin espíritu para nada. No hubiera dicho que eran dos viejos tristes, simplemente aceptaban, espartanos, la vida.

-Ya puedes pasar. -Me dijo el dueño con la cabeza. -Estos viejos son de lo que no hay. -Dijo sonriendo.

-Vaya.

-Demasiando tiempo para pensar.

-Claro.

-En fin, ¿cómo lo quieres? ¿Como siempre?

Y el día siguió su curso habitual de fin de semana. Seguí con la rutina y los proyectos propios de un hombre en la treintena, pero con una pregunta fundamental: ¿Acabaría yo también como aquellos viejos, arrepintiéndome de la vida que ahora estaba haciendo? La respuesta no la sé, pero a partir de entonces vivo intentando que no sea así.

Tengo esperanza porque, como demuestra el mito griego, “Es lo último que se pierde.”

Hugo Race brilla en el festival Accents

Ayer descubrimos una vieja estrella en el firmamento del rock: el guitarrista y compositor australiano Hugo Race, que vino a la pequeña ciudad de Reus para ofrecernos un concierto para apenas unas cuarenta personas en el contexto del festival Accents. Si bien no puede decirse que ha nacido una estrella, por lo menos ha sido ahora cuando la hemos detectado con nuestros aparatos y tal ha sido su brillo que bien merece el artículo de hoy.

Hugo Race tiene la pinta del músico-vagabundo que tantas veces ha retratado la imaginación popular. Lo primero que se ve de él es una americana roída pero elegante y unos botas-zapatos negros ajustados sin cordones; lo segundo es el pelo lacio que cae sobre su expresión de tipo que ha visto mucho mundo pero que aún no ha perdido la elegancia. Antes de empezar a tocar, se movía por el escenario con la gracia de un animal felino: cuerpo esbelto por el ejercicio del oficio de cantar rock ante rockanrolas.

Cuando uno lo ve, diría que su edad ronda entre los 45 y los 65 años. Si uno hace una búsqueda por internet, sabe que tiene 59, pero cuando empieza a tocar su guitarra se descubre el antiguo adolescente que hay debajo de sus facciones y es fácil imaginarlo ensayando los primeros acordes en un lugar perdido de Australia allá por los setenta.

Cuanto canta, inmediatamente nos viene la cabeza a otros songwriters famosos como Leonard Cohen. Como él, Hugo tiene una voz grave, aunque bonita. Su fuerza reside en la capacidad de interpretar, como un actor de cine de los años cincuenta. Parece que cante sin cantar apenas, pero no pierde una nota, sube cuando es necesario y sabe cantar en tonos bajos, en directo, a pelo, sin más apoyo que el remo de su guitarra eléctrica.

Solo ante el peligro del escenario, igual que ante la vida. Los únicos aparatos que llevaba eran una tabla con micro que iba percutiendo con el pie derecho, marcando el tempo de la canción cuando le interesaba, guitarra y amplificador. A pesar de lo eléctrico, el sonido de la guitarra era limpio, sin apenas distorsión, al estilo de los sesenteros de la Velvet Underground, por su traducción, Contracultura de Terciopelo. El espíritu de Lou Reed poseía al viejo Hugo Race cuando interpretaba y todos vibrábamos en una sala que no podía estar peor acondicionada.

El sonido rebotaba en las paredes de piedra y producía un molesto eco que los entendidos llaman reverberación; la iluminación era pobre y abarcaba al escenario y al público, restándole intimidad y magia al concierto, como cuando uno ve una película con las luces del salón encendidas; además los organizadores no proporcionaban ningún apoyo a los artistas, se le rompió una cuerda y ahí se apañó el gran Hugo Race para cambiarla bajo la atenta mirada de todos nosotros, que lo observábamos en un cómodo y tenso silencio. Nadie apoyaba al músico, excepto un viejo amigo suyo que había venido de Berlín y fue presentado como nada menos que una celebridad, una colaboración no esperada, como un hechizo de la noche mágica. No recuerdo el nombre del tipo, Race dijo conocerlo desde hacía veintiséis años y que habían tocado mucho juntos. Para lo que hizo -soplar una flauta travesera, no acertar con la harmonía de las canciones con la guitarra, hacer sonar un gong estridente, tocar un teclado polvoriento apoyado en una silla- podría haberse quedado sentado disfrutando con los demás del espectáculo.

A pesar de las inclemencias, Hugo Race no dejó de brillar en ningún momento. Lo daba todo igual que si estuviera delante de cuatro mil personas en vez de cuarenta, igual que si contara con un gran equipo en vez de con medios deplorables, igual que si su colega fuera Alan Parsons y no un person con zapatillas deportivas del Decathlon de Berlín. Ahí estaba con un par interpretando sus viejas canciones y sus temas más nuevos. Nunca perdió la sonrisa, nunca decayó su elegancia y en ningún momento nos hizo pensar que le gustaría estar en otra parte. Hugo Race quería estar con nosotros bajo aquella luz cenicienta. Agradecía nuestra atención y presencia y nos daba las gracias a cada aplauso juntando las manos como hacen los orientales, inclinando un poco la cabeza. Entre canción y canción, nos contaba una anécdota en su inglés, pero despacito.

Si bien vivía en Melbourne, contó que había estado en Italia y en Berlín. Habló de lo mal que lo pasó en el confinamiento, dijo que había escrito mucho durante aquellos días aciagos, que había pensado que toda la humanidad estaba atomizada en un gran laboratorio, formando parte de un frío experimento. Afirmó que su mujer se encontraba en la otra punta de la ciudad y que fue ilegal visitarla durante trescientos días, y que no temía a la policía sino a los vecinos, que lo vigilaban. Hugo Race mostraba una breve consternación, luego levantaba la vista y tocaba la canción que había nacido de todas aquellas experiencias como si hubieran valido la pena, porque lo habían hecho crear.

Pese a sus ideas, nadie parecía molesto. Seguramente sería porque pocos en la sala entendían lo que Hugo hablaba, pero me gusta pensar que sí. Que el tipo que se sentaba con doble mascarilla en la primera fila entendió lo que Race contaba y no se sintió molesto ni ofendido por no compartir estas o aquellas ideas sobre un tema concreto. El poder del arte nos reconcilia con los otros seres humanos, aunque sean de otro planeta.

Son muchas las lecciones que dejó Hugo Race encima del escenario: la humildad, la elegancia, la verdad y el oficio. Seguramente ha habido tiempos mejores en su trayectoria, pero no parecía nostálgico. El tipo vive el presente y disfruta de lo que la vida ofrece: tocar la guitarra y vibrar al ritmo de sus canciones con mensaje. No parece interesado en la promoción en redes sociales, no tiene muchos seguidores en Facebook y ni siguiera he intentado encontrarlo en IG. Pero eso no le impide salir de gira por el mundo e ir tocando de sala en sala por Europa, procedente de las antípodas, sin más equipaje que una guitarra, un amplificador, una tabla con micro y una americana roída.

Dejaron unos discos sobre una mesa por si los queríamos comprar. Le pregunté al tipo cuál era el más parecido a lo que habíamos escuchado y me recomendó el que me compré. Hugo había salido del backstage y rondaba embozado con un gorro de lana y bufanda cerca de la mesa donde sus discos se exponían. Sin duda me vio comprando uno y se alegró por ello. Mi chica me animó a que lo saludara, pero yo no me atreví a molestarlo. ¿Qué iba a decirle? No me interesa la persona es, sino la estrella del rock, y no quería que su brillo se me oscureciera con lo humano y me impidiera escribir este homenaje al gran Hugo Race. Vayan a verlo si están por Cataluña, estos días en Girona.

Seguro que esta no será la última vez que nuestros aparatos capten su luz por el espacio.   

En el umbral

Les presento una historia de terror que tiene como protagonista a mi estimado autor de horror, Stephen King. Si alguna vez me hubiera gustado escribir como alguien, sin duda sería como él escribe. Habrá tiempo en este espacio de reivindicar a este escritor, pero hoy vamos con la historia.
Este relato está basado en hechos y personajes reales, pero algunas partes se han ficcionado porque no pretendemos hacer una biografía, sino una historia de terror-horror que ustedes disfruten.
Espero que lo hagan tanto como yo cuando he devorado los libros del gran SK.
Feliz Semana de Halloween allà donde se encuentren. Un abrazo de su
Pobrecito Escribidor

Suena el despertador y Steve ya está despierto. Su mujer aún duerme. Va de camino al trabajo. Conduce por la carretera. El paisaje es desolador a esa hora de la mañana, la radio suena y escupe noticias. Es 1971. No le gusta ese trabajo. Su mujer está embarazada. Tiene problemas. Es un joven profesor de lengua. Lleva barba. Bebe alcohol por las noches. No tiene un duro. No sabe cómo va a pagar las facturas.

Casi no conoce a los alumnos. El señor Stuart se ha enfermado. Tendrá trabajo para el resto del curso. ¿Debería estar satisfecho? La clase transcurre en la biblioteca. Hay una alumna que no trabaja. Está pintando sobre un folio. Los alumnos arman jaleo. Nadie lo escucha ni le hace caso. Se estresa, hay mucho ruido en el ambiente y le duele la cabeza.

Diablos, odia ese trabajo. Recuerda a su gato. Coge al gato por el cogote y lo estruja. El animal abre las fauces, saca los dientes, emite un bufido largo y amenazador, espera su oportunidad. Le recuerda a una entidad diabólica, a un demonio de baja estofa. No sabe por qué piensa en eso mientras pasea por el aula. Le pregunta a la niña qué está haciendo. La niña sigue dibujando, con obsesión. Tiene que demostrar su autoridad.

Pega un fuerte, fortísimo, golpe en la mesa donde la niña dibuja. Tiene el pelo muy rubio, casi blanquecino, apelmazado y sucio. Cómo te llamas. No responde. Decide quitarle de un tirón el folio donde está escribiendo. El corazón le va a mil por hora, intenta que no se le noten las emociones. El silencio en el aula es tenso. Todos los niños están observando la escena con atención. Observan como felinos el desenlace de la escena. O gana él o pierde la autoridad. Es un momento definitivo para el joven profesor. La niña levanta la cabeza. Sus ojos están enfermos, sus pupilas son enormes y el blanco de los ojos es rojo. La piel es pálida, amarillenta. Las babas caen de la comisura de sus labios. La niña lo mira con una expresión rabiosa. Steve tiene miedo, intenta que no se le note. Tiene la mano apoyada sobre la mesa. La niña estira su mano y agarra a Steve por el antebrazo. Y aprieta. Aprieta muchísimo, con una fuerza sobrenatural para ser una niña, una maldita niña, una niña maldita. Le salen arrugas en los ojos, en las mejillas. Como si la niña fuera muy vieja, tan vieja como el mundo.

Steve intenta zafarse, pero no puede. Los niños se ponen nerviosos. La niña dice algo, pero no lo entiende. Sus dientes son amarillos, sucios, afilados. Toda ella es amarillenta, hedionda, grasienta. Es como si estuviera muerta. De hecho, está muerta. Con una fuerza aún mayor, empieza a retorcer el brazo de Steve. Si no se lo suelta se lo va a romper. No puede chillar. No quiere perder la autoridad. No sabe cómo solucionar el conflicto, evidentemente, no puede pegarle a la niña para liberarse. Menos aún frente a un montón de pequeños testigos. Estás castigada, grita. La niña lo suelta. Respira entrecortadamente por la rabia. De su pecho sale una voz ronca, como oxidada. Profe, no conocemos a esta alumna, dice uno de los niños. Es nueva de esta semana, dice otro.

Nadie sabe quién es esa niña. Nadie le ha dicho que hubiera algún alumno nuevo. Al fin y al cabo, él es el nuevo profesor. Estás castigada, grita, sal de mi clase. Vete a la sala de los castigados. Steve abre la puerta y espera. Los niños empiezan a ponerse nerviosos de nuevo, se divierten, se exitan. El ruido es insoportable. Tiene miedo. Quiere salir huyendo de ahí, pero necesita el dinero. Su mujer está embarazada. No puede dejar el aula sola en ningún momento, son las normas. Pero sabe que corre peligro. Steve está junto al quicio de la puerta y grita. Vete, te he dicho que te vayas, vete ahora mismo de mi clase. La niña se levanta. Es pequeña, demasiado para su edad. Sus ropas son antiguas, sucias de meados. Nadie sabe qué va a pasar. Steve no sabe cómo controlar la situación. La niña corre, no se dirige a la puerta, va directamente a por Steve. Tiene algo puntiagudo que destella bajo el flexo del aula. Parece un cuchillo, un pincho, una navaja larga. Steve se arrincona contra la pared. Estira las manos estúpidamente. No logra contener los brazos ni el cuerpo de la niña que sonríe, que consigue esquivarle y clavarle la hoja fría en las tripas. Steve se muere, Steve se ahoga, no puede respirar.

-Steve, cariño. Steve…

-Otra vez esa estúpida pesadilla, Taby.

-Estabas hablando. Y chillabas. ¿Estás bien? Últimamente estás un poco estresado.

-¿Qué hora es?

-Es sábado.

-Es mejor que me levante. Prepararé café.

-Steve, recuerda que queríamos llevar a los niños al parque acuático.

-Id vosotros. Hoy tengo trabajo. Tengo una idea, una buena historia.

Tabitha no dice nada. Se limita a suspirar y a permanecer en la cama. Los niños aún duermen en el piso de arriba. La casa está tranquila. Steve enciende un cigarro y se encamina hacia el sótano donde tiene la máquina de escribir. Le gusta escribir por la mañana, cuando todo el mundo duerme y el cuerpo aún está en el mundo onírico. La mente trabaja mejor mientras se despierta. Hace años que es un escritor profesional. Es un tipo con suerte. Sus dos hijos ignoran lo cerca que han estado de ser chicos pobres.

Steve tiene un don. Puede sentarse frente a la máquina de escribir y entrar en una especie de trance. La historia se desarrolla sola y el sonido de las teclas duras es frenético, acompasado, como si tuviera una fábrica. Solo se detiene cuando tiene la necesidad de encenderse un cigarro, abrir una cerveza o abrir el cajón del escritorio y sacar esos polvos blancos cuya existencia era preferible que los niños desconocieran. De hecho, Owen y Joe sabían desde pequeños que nunca había que bajar al sótano y molestar a papá mientras trabajaba o bebía, pues muchas veces era lo mismo. Pasaban las horas y Steve subía satisfecho. Comía algo y se ponía a ver la tele hasta que sus hijos llegaban del colegio. Los fines de semana solía descansar, pero esta vez es diferente. No tiene humor para nada. Solo quiere encerrarse a trabajar, a beber. Cuando trabaja es feliz. Se siente nervioso, como en su sueño. Últimamente ese sueño es recurrente, pero es extraño. Hace unos años que abandonó la docencia. En cuanto pudo dedicarse a la escritura, dejó esa profesión que nunca le gustó. Prefería mil veces el empleo en la gasolinera, en el turno de noche. Cuando podía sentarse a escribir en la libreta durante las largas horas en soledad. Es verdad que a veces uno se sentía profundamente abandonado en mitad de la nada. El peligro era evidente. Pero esa sensación dotaba a sus historias de un color especial. Al fin y al cabo, es un escritor de historias de terror.

Es 1981. Tiene treintaitrés años, dos hijos preciosos y una mujer que lo ama y le perdona sus vicios y sus malos humos de genio. Él, a cambio, se había mantenido fiel a pesar de la fama y los focos. Le gustaba ser un genio, pero no le interesaba ni la fama ni el mundo. El dinero sí. A quién en Norteamérica no le interesa el dinero. Pero no era lo más importante. Para ser escritor, lo primero que hay que tener es ambición por contar historias. Podía dejar la mente volar y ella sola encontraba los caminos adecuados. A veces, él mismo se sorprendía de las tramas que salían de entre sus dedos. Y se espantaba. Entonces tomaba un poco de cocaína y se sentía bastante mejor. Y seguía.

Steve pone la radio. Suena una emisora intrascendente de música rock. No le interesa la música, solo el ritmo. Le gusta escribir con música y fundirse con ella. Quiere profundizar en la pesadilla que ha tenido. Aprovecharla para uno de sus relatos. Escribir también sirve para conocerse, para explorar los rincones más oscuros de su ser. Aquel era un sueño muy antiguo, de cuando era profesor y su mujer estaba embaraza de Joe, que es el mayor. Se habían conocido en la universidad. Se habían enamorado y él la había dejado embarazada. Hubiera preferido conocer a más chicas. Pero nunca fue un donjuán. Hay que tomar la vida como viene. Ahora era multimillonario. Todas las mujeres querían tener un afer con una celebridad como él. Pero tenía que aguantarse.

Diablos, amaba a Taby. Le estaba dando mala vida. Hacía tiempo que no hacían el amor. Además, habían empezado las pesadillas y el libro de cuentos no terminaba de convencerle. Podría haberse olvidado de escribir y haberse dedicado a disfrutar de la vida. Sus libros habían sido llevados al cine y recaudaban millones de dólares. Pero si no escribiera, Steve se habría volado los sesos con la escopeta. Escribir es un trabajo como cualquiera. Odiaba las entrevistas donde lo trataban como a un bicho raro. Era un tipo absolutamente normal, con algunos vicios insanos como la narración de historias de terror. Taby era su compañera, su primera y mejor lectora. Merecía algo mejor que él.

Los niños hacía tiempo que vivían sin padre, pero parecía que no se daban cuenta. Eran unos buenos chicos, serían unos hombres excepcionales. Es verano y deberían pasar tiempo juntos, recuerdos en familia. Lo mejor sería dejar aparcada la máquina de escribir por un tiempo: los cuentos últimamente eran bastante flojos. Sus novelas se vendían muy bien. Lo había decidido. La semana siguiente saldrían de viaje.

-Cariño, la semana que viene iremos de viaje.

-¿A dónde?

-Donde no nos conozcan, donde no nos molesten a nosotros ni a los niños.

-¿Europa?

-Por qué no.

-¿Qué tal España?

-¿Dónde está eso?

-Al sur de Europa, cerca de África.

-África es peligroso, Taby.

-Siempre fuiste un desastre en geografía, Stevie.

Ambos rieron y se abrazaron. Los niños ya estaban despiertos. Si aún durmieran, habrían hecho el amor allí mismo. Owen y Joe saltaban de alegría con la idea del viaje a España. Taby se ocuparía de todo. Ahora se marchaban al parque acuático. Adiós, adiós, papá tiene cosas que hacer en casa. Tiene trabajo. Steve vuelve al sótano. La radio sigue sonando. Aún no ha escrito una sola línea. Lee un par de folios con la intención de corregirlos, pero solo puede pensar en la cara putrefacta de la niña. Por fin decide escribir algo para desentumecer los dedos, por lo menos. Luego ya lo descartaría.

El coche circulaba pesadamente sobre el asfalto y se cruzó con una ambulancia. Aun estaban encendidas las farolas de Castle Rock. Era su primera semana en el nuevo trabajo: profesor de lengua inglesa en un instituto. Odiaba su vocación. Hubiera sido mejor hacerse periodista. Por lo menos habría podido vivir de lo que escribía, aunque fuera necrológicas o estúpidas noticas deportivas. Cualquier cosa era mejor que eso.

La ambulancia se perdía en retrovisor y pensó que era un mal augurio ver una. Tenía una sensación extraña, como si fuera él quien estaba dentro de la ambulancia. En fin, tonterías. Encendió un cigarrillo y bajó un poco la ventanilla a pesar del frío de la mañana. La radio vomitaba noticias que no le interesaban. Diablos, estaba nervioso. Nunca habría aceptado el trabajo si no fuera por ella. Necesitaban la pasta, maldita sea.

Steve se levanta de la silla. A quién quiere engañar, quería una excusa para quedarse solo. Sube las escaleras, llega a la cocina y se coge una cerveza fría. No ha desayunado, pero no tiene hambre. Enciende la televisión y echan una película de vaqueros. Piensa en que se han acabado los setenta y que odia la música disco. El rock nunca morirá.

Steve suelta las maletas en el vestíbulo de la entrada. Los niños corretean alegremente por el salón y exploran las estancias de la casa. Sus voces llegan desde cada vez más lejos. Owen tiene cuatro años y Joe nueve. Son buenos chicos. Joe saca buenas notas en el colegio a pesar de que su padre es un drogadicto. Demonios, trabaja demasiadas horas al día. No lo necesita, pero cuando trabaja es en los únicos momentos en los que realmente es feliz. Cada día tiene la cara más huesuda y está más delgado. Su mujer le ha pedido varias veces que deje la nariz solo para respirar, que ya es bastante. Pero Steve no tiene suficiente con respirar. Espera que este viaje lo ayude a apartarse de eso.

España huele a campo y hace mucho calor, es verano. A pesar de que corre una brisa fresca, la casa le parece un maldito horno. Lleva arrepintiéndose del hacer ese viaje casi desde el mismo momento en el que le propuso a su mujer ir de vacaciones. No sabe nada de este país, que es como México, pero mucho más lejos en avión. Nadie habla inglés. El taxista ha tenido problemas para traerlos hasta el caserón. Menos mal que Taby estudió en la universidad un curso de español y se ha podido hacer entender.

La casa es bastante vieja. La televisión parece de otra época. La enciende y los pocos canales hablan en una cháchara incompresible para él. Decide apagarla y se dirige a la nevera: necesita urgentemente un trago, aunque sea de cerveza. Por fortuna hay suficientes botellas para emborracharse. Ese va a ser su plan del día. Está cansado.

-Papi, ¿saldremos de paseo?

-Quizá luego, Owen. Ahora papá necesita un descansito.

-Porfa papi, porfa…

-Ya te he dicho que no.

-El sótano está lleno de cosas. Hay unas cajas enormes y figuras muy raras.

-Anda, ve a jugar con tu hermano al sótano.

-Niños, dejad a papá. Necesita descansar un poco.  

-Estos críos no se cansan con nada.

-Steve, son niños, están en edad de jugar.

-Cariño, soy escritor. No tengo tiempo para tonterías.

Taby se marcha sin decir nada más. Ha notado ese deje de odio en la voz que cada vez soporta menos. Atraviesan una mala racha. El matrimonio es difícil para un genio. La familia, las obligaciones conyugales, todo eso sobra cuando se trata de escribir. No tiene ganas de pasar más tiempo ocioso sin hacer nada. Si pudiera volvería a Estados Unidos en el primer vuelo que saliera esa misma noche. Pero su matrimonio se tambalea y sabe que sin Taby su vida sería aún más gris, más triste incluso que la vida de sus personajes.

Los niños han salido al jardín. Son las cinco de la tarde y hace un sol abrasador. Su mujer también ha salido y ha cerrado la puerta principal de un portazo. Steve acaba de terminarse la cerveza: la verdad es que su sabor no es malo, quizás no esté tan mal después de todo. Enciende un cigarrillo bajo en nicotina -pretende dejar de fumar, su madre murió de cáncer- y pasea por la casa. Ahora repara en los muebles y en la distribución de las habitaciones. Es una casa antigua, como de una deslucida época victoriana. Tiene dos pisos y es casi tan grande como su mansión en Portland, Maine.

La planta inferior consta de un salón enorme. La luz del sol es amarilla y baña los muebles de madera con una intensidad desconocida para él. Se siente en medio de África, pero parece ser que aún se encuentra en Europa. Imagina la vida anterior en aquel lugar. Le han dicho que pertenecía a una familia apoderada, venida a menos por una guerra. Ahora la alquilaban a turistas ricos, esencialmente franceses. Unos amigos de Taby se la recomendaron y ella siempre quiso pasar unos días allí. La guerra quedaba bastante lejos. Le gustaba pensar que quizá allí fusilaron a alguien, o se escondieron tras una habitación secreta hasta que pasaron los tiros, la algarabía de las tropas asesinas.

Como buen americano, desconoce muchos datos de la historia de Europa y no le interesan en absoluto. Abre una segunda cerveza y sube los escalones que conducen a la planta superior donde están los dormitorios. Los niños prefieren dormir juntos, sobre todo Owen. Su cuarto consta de dos camas. Por las arrugas sobre el edredón deduce que han estado saltando sobre ellas, a pesar de que lo tienen prohibido. Maldita sea. El suelo de madera reluce. Hay que decir que a pesar de tanta madera no hay una sola pelusa.

-En este país son muy pulcros. Demasiado. Algo raro les pasa.

Para hacerse un poco con el lugar, deja caer la ceniza al suelo. Camina por el pasillo. Al fondo está la habitación de matrimonio. En las paredes hay óleos con escenas de caza: perros persiguiendo a perdices, bodegones, paisajes en marismas y cielos aceitosos. La atmósfera es pesada. Dar un paso tras otro parece que le cuesta. Lo atribuye al viaje.

La cama de matrimonio es bastante amplia. Hay un espejo en una pared, una cómoda, un armario y un crucifijo sobre la cama. Steve no es católico. Descuelga el crucifijo y lo mira con atención: ¿qué clase de chalados podrían adorar a un tipo clavado en una cruz? Abre uno de los cajones de la cómoda y lo deposita dentro. Taby ha deshecho las maletas y ha puesto todas las prendas en el armario. Es una mujer intachable, la quiere.

Se dirige hacia el ventanal y la ve con los niños en el jardín. Hay árboles altos y frondosos que no suelen verse en América, aunque la vegetación no es muy exuberante. Los niños están tirando migas de pan dentro de un estanque. Parece que hay truchas. Abre la ventana y lanza el cigarrillo. Los niños se han girado al escuchar el rechinar de las bisagras. ¡Hola, papá! ¡Baja a ver los peces! Exclama Joe. Decide reunirse con ellos.

Una vez en el exterior se siente bastante mejor. Los pájaros canturrean en un tono diferente. El clima es mucho más benigno que en Nueva Inglaterra. Se acerca al estanque y besa a Taby en la nuca. Dos carpas enormes nadan de un lado a otro en el estanque y cazan las migas de pan que van lanzándoles los niños, con sus enormes bocas. Producen un sonido acuático que le relaja, un glup-glup que lo adormece. Allí, juntos los cuatro, frente al estanque mientras cae la tarde, forman una familia preciosa.

-Saldré de paseo con vosotros.

-¿Al final se ha decidido a acompañarnos el señor escritor?  

-Solo si me dejáis formar parte de vuestro equipo.

-Eres el mejor bateador que tenemos, no hemos encontrado a otro mejor.

Se besan. A pesar de todas las crisis, Taby y él siempre han sido muy amigos. Fue ella, de hecho, quien recogió su primer manuscrito del cubo de la basura. Cuando nadie más creía en él, ni siquiera él mismo, Taby estaba ahí. Ahora lo tenían todo y a veces eran muy felices. Todo se solucionaría. Tenía que apartarse de los malos hábitos y ya está.

-Cerca de aquí hay un río.

-Vayamos a mojar los pies. Tengo un calor horrible.

El camino que lleva al río es de tierra. Mientras iban en el taxi, Steve se había fijado que en ese país el asfalto no era tan frecuente como en el suyo. Los pueblos eran pequeños, antiguos. Parecían haberse detenido en un tiempo remoto y pobre. Era curioso. Había castillos y fuertes medio derruidos. Nadie parecía reparar en ellos. También muchas iglesias y campos interminables con árboles plantados en fila. Un lugar muy especial.

El pueblo quedaba a un par de quilómetros de la casa. Solo necesitaban descolgar el teléfono para que apareciera el coche que los recogería y los llevaría donde desearan. Habían prescindido de contratar servicio, aunque allí era muy común. Ellos son una familia americana y a pesar de ser inmensamente ricos, están acostumbrados a hacérselo todo ellos: cocinar, hacer la compra, fregar los platos. Si habían decidido mantenerse alejados de la civilización era para no ser molestados por quienes pudieran reconocerle. No obstante, pronto sospecharon que en aquel país nadie sabía quién era Stephen King.

-Niños, cuidado con el agua. Joe, no dejes que tu hermano se moje.

-¿No te parece un lugar maravilloso?

-Sin duda lo es, mi amor. Ha sido una gran idea venir aquí. Lo pasaremos en grande.

-¿No echarás de menos escribir tantos días?

-No lo creo. -y abrazó a su mujer por la cintura y la besó en los labios.

La tarde cae mansamente y las aguas son de oro. El río está desierto. Ni siquiera un pescador aprovechaba para probar suerte. El mundo era de él y su familia. Piensa en si se podía ser más feliz, si en la vida se podía pedir algo más que eso: amor, paz, éxito.

En verdad, sí se podía. Falta algo. Su máquina de escribir, su escritorio, su cocaína. Todo eso se había quedado en América. Imaginaba su sótano. Una voz lo llama: ¡Steve!

-¡Papá! ¡Mami! ¡Ayuda! -la voz de Owen aullaba en medio de la noche.

Steve se levanta de un salto, tenía el sueño ligero y le costaba dormir. Durante la noche le había parecido que algo se movía en el cajón donde aquella mañana había guardado el crucifijo. Ahora sus pies tocan el suelo de la casa y un escalofrío le recorre la espalda.

Al salir de la habitación, busca las luces del pasillo con la mano. Las voces de su hijo menor siguen arañando el silencio del caserón. No sabía que su hijo pudiera gritar tanto. Topa con el interruptor y enciende la luz. El maestro del horror le teme a la oscuridad.

Hay una sombra al fondo del pasillo. Es negra, acuosa, como si su composición fuese de un lodo oscuro como el alquitrán. La tenue luz amarilla del pasillo no logra iluminarla completamente. Ha salido reptando del cuarto de sus hijos y lo mira desde el borde de la escalera. Se desliza hacia abajo como un gusano inmenso, hacia las sombras, para camuflarse allí. Steve se frota los ojos, el grito de sus hijos se oye lejano, ausente. Sale de su trance y se encamina por el pasillo a zancadas. El tiempo parece discurrir de forma lenta, enfermiza. Antes de entrar en la habitación, cuya puerta está entreabierta, oye una risita, apenas perceptible, que proviene del fondo de la escalera. Risa de niña.

Steve enciende la luz sin saber a cuál de sus hijos consolar primero, él mismo está asustado. Ambos niños permanecen acurrucados, temblando, con las rodillas encogidas y la cabeza apoyada en ellas, en una postura perturbada. Lo ha escrito miles de veces, su imaginación ha estado siempre plagada de monstruos, pero no puede soportar esa escena protagonizada por sus hijos: tan real, tan próxima. Se acerca a la cama de Owen.

-Qué te pasa, mi vida. No pasa nada. Ya está. Se acabó. Has tenido una pesadilla.

El niño se estremece bajo sus brazos. En el otro lado de la pared, Joe permanece en la misma postura. Parece menos alterado, al menos, de forma visible. Se mantiene quieto como una roca. El silencio es mortecino en la casa oscura. Se oyen pasos en el pasillo. Mira hacia la puerta. Tabitha entra en la habitación con su camisón blanco. Es un ángel.

Taby abraza a Joe. Es una escena muy triste. Todos están asustados. Permanecen así, abrazados, un tiempo indefinido. Ahora solo se oye el viento ululando a fuera, moviendo los árboles. Las cortinas están cerradas, pero Steve los puede imaginar agitándose, susurrando en un idioma indescifrable bajo la luna negra. Taby habla.

-Será mejor que los llevemos a nuestro cuarto, Steve.

Él permanece en silencio. Nunca ha sido partidario de que los niños duerman con los padres, así es como se malacostumbran y luego desarrollan traumas. Cuando era niño y su padre los abandonó, la madre de Steve solía pedirle que durmiera con ella cuando tenía miedo. En el fondo, siempre pensó que se sentía sola. No quería lo mismo para sus hijos. Pero aquella noche era diferente. Aquella casa no era como la suya. Algo iba mal.

-Sí, será lo mejor.

Coge a Owen en brazos. El pequeño sigue temblando, pero no tanto como antes. Se siente protegido sobre el pecho de su padre. Los niños tienen esa inocencia admirable: bajo las mayores catástrofes, ellos siempre sienten que sus padres podrán salvarlos. Del mismo modo, el mayor miedo de los padres es saber que no pueden librarlos del peligro. El mal está ahí fuera y nadie puede escapar de él cuando te persigue y te agarra por el brazo. Steve recorre el pasillo y sus pensamientos son rápidos, agitados. No sabe qué pensar. Intenta dejar al niño sobre la cama, pero sus brazos lo agarran sin liberarlo.

-Tranquilo, cariño. Todo ha pasado. Has tenido una pesadilla, solo una pesadilla. Vamos, métete en la camita. Así, buen chico. Mañana será otro día, grandullón.

Taby llega con Joe también en brazos y con mayor facilidad lo mete en la cama junto a su hermano. Los tapan a los dos y se miran a los ojos. Tristes, un poco más envejecidos.

-No ha sido un sueño, papá. La niña. Estaba en la cama de Owen. Yo lo he visto. Yo.

-Joe, no asustes a tu hermano. Lo mejor será que todos…

-Es cierto, papá. Me agarraba muy fuerte del brazo y luego se me ha subido encima. Hacía olor a caca. Resbalaba. Su piel resbalaba. Quería ahogarme, como ella, como ella.

-Ya basta, campeón, ya basta. A veces los sueños parecen muy reales, sabes. Yo…

-No, papá, era de verdad. La niña existe. Vive aquí.

-Estamos en una casa diferente de la nuestra. Es normal que estéis un poquito asustados. Pronto volveremos a Maine y lo veréis diferente. Mañana lo veréis de otra manera.

Los niños creen como una verdad absoluta todo lo que les dice su madre. Si ella les dijera que dios existe y nos protege desde el cielo, ellos lo creerían a pies juntillas hasta la adolescencia. Los adultos tejen una vida, un mundo imaginario para proteger a sus hijos del horror real. Se tranquilizan y ambos cierran los ojos. Su respiración es rítmica.

Se meten en la cama con ellos y apagan la luz. Steve le da un beso a Owen en la cabeza, el chico está mucho más tranquilo, o por lo menos, más sosegado. Se acuerda de cuando él mismo era un niño y lo asaltaban pesadillas parecidas, al día siguiente ya las había olvidado. Esa es la fuerza de los niños. Creen en todo y olvidan fácilmente. Su valentía consiste en que son tan inocentes que piensan que todo saldrá bien en un mundo cruel.

Steve intenta dormir, pero no lo consigue. Se siente completamente despierto. Espera un rato hasta que cree que su familia duerme y sale con sigilo de la cama. En las sombras, se encamina hacia la puerta del dormitorio. La abre. Las bisagras crujen levemente.

-¿Papá?

-Duérmete, hijo.

Sale de la habitación y busca a oscuras el interruptor. Sigue sin saber dónde está. Parece haberse movido desde la última vez que lo encendió, pero piensa que es porque está en una casa ajena. Odia salir de su hogar. Nunca le ha gustado viajar. No encuentra la inspiración para escribir lejos de Maine. Aquella tierra es su sitio. Se siente vulnerable fuera de ella. Si sucede una emergencia, a quién pueden avisar. Maldita sea, debería haberle dicho que no a Tabitha. Ella es la que siempre insiste en salir a conocer el mundo. Él es un hombre de su casa. No le gustan las aventuras reales, menos con hijos.

Siente que lo observan. Es un cosquilleo inconsciente. Como cuando uno mira hacia un lugar y ve que lo está mirando un desconocido en la calle y éste aparta la mirada rápido. Algo lo está mirando desde el fondo del pasillo. Recuerda aquella sombra. Encuentra el interruptor. La luz se enciende con un mínimo chasquido: no hay absolutamente nada.

Suspira aliviado. Necesita un cigarrillo con urgencia. Un cigarrillo y un trago. Diablos, es una noche horrible. Le duele el estómago, tiene acidez. No le importa. Tiene sed.

Baja las escaleras peldaño a peldaño. La luz es más tenue a medida que avanza. No quiere volverse a buscar el otro interruptor. Sabe que hay uno al principio de la escalera. Los últimos escalones están completamente oscuros, las bombillas arriba no logran iluminarlos. Siente miedo. Un terror indecible. No quiere bajar hasta allí, hay algo malo. Pero ya es un hombre adulto, padre de dos hijos. Es escritor de esa clase de novelas, qué demonios. Cualquier lector se reiría en su cara si lo viera en esa situación: muerto de miedo como un chiquillo. La niña. No lo ha pensado hasta entonces. Él ya la conocía.

Enciende la luz. No hay nada. Decide no seguir pensando en tonterías y buscar el paquete de tabaco. La sed de nicotina es tanta que lo hace olvidar sus miedos y lo sitúa en el plano de las necesidades reales, cotidianas. En la cocina encuentra el paquete de cigarrillos y una caja de fósforos que Taby ha colocado cuidadosamente. Ha ido encendiendo todas las luces que ha encontrado a su paso y ahora prende la cerilla. El humo inunda su garganta y repta hasta sus pulmones. Expira una nube hacia el techo. El reloj de pared anuncia silencioso que son las cuatro y media de la mañana. Decide que no volverá a dormirse y, en vez de la cerveza, opta por preparar café. Solo espera no despertar a los niños. Ha traído consigo algunos libros para el viaje, se entretendrá leyendo y preparando un discurso para decirle a Taby que tienen que volver a casa, que ese no es un lugar adecuado para la salud psicológica de sus dos hijos. Así debe ser.

Dejando una estela de humo blanco tras de sí, se dirige hacia amplio salón. Dos sillones se sitúan delante del hogar, en esa época del año inservible. No hace nada de frío. Toma la novela, The old man and the sea, y se sumerge en la aburrida historia de Hemingway. Unos años antes ese escritor se había suicidado, no quiere acabar como el gran hombre.

Una vez terminado el café y el segundo cigarrillo, Steve levanta la vista para descansar. Repara por primera vez en la estantería que tiene frente a sí, está repleta de libros. Es extraño que no se haya fijado hasta ahora. Normalmente, al llegar a una casa, es en lo primero que observa. Suele curiosear los volúmenes con la vista mientras su interlocutor le habla de otra cosa. Repasa los títulos y se hace una idea del sujeto. Si uno ha leído lo suficiente puede radiografiar el cerebro de un sujeto solo mirando su biblioteca, incluso si no tiene libros, eso también le da una idea de lo que tiene tras la frente: nada. Muchas veces ha encontrado sus propios libros. Puede saber si lo han leído o no por las arrugas del lomo. Es un juego divertido e íntimo nunca confesado a nadie. Se levanta de la silla.

Pasea su mirada por los títulos y autores. Son viejas ediciones, algunas parecen decimonónicas. Hay un Quijote forrado en piel por el que no siente curiosidad alguna. La literatura española no la ha interesado nunca, le parece que tiene demasiados diálogos y por uno u otro motivo los personajes siempre acaban hablando de dios. Pero hay algunos títulos en inglés que reconoce como David Copperfield o Huckleberry Finn. Sus ojos tropiezan con dos palabras escritas en rojo sangre, en letras góticas.

Unausspreclichen Kulten de Friedrich Wilhelm von Juntz. Como activada por un mecanismo automático, Steve estira una de sus manos y agarra el volumen. Mira la portada con atención. El encuadernado parece muy antiguo, pero extrañamente el libro parece impreso hace poco tiempo. No hay litografía o grabado alguno, solo el título y el nombre del autor en letras aún más granes y rojas. De qué le suena ese libro, lo desconoce, pero esas dos palabras en alemán le resultan familiares. Muy familiares.

El corazón se agita bajo su bata. Vuelve a experimentar una sensación de intranquilidad. Por alguna razón sabe que no debe abrir ese libro, pero por otra aún más fuerte, no puede evitarlo. Sus manos actúan como llevadas por una voluntad ajena y se siente como en un trance. Dicen que los suicidas entran en una especie de sopor cuando comenten un acto contra su propia vida, como si estuvieran sonámbulos. Así se siente ahora, de pie frente a la estantería que parece observarlo desde arriba. Despega las tapas del libro y baja la mirada. Sus ojos pasean frente a la tinta roja de la letra impresa. No entiende nada y sin embargo no puede dejar de leer palabras al azar. Pasa un par de páginas y encuentra grabados con seres diabólicos. A pesar de no entender el idioma, sabe lo suficiente de libros como para intuir que se trata de una especie de manual de instrucciones macabro. La obra parece un recetario de magia negra a juzgar por las imágenes dantescas que lo miran desde el papel. Sombras diabólicas, oscuras, retorcidas, con formas imposibles y de caras sonrientes. A veces solitarias, a veces en pequeños grupos. Tiene miedo, pero no puede dejar de pasar las páginas. Parece estar buscando una página en concreto, y la encuentra. Ocupa toda la plana la figura de una niña. Tiene el pelo pegado a la cara, grasiento. Sus brazos son esqueléticos, como sus brazos, su cuerpo es indescriptible bajo el vestido de época blanco, o amarillo, sucio. No tiene pies. Su cara es horrible, arrugada, de vieja. En ese grabado es donde el libro muestra una levísima nota de color: sus pupilas son de un rojo intenso, casi luminoso, hipnótico. Steve no puede dejar de mirarlos. Parecen brillar sobre el papel amarillento. Parecen vivos. Están vivos. Y lo observan divertidos, malditos. Su boca es oscura. No tiene labios o estos son muy finos, y debajo muestra unos dientes pequeños, afilados.

-¡Steve! -La boca empieza a moverse. Casi puede notar su aliento frío. -Steve. -repite.

Sus labios se mueven rápidamente sin decir nada, solo graznidos con una voz ominosa, putrefacta. Sus manos tiemblan. Quiere gritar, pero no puede. Se ahoga, se ahoga. Convulsiona. La niña empieza a mover las manos hacia él. Se va acercando, sin andar.

-¡Steve! ¡Steve! ¡Steve!

De un salto se levanta de la silla. Los ojos de Taby lo miran con expresión preocupada.

-Te has quedado dormido, Steve. ¿Estás bien?

-Sí. -Pero no lo estaba. Estaba muy lejos de sentirse bien. -¿Dónde estoy?

-Has tenido una pesadilla, cariño. Sois tal para cual tu hijo y tú. De tal palo…

Steve mira en torno y ve que ya es de día. El libro de Hemingway reposa sobre el suelo con algunas páginas arrugadas. Lo recoge. Se levanta. Hace un día precioso. La vida empieza a despertar y afuera todo es verdor y frescura estival. Los árboles parecen mudos, disimulando. Todo le parece un teatro. Se siente confuso. Asustado. En peligro.

-Taby, tengo que hablar contigo. Lo mejor será, verás, creo que lo mejor será que…

-Lo mejor será que volvamos a casa. Sí. No me gusta este lugar.

Steve suelta un suspiro de alivio. Dios mío, amaba a esa mujer. Quería estar con ella hasta el último de sus días, que esperaba que estuviera muy lejos. Era su ángel guardián.

-Prepararé café y llamaremos a un taxi. Nos iremos hoy. -Y lo besa antes de marcharse.

Lo que más lo enamora de ella es su olor. Hay personas cuyo olor corporal no es agradable, pero Taby es diferente. Su perfume le recuerda al hogar feliz que nunca tuvo. Cuando lleguen a casa, vaciará aquel cajón inmundo donde guarda el polvo blanco.

Antes de levantarse, bastante más tranquilo, mira de nuevo a la estantería. Sobre la hoguera, en el estante más alto, hay un libro con letras rojas. Desde allí no puede leerlas, no le hace falta, sabe perfectamente lo que hay escrito allí: Unausspreclichen Kulten.

Son las 12:10 y Steve está más tranquilo, incluso contento: vuelven a casa. A las 17:10, dentro de exactamente cinco horas, su familia y él estarán rumbo al aeropuerto, de vuelta al hogar. No tendrán que pasar más noches en esa casa, en ese país extraño. El fin de las vacaciones lo pone de buen humor y no ve el momento de ver el letrero de Portland, 9KM. Saborea ese momento mientras fuma un cigarrillo en el porche.

Owen y Joe parecen haber olvidado completamente la pesadilla de anoche. Con la luz del día, los fantasmas parecen haberse borrado y lo que era tan urgente pasa a ser solo una leve comezón. Él mismo se habría olvidado de todo si no fuera por ese maldito libro que seguía en el estante. Prefería ignorar que lo había visto y seguir con su día. Al fin y al cabo, iba a estar dentro del avión para cuando las sombras invadieran la casa vacía.

-Lo siento, Steve. -la voz de Taby sonaba compungida, al borde del llanto.

-¿Por qué? -dijo él arqueando las cejas, pero lo sabía. Conocía lo suficiente a su mujer como para saber que quería disculparse por haberlos llevado a él y los niños hasta allí.

-Sólo pretendía pasar unas vacaciones en familia. Pensé que nos sentaría bien el campo, que te sentaría bien a ti alejarte del sótano y el trabajo. Me equivocaba. Solo puedo…

-No digas nada más. -y la abrazó. Los niños jugaban a fuera distraídos. A ninguno de ellos les apetecía pasar tiempo dentro de la vivienda. La energía allí era diferente, mala.

Tenía ganas de zarandearla. De decirle que las cosas no se consiguen de vacaciones en España. Que tenía un compromiso con sus lectores, con el cosmos, consigo mismo. No tenía tiempo de lamentarse ni de preocuparse por estupideces. Si el niño duerme, si el otro saca notas bajas, si ella no se siente querida. Lo único que deseaba era refugiarse en el sótano frente a la máquina de escribir. ¿Es que no podía entenderlo? Algunas personas solo quieren recoger los frutos, pero no respetan el trabajo de la siembra.  

-Tranquila cariño. -Taby lloraba sobre su pecho -Lo has hecho con buena fe. Por todos.

-Esta casa es…

-Sí, es extraña. No entiendo cómo la gente puede vivir en este lugar, con este calor, en este maldito país estúpido. No quiero pasar ni un minuto más fuera de Estados Unidos.

-Yo tampoco.

-Te quiero.

-Yo también, Steve.

-El trabajo es importante para mí.

-Lo sé. Nosotros también lo somos, ¿verdad, Steve?

-Claro. -Y no mentía. Su familia lo era todo para él. Pero había dentro de sí algo que se revolvía. Un demonio informe que lo devoraba, que lo hacía sentarse entre las sombras y escribir como llevado de una fiebre. La vida sin la escritura sería difícil, insoportable.

También lo sería una vida sin Taby, sin sus hijos. A solas con su éxito y sus fantasmas.

-Deberías dejar las cosas malas, Steve. Eso te aparta de nosotros, de Owen, Joe y yo.

-Lo pensaré. Ya hemos hablado de eso. No es tan fácil como lo planteas. No para mí.

-Lo sé, cariño, pero no quiero vivir con el miedo de que un niño lo encuentre y…

-No lo encontrarán. Tienen prohibido bajar al sótano. Es donde papá crea monstruos.

-Es donde su papá se convierte en un monstruo. La maldita coc… eso que tomas no…

-Voy a salir a dar una vuelta.

-¿Ahora?

-Sí, necesito despejarme. Hablaremos de esto cuando lleguemos a casa. No es momento.

-Nunca es el momento. ¿Dónde vas a ir? Es la hora del almuerzo. Hay un jamón que…

-Solo me gustan las hamburguesas. ¿Qué quieres? Te casaste con un norteamericano.

-Me casé con el mejor.

-¿Lo crees de verdad? -Y se miraron desde unos metros, mientras Steve se alejaba.

-Vuelve pronto.

-Solo voy al río. Es lo único que me recuerda a Nueva Inglaterra en este maldito lugar.

-No tardes.

-Papá, ¿Dónde vas?

-Id con mamá, hará unos sándwiches deliciosos de un extraño producto llamado jamón.

-¿Tú no vienes?

-Voy a dar un paseo.

-Queremos ir contigo.

-No.

Y por la expresión que vieron en su rostro, ambos niños intuyeron que no había nada que hacer, que su padre era inflexible y necesitaba espacio, como cuando bajaba al sótano y podían perderlo de vista durante horas. No se podía llamar a la puerta, mucho menos entrar. Owen y Joe se habían colado una vez que su padre estaba dormido. El lugar estaba tan oscuro y olía tan mal que nunca quisieron volver allí. No entendían como su papá podía estar tantas horas allí metido. Cuando fueran mayores, entenderían.

El camino que llevaba al río era ancho, de tierra. Un coche podría pasar por él sin problemas, pero en ese país tercermundista había muy pocos. De hecho, aún no habían visto pasar a nadie, a parte del conductor que los trajo y que esta tarde iría a recogerlos. Era un milagro que Taby hubiera encontrado vuelos para ese mismo día. Los niños tendrían que viajar separados, pero estaban acostumbrados a volar en su país. Steve suponía que en Europa eso de tomar un avión era todavía algo futurista. A juzgar por los pueblos y la mirada de las gentes que hubieron de pasar camino a la casa, pobre país.  

-Estos malditos pueblerinos no saben qué es cruzar su país en coche. Pobrecillos.

Steve piensa en que las cosas son muy diferentes de un lugar a otro. En cómo habría sido su vida si hubiera nacido allí, si él mismo fuera natural de un país así. ¿Habría sido escritor? Quizás en el futuro, pero no entonces. El paisaje parecía sacado de un cuento malo de Mark Twain: la arboleda, el río, los caminos, el sol. Demasiado decimonónico.

Tiene ganas de llegar a casa. Se imagina esnifando una y otra vez, disfrutando de una cerveza fría y un buen cigarro. Luego el son acompasado de sus dedos tecleando frenéticos, viviendo en un mundo de fantasmas, vampiros, maizales malditos y eternos.

-Taby tiene que entenderlo. No le quedará más remedio que entenderlo y entenderme.

Levanta la vista y da un respingo. A pocos metros delante de él se acerca una anciana. Su cabello blanco contrasta con su vestido negro, largo, de luto. No la ha visto acercarse, aunque el camino es completamente recto. Steve lo atribuye a que iba distraído, recreando en su cabeza posibles historias para su libro de cuentos. La anciana camina un poco encorvada, pero lo mira y lo hace de forma fija. Sin sorpresa, como quien lo conoce. Decide no aguantarle la mirada por miedo a que se pare y decida entablar conversación. Mira los árboles. Le parecen raquíticos. No sabe su nombre.

Cuando están a la misma altura, la anciana se detiene. Un viento frío recorre el camino.

-¿Dónde está mi niña? -Dice en lengua extraña. Steve, sin detenerse, la mira sorprendido. -¿Dónde está, señor? ¿Ha visto a mi niña? ¿Dónde está? ¿Dónde?

Steve supone que la vieja señora debe estar senil y decide no hacerle mucho caso. Al fin y al cabo, desconoce el idioma y no sabe lo que la mujer le está preguntando, si es que pregunta algo. Quizás solo lo saluda, pero Steve no está de humor para ser simpático.

-Adiós. -Dice de forma cortés en español, y se marcha.

La voz de la señora sigue retumbando en su cabeza mientras desciende el camino, quizá a un paso más veloz. Quizás no ha sido buena idea alejarse solo de la casa, después de todo. Llevaba años sin sentir esa sensación de intranquilidad, de desamparo, de miedo.

-Es solo una anciana, Stephen. No seas cobarde. Tú no lo eres.

Pero la anciana le resulta extrañamente familiar. Su cara, ahora lo recuerda, surcada de miles de arrugas finas, la ha visto en otra parte, lo cual es imposible porque nunca ha estado allí. Era el primer ser humano que veía en aquel lugar a parte de su familia. Sus ojos eran vidriosos, como si no hubiera vida en ellos. Tenían un extraño brillo rojizo.

Steve gira su cabeza hacia atrás esperando ver a la anciana caminando lentamente en dirección contraria, a pocos metros. Y la divisa, pero a lo lejos, pasará por delante de la casa. Taby sabe un poco de español. Siendo como es, quizá la encuentra sentada en la mesa, almorzando con sus hijos y charlando animadamente. Pero algo le dice que no.

-¿Cómo ha ido tan rápido? -Aquel era un país extraño, sin duda.

Llega a la margen de río y mira las aguas fluyendo mansamente. El rumor lo transporta a un lugar distinto. Se siente bien allí. Enciende un Pall Mall con la única intención de contemplar el paisaje, de escuchar los pájaros, de mojarse la cara. Había muchos ríos en Nueva Inglaterra. Solía pasar los veranos jugando a hacer diques o buscando ranas. A veces con amigos, pero generalmente solo. Nunca había sido muy bueno con la gente.

De repente, sabe de qué conoce a la anciana. Ya ha visto esa cara, pero con otra forma. A veces como una sombra, otras como un reflejo, hacía años que no la veía. Esos ojos, esa expresión ávida. Lo más extraño de todo es que la anciana tenía dientes, afilados.

-¡Corre, maldita sea! -Y Steve hace caso. Sabe que algo anda mal. No tiene dudas.

Para ser buen escritor, un hombre, aparte de ser sensible, debe ser intuitivo. Son características muy extrañas en el género masculino que, cuando se dan, encuentran en el arte su mayor expresividad. Pero como es un rasgo extraño, produce un arte singular. Steve corre todo lo que puede y sus mocasines se llenan de tierra. Se siente pesado, cansado, debe dejar de fumar, pero no puede detener el impulso de correr hacia la casa. Lo sabe, lo siente, sus hijos están en peligro, Owen corre serio peligro. Lo sabe, dios.

Mientras deja atrás el río y los árboles, Steve siente que todo era una trampa. El río era una estrategia de la vieja para distraerlo, para que se alejara de la casa. Mientras sus pasos golpean el suelo como un tambor, Stephen solo desea que esta sea una de sus paranoias, que todo haya sido cosa del síndrome de abstinencia por falta de cocaína.

A pocos metros de la casa, oye los gritos desesperados de Tabitha y Joe. Corre y corre.

Al doblar la esquina, la escena no puede ser más aterradora. Ni en la peor de sus pesadillas, ni en el más horrible de sus libros puede concebir algo más abyecto. Sobre las baldosas del porche, bajo la sombra oscura de casa, Joe y Tabitha lloran y gritan. Sobre la mesa de la terraza está el almuerzo a medio comer. Las botellas de coca-cola están volcadas y un chorro negro, espumoso, resbala hasta el suelo. Joe camina en círculos histéricos, Tabitha está de rodillas en el suelo y sujeta a Owen. Tiene los ojos completamente blancos y su piel blanca se ha vuelto de color azulada. Cada paso es para Steve una eternidad. Por encima de su cabeza, justo antes de llegar a ellos, le parece ver desde la ventana de la casa una sombra que se mueve. Es una niña de ojos rojos, sonríe y sus dientes son afilados, su expresión es oscura. Desde detrás del cristal, lo saluda.

-Se ahoga, papá. OWEN SE AHOGA, SE AHOGA, SE AHOGA, PAPÁ.

Taby no puede articular palabra, está presa del miedo. Lo mira con expresión enloquecida. Si Stephen ha visto alguna vez una expresión así, ha sido en el sanatorio. Ese era el fin de todo, si no conseguía salvar a su hijo, ese iba a ser el fin. Owen apenas se mueve, aún está vivo, pero su alma cuelga de su cuerpo, a punto de separarse.

Dicen que los suicidas actúan como movidos por un resorte que se apodera de ellos. Desde ese día, Steve sabe que los héroes también. Sin pensarlo, movido por una fuerza extraña, levanta a su hijo y le estruja, con todas sus fuerzas, la boca del estómago. Tiene miedo de partirle una costilla, pero no le importa. Eso no sale. Aún no respira. Repite el procedimiento una y otra vez tal y como le enseñaron en el curso de primeros auxilios.

Nunca fue un buen estudiante, quizás ni siquiera fuera buen escritor. Mira a Taby y solo ve la expresión de una mujer desquiciada. La imagina con la camisa de fuerza en un sanatorio. Se imagina él mismo temblando contra una esquina, recordando esa pesadilla. Pero se despertaría y se daría cuenta que todo fue real, que su hijo murió aquel día en un extraño país porque papá había decidido dar una paseo campestre. No puede soportarlo.

-Si me sacas de esta, lo dejaré todo. Por favor, no te lleves a Owen. Llévame a mí.

Siente como su hijo suda y tiembla bajo entre sus brazos, pero poco a poco va perdiendo fuerza, casi no le queda vida. No quiere que se duerma, no quiere que se vaya, no, no.

Empuja de nuevo. Un trozo de carne roja, gelatinosa, sale disparada hacia el suelo. El niño, con una voz ronca, respira, toma aire y respira. Ahora respira y hay un silencio.

-Owen, cariño, Owen, mi vida.

Stephen llora. Con su hijo en los brazos, llora y solloza. Lo abraza, lo besa, y llora.

Suena el teléfono y Steve lo oye mientras sube con parsimonia las escaleras del sótano. Al segundo o tercer timbrazo, Taby contesta. Steve está satisfecho. Ha pasado toda la mañana trabajando en su nuevo libro, un ensayo destinado a jóvenes escritores que, como él en su día, buscaban hacerse un hueco en el mundo de la literatura. Era un libro que tenía pendiente desde hacía tiempo, pero nunca encontraba el momento de salirse de las historias de terror. Un escritor nunca escoge los temas que trata, lo escogen a él. También ha pasado un tiempo navegando en internet. Hace años que trabaja con ordenador, mucho más cómodo. Ese día, ha encontrado una traducción al inglés de un extraño volumen, Unausspreclichen Kulten de Friedrich Wilhelm von Juntz. El título de sonaba de algo, pero no recuerda por qué. Le gusta comprar libros por internet. Es 1999.

El reloj de la cocina marca las 12:30 y Steve lleva trabajando desde las 6. Como explica en su manuscrito, prefiere trabajar por la mañana porque es cuando se siente más inspirado. Luego suele salir a dar una vuelta. Lleva sin fumar unos veinte años, y sin beber otros tantos. Los vicios se habían acabado después de un traumático viaje que casi no recuerda, unas vacaciones a un país insignificante cuyo nombre no le viene a la mente. Está concentrado en servirse un café y canturrear una canción de los Ramones. El rock no morirá. Hace un día fantástico en Bangor, Maine. Los rigores del invierno han dejado paso a una luz clara que se cuela por los ventanales de la cocina. Taby dice bajito: Es Owen. Y le pasa el teléfono. Owen y Joe hace muchos años que se independizaron y ahora viven en la otra punta del país, en regiones con un clima más benigno. Ambos son escritores, como su padre, tienen su propia familia y casi no se ven. Su relación es inmejorable, piensa. Quizás porque pasan mucho tiempo alejados.

-Hey Hou, hijo. ¿Cómo va todo? ¿Estáis bien?

-Hola, papá. Sí, todo bien. Sally y los niños han salido a comprar algo.

-¿Cómo están los pequeños?

-Como siempre, con ganas de veros.

-Espero que vengáis pronto.

-Sí.

-¿Y Sally?

-Bien también. ¿En qué andas últimamente?

-Pues llevo entre manos un libro de ensayos, nada menos.

-No puedo creerlo. ¿En maestro del terror escribiendo ensayos? Pensaba que lo odiabas.

-Sí, pero sentía ese impulso. Ya sabes a lo que me refiero. Quizás me canso a la mitad.

-¿Y de qué va?

-Tendrás que esperar a que termine. Ya sabes que es una regla de oro no hablar de lo que uno escribe. Se puede perder el sentido, el ritmo. Te lo he dicho muchas veces.

-Siempre con tus secretismos. No pasa nada si le dices a tu propio hijo qué escribes.

-Sí, supongo que no. -y para cambiar te tema- Te noto preocupado, hijo. ¿Todo bien?

-Bueno, verás. -se hizo un silencio, Steve estaba cada vez más preocupado- Te parecerá una tontería, pero hoy he tenido una pesadilla horrible. ¿Recuerdas aquellas vacaciones?

-¿Cuáles? ¿Cuándo fuimos al Gran Cañón? Antes viajábamos bastante, ¿recuerdas?

-No, me refiero a aquella vez en España. Hace unos años. Me salvaste la vida, papá.

-Eso fue hace mucho tiempo, hijo. No vale la pena recordar el pasado.

-Me salvaste la vida.

-No pienses en eso. Cualquier padre hubiera hecho lo mismo. ¿Vas a ver el partido?

-Papá, ¿vas a salir?

-Sí, justo ahora iba a dar mi paseo. Uno tiene que mantenerse en forma con la edad y…

-No vayas, quédate en casa con mamá.

-No te entiendo.

-Hazme caso, papá. Por una vez en tu vida. Hazme caso y no salgas.

-Mira, Owen. No sé qué clase de sueño habrás tenido, pero ya basta. No debes hacer caso a las pesadillas, todo es mentira. Hazme caso, sé a lo que me refiero. Las escribo.

-Papá, por favor. Esta vez era diferente. Soñé con aquella niña, hace mucho tiempo, sabes que siempre he pensado que me casi muero por su culpa… No salgas hoy.

-Este cuerpo de acero no se mantendrá solo. Pero bueno, para que no te preocupes, no saldré. Me quedaré en casa con mamá. Quizás podemos hacer un pastel juntos. Nunca he sido muy buen cocinero, siempre se está a tiempo de aprender algo. ¿No te parece?

-¿Estás seguro?

-Te lo prometo.

-Está bien.

-Te quiero, hijo.

-Yo también, papá. ¿Me pasas con mamá?

-Claro. –“Quiere hablar contigo”, dice bajito y le pasa el teléfono inalámbrico.

Tabitha coge el auricular y escucha, su expresión es atenta. Steve sale de la cocina con el café, aún humeante, en la mano derecha. Va al balcón. Hace un día maravilloso. Las nubes de algodón transitan tranquilas. Hacía mucho tiempo que no las miraba. Cada vez más, las personas se vuelven materialistas y se olvidan del cielo, se olvidan de soñar.

-Me estoy haciendo viejo.

-¿Dices algo, mi vida?

-Qué extraño estaba Owen. ¿Habrá discutido otra vez con Sally?

-El matrimonio es difícil en estos tiempos.

-En los nuestros también lo era y míranos. Aquí seguimos. Jóvenes impacientes…

-¿Vas a salir?

-Iré a dar una vuelta por el camino. Sólo unos veinte minutos. Necesito aire fresco.

-Owen insistía en que no salieras. Estaba muy preocupado. ¿Por qué no te quedas hoy?

-Cariño, sabes bien que no voy a haceros caso. Necesito este paseo. Ya sabes por qué.

A pesar de los años transcurridos, Stephen tenía unas ganas imperiosas de fumar.

-Bueno, es imposible sacarte una idea de la cabeza. Solo te pido que tengas cuidado.

-Lo tendré, como siempre. A este viejo lobo no puede pasarle nada. Soy inmortal.

-Eres un estúpido.

-Te quiero.

-No vuelvas tarde.

-No lo haré.

Steve sale a la mañana y el aire es puro y fresco. Viven en una mansión alejada del centro urbano. Detrás de la casa hay varias hectáreas de terreno para ellos. Steve tiene la costumbre de salir a estirar las piernas. No puede correr, pero sí sale a caminar. Cuando dejó de fumar necesitaba moverse, cansarse. La ansiedad había pasado, pero echaba de menos, de vez en cuando, un cigarrillo, una cerveza fría. Esos fantasmas, aquellos recuerdos lo acompañarían siempre. Pero quería vivir, le daban terror los hospitales.

Sopla una brisa repentina que mueve sus cabellos encanecidos. El viento parece susurrar palabras entre los árboles, que tiemblan mientras pasa junto a ellos. Por un momento, piensa en lo que le ha dicho su hijo, lo mejor hubiera sido quedarse en casa. Pero ya está fuera y volver sería un signo de flaqueza. A los hombres como les queda el orgullo.

El camino de tierra pasa por entre la arboleda. Los sauces enormes de nueva Inglaterra lo miran pasar quedamente. El viento se ha detenido y el día es agradable. Se siente maravillosamente. Esa mañana casi no le han dolido las rodillas al salir de la cama. Ha escrito bastante y el libro va tomando forma fácilmente. Pronto podrá mandarlo a la editorial y ponerse con otra cosa. Quizás la historia de un asesino en serie. Hace un tiempo se siente encasillado en el género del terror, por los malditos críticos literarios.

Hay verdaderos locos. Por su condición de escritor de novelas de terror, la gente solía pensar que él creía en esa clase de cosas. La realidad es bien distinta. Él sabía que solo eran historias, mentiras, ficciones que daban mucho dinero. La vida le había enseñado que los payasos malditos, los monstruos de la oscuridad, los engendros mutados y mutilados que viven de las cloacas, todo eso no existía. A lo único que había que temer era a las cosas reales. La realidad siempre superaba la ficción, pero no lo parecía. Millones de muertes cada día en guerras, asesinatos, accidentes, enfermedades. Eso.

Steve llega a la carretera interestatal. Es un tramo bastante corto el que tiene que recorrer por el arcén hasta llegar al camino que lo llevará al río. Hay un parque y los transeúntes suelen ir a correr por la zona. Pero el gobernador nunca había arreglado ese tramo de carretera que debería pasar por otra parte. Los políticos y sus promesas.

Los coches y los camiones pasan con parsimonia. Steve es un transeúnte más, un viejo en el que nadie repara. Le gusta el anonimato y los sitios tranquilos. Ser famoso es un engorro cuando iba con sus hijos a tomar una hamburguesa. Cuesta distinguir la vida real, fijarse en los detalles porque cada dos por tres hay un individuo que quiere un autógrafo. Casi no sale de casa. Ese es el único rato que tiene para sí mismo, ese paseo.

Y al fondo, a unos metros, la ve. Va vestida con su viejo traje de época, bastante sucio. Igual que la recordaba. Su cabello rubio cae apelmazado sobre sus hombros. Hacía años, décadas, que no la veía. Finalmente lo había encontrado. No sabe cómo ni por qué estaba allí. Piensa que está alucinando, que está soñando despierto, por lo menos. Al salir de aquella casa, mientras se marchaban con el coche, de camino al aeropuerto, la vio por última vez en la ventana. Sus ojos brillaban. Una mano mortecina lo señalaba. Ya no recordaba todo aquello, lo había olvidado. La niña estaba allí de nuevo, sola, como siempre, mirándolo. El corazón pugna por saltar del pecho y le molesta, ya no está para tantos trotes y el riesgo de un infarto de miocardio es razonable. No ha llevado una buena vida de joven, aunque lleva cuidándose muchos años. La niña está en la misma posición. Sus pies parecen no tocar el suelo. Es mediodía. No pasa un solo coche. La luz parece haberse vuelto mortecina. Ella espera al lado del camino que había de llevarlo al río. Realidad o ficción, Steve se ha detenido. Las piernas enclenques, fuertes para su edad, pero envejecidas, tiemblan. Un chorro de pis puga por salir de su entrepierna y su próstata casi no puede retenerlo. Él está bastante más viejo, ella está exactamente igual, con su cara de plástico grasienta. Levanta una mano y lo saluda. Steve está paralizado, no sabe qué hacer. La niña, aquella vieja, levanta uno de sus brazos y lo señala. Y empieza a acercarse, rápidamente, pero no parece pisar el suelo, solo desplazarse sobre el asfalto sin tocarlo siquiera, como movida por una rampa frenética del aeropuerto.

Steve se gira y decide emprender la retirada. Una sombra se lanza sobre él. Casi no puede distinguir el color azul oscuro de la camioneta. Su cuerpo sale despedido unos metros y se oye un frenazo sobre la carretera. Y luego, un silencio que se rompe cuando oye la puerta del conductor cerrarse con un portazo. El hombre sale y grita. No sabe qué hacer. Ha atropellado a un transeúnte, a un hombre que se ahoga en su propia sangre. Casi no puede respirar. El hombre está tendido en el suelo en una postura imposible, retorcida. Quién es ese maldito viejo. Qué ha hecho él para merecer eso, maldita sea.

Pide ayuda. Sin duda es un buen tipo. Steve está consciente sobre el asfalto. Piensa en Taby, en Joe, en Owen. El final no puede llegar así, tan abruptamente. Él iba por el lado correcto de la carretera, no se había salido del arcén. Frente a la policía, el conductor de la camioneta diría que se había distraído porque su perro se asustó, parece ser que había visto algo en la carretera, y que por unos instantes había ocupado el arcén. No había visto al hombre hasta tenerlo encima, se le apareció como una sombra, no pudo frenar.

Poco más tarde se enteró de que había atropellado a Stephen King, maestro del terror.

Una parcela en el arte para ser feliz

Cuatro millones de documentos word abiertos con textos terminados y otros a medio corregir. Abro uno nuevo. Una base de guitarras repetitiva a contratiempo y una voz rota arañando la mañana. Es sábado, son apenas las nueve y en mi despacho solo se escucha, además de la tenue música, el repiqueteo de mis dedos sobre el teclado. Estoy tan acostumbrado a escribir en el ordenador que no necesito mirar la pantalla.

Si escribo rápido es porque he escrito mucho, muchísimo, y si bien no he pasado de ser un pobrecito escribidor, por lo menos he aprendido a rellenar folios de manera copiosa sin cansarme demasiado ni física ni mentalmente. La práctica es el único secreto.  

Mi relación con la escritura es lonjeva. ¿Qué es lo que causa que un niño, apenas un adolescente, se convierta en un padre en la treintena presionando las teclas de un ordenador de mesa? Es una pregunta a la que no sabría muy bien cómo responder. Mi romance con la escritura es como toda relación larga y de años. Hemos pasado por mucho y ha habido crisis insuperables, incluso separaciones, y reconciliaciones apasionadas que siempre nos han hecho volver al lecho de la página en blanco.

Siento un placer inexplicable al escribir las palabras una detrás de otra. Porque escribir es vivir y esta vida me lo ha dado todo. He cultivado otras aficiones solamente para poder entender mejor la escritura. Se requiere trabajo y talento y mucho trabajo para ser mínimamente efectivo en un arte tan complicado, en un terreno tan vasto como el texto.  

Ya no podría abandonar nunca porque formo parte de estas letras: yo las escribo y ellas me escriben a mí. ¿Qué es lo que impulsa a las personas a buscar en el desierto del arte: ya sea uno actor, músico o escritor, de mucha o de poca monta? Si se sabe lo que hay: nunca sentirse suficientemente reconocido, comprendido, amado, suficente: el genio, el fracaso y el artista son palabras sinónimas casi siempre. Pero el momento más feliz de alguien es cuando crea, ya sea este médico, electricista o escribidor. Así tecleo y trabajo duramente un sábado por la mañana cuando podría estar durmiendo o haciendo otra cosa, cuando prefiero sacar las palabras de sus escondites con la punta de los dedos.

Mis quehaceres me reclaman, es hora de dejar reposando la página. Cojo a mi hija en brazos y me pongo a corregir este texto. Ojalá ella un día encuentre su parcela en este desierto del arte, porque allí, pase lo que pase, siempre será feliz y, además, estaremos cerca.

Estamos hechos de sentimientos, no de cables

Seguro que conocen ese poema de Garcilaso “En tanto que de rosa y azucena” donde el poeta invita a una chica joven y preciosa a gozar de la vida cada segundo; si no lo recuerdan, me permito la libertad de transcribir los versos aquí.

En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

   y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

   coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

   Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.

Lo digo porque hace poco estuve trabajando este soneto, el veintitrés, en clase, y hoy ha pasado algo alucinante, irrepetible. Ha sido uno de esos días normales y corrientes en los que llegas a la última clase exhausto de las cinco clases anteriores, pensando si habrá valido la pena el esfuerzo de las horas precedentes, si podrás enseñar algo a alguien.

Cualquier experto en la materia diría que son malos tiempos para enseñar una asignatura como Literatura castellana en pleno siglo XXI. Parece una materia molesta en los planes de estudio actuales: todo es tecnología y ciencias exactas; o gamificación, simplificación y papilla. Pero yo no soy ningún experto y todavía no me he rendido.

Me sorprendo cuando mis alumnas de bachillerato empiezan a descubrir de qué va esta materia donde pasaremos cuatro horas a la semana. Este curso me ha tocado un grupo en el que a duras penas se lee o se piensa en otra cosa que no sean las redes sociales. Cualquiera que mirara a mis alumnas desde la mesa del profesor pensaría que esas chicas no tienen interés alguno que las motive en los planes académicos, y menos todavía en aprender quiénes eran Garcilaso, Góngora, Ronsard, Horacio.

Los padres, los profesores, los adultos sabrán de lo que hablo. Los testimonios descorazonadores copan los libros para profesores: ¡Estos chicos no tienen remedio! ¡No tienen ni idea de nada! Yo, a veces, también lo he pensado; pero la lección me la han dado hoy a mí, sin esperármelo siquiera; me hace plantearme si yo tengo idea de algo después de todo.

Había que analizar el soneto XXIII de Garcilaso cuyo tema es el llamado carpe diem:atrapa el día”, “vive el momento”, “coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto”. El poeta invita a una chica joven a disfrutar los goces de la vida antes de que lleguen la vejez y la muerte. El tiempo, el inexorable pasar de “la edad ligera”, todo lo cambiará, por no cambiar, el muy malvado, de costumbre: pasaba en el siglo de oro y ahora. 

Poco a poco, íbamos desgranado el significado de cada verso, de cada estrofa, sin perder de vista la unidad del poema en su conjunto. Paladeábamos la bella pronunciación de los endecasílabos: “el viento mueve, esparce, desordena”; buscábamos la rima con “azucena” y nos preguntábamos si aquella flor, junto con la rosa, tendrían algún significado oculto, alguna relación con el paso del tiempo, con los años fugaces.

El tiempo de la sesión se terminaba y nos hallábamos en pleno éxtasis místico-literario. Veía en las miradas de mis alumnas cómo aquellos versos antiguos de Garcilaso se les estaban gravando en el corazón, sin ellas darse cuenta. Una vez vista la métrica, la rima, el tema y los símbolos, les pedí que escribieran para el próximo día una experiencia que a ellas les evocara el carpe diem. Es decir, un recuerdo o pensamiento que les recordara que había que vivir, aprovechar cada segundo. Les puse un ejemplo de mi experiencia personal. A mí me llaman mucho la atención las fotografías antiguas, en blanco y negro o en color sepia. Cuando en esas imágenes veo a niños o a jóvenes o a gente de mi edad, en la treintena, pienso en qué habrá sido de sus vidas, me asalta la idea de que esas personas no se imaginaban, en el momento que tomaban la foto (un baile, un acontecimiento, un día cualquiera), que yo las estaría mirando después de sesenta, setenta u ochenta años. Un día yo también seré un personaje de una foto así: un rostro quieto que grita ¡caarpe dieem… caarpe dieem! desde las lejanías del espacio-tiempo.

Sonó el timbre y cada cual siguió con sus ocupaciones. Los problemas diarios me hicieron olvidar a Garcilaso y sus consejos hasta la siguiente clase de literatura, que ha tenido lugar hoy mismo. A última hora de un martes, hemos sacado los apuntes y hemos explicado lo que es el hiato, la sinéresis, la diéresis, los tipos de rima y el arte mayor y menor de los versos. Una de esas clases que lo dejan a uno exhausto. Quince minutos antes de que se terminara la hora, las alumnas me han recordado que teníamos que hablar del carpe diem. Y es ahí donde me he han dado la clase de literatura a mí.

La primera alumna habló de su abuela. “Ella siempre me dice eso, que tengo que vivir cada momento, aprovechar la vida. Y a mí me da mucha tristeza cuando hablo con ella, pensando que un día no la tendré y no podré hacerlo”. Yo le dije que eso no era exactamente tristeza, pues era un sentimiento triste, sí, pero muy bonito. Además, su abuela tenía toda la razón.

El clima de la clase cambió y se sentía una calidez muy íntima, como de una pequeña plaza. Otra alumna habló de su país, Ecuador, pensaba en el carpe diem cuando recordaba a su familia, que estaba allí en su mayoría y hacía muchos años que no veía, a pesar del amor. Debía haber disfrutado de cada momento cuando estuvo con ellos, sin duda lo hará al volver a verlos de nuevo, si es que eso es posible, porque los días van pasando.

Alguien dijo que estaba a punto de llorar, ¿pero eso es malo? Otra habló de su padre, que ya no está. “Pienso en el tiempo que pasé con él”. No dije gran cosa, solo la escuchamos. Ella sentía que había que valorar cada momento, porque no sabes cuándo todo se va a terminar, cuándo dejaremos de estar con las personas que más amamos.

Íbamos llegando al final, a punto de que el timbre rompiera la burbuja de ese momento único, sutil, como cuando entra una mariposa por la ventana. “Mi caso es un poco fuerte. Yo pienso en el carpe diem porque tuve un problema de salud muy grave.” Le dije si era una enfermedad larga y contestó con esa palabra tabú que da tanto miedo. “Estaba en el hospital y veía que la vida se me podía escapar”. Y, en esos momentos, ¿qué era para ti lo más importante?, preguntaba yo. “Las risas con mi familia, los buenos momentos en el hospital, la gente que conocí allí: con eso te quedas.” Ostras, vaya clase de literatura. A pesar de haber leído hasta la saciedad a Garcilaso, a Góngora, a Ronsard, a Horacio, he salido del aula en una nube, oyendo una voz honda que decía: ¡Carpe diem!  

Y quizá haya esperanza para la Literatura castellana en estos tiempos aciagos para casi cualquier arte. Al final, los seres humanos estamos hechos de sentimientos, no de cables.

No tengo prisa

De camino a la estación, miro el reloj, son apenas las siete, y no tengo prisa. Decidí salir temprano de mi apartamento porque estaba expectante y tenía ganas de tomar un poco el aire antes de meterme en el tren dos horas y aparecer en el corazón alocado de la gran ciudad.

Hace una tarde magnífica. Algunos bañistas vuelven con sus enseres de la playa en las manos: sombrilla, toalla, alguna nevera portátil. El verano poco a poco se termina y a esta hora, en este día, corre una brisa fresca y húmeda que me hincha la camisa fina de algodón. Acarreo una maleta negra en la mano derecha, que compré para otro viaje, con pocas prendas: un par de camisetas, ropa interior, otros tejanos aparte de los que llevo puestos, el cepillo de dientes y el resto de los enseres para el aseo. Una sensación de optimismo me hincha los pulmones, me siento en paz y contento. Van a ser unos días maravillosos.

Miro al cielo mientras camino por la acera en dirección al viejo y sucio edificio de la estación. Es un lugar que me gusta. Tengo pensado tomar un café en el bar, en la terraza que da al primer andén, el más ancho, y ver pasar los trenes, la tarde, la gente. He quedado para cenar en Barcelona sobre las diez, Claudio me estará esperando en la estación central, dejaremos mi maleta en su casa de Gracia y quizá tomemos algo por allí cerca. No tengo ninguna prisa esta tarde.

Como pasaré unos días en la ciudad, he dejado el coche en mi casa -a unos diez quilómetros de la estación- y he llegado en autobús. Es difícil aparcar cerca y además todas las plazas son zona azul, es decir, de pago. Para no dejar el vehículo en una calle lúgubre durante mi estancia, he decidido llegar en transporte público. Hacía tanto tiempo que no me subía a un autobús.

Me acordaba de mi adolescencia mientras miraba el paisaje pasar por detrás de la sombra de mi rostro en la ventanilla. El panorama seguía siendo el mismo de siempre, de mí no sabría decir lo mismo. Han pasado más de diez años entre aquel chaval que conocía a todos los conductores y yo. Los vehículos tampoco han cambiado mucho, el material sigue emitiendo crujidos cada vez que tomamos una curva cerrada o pasamos por encima de un badén, su velocidad sigue siendo anormalmente alta y pienso que es un milagro que, en todos estos años, no haya pasado nada grave. La empresa concesionaria debe de tener algún acuerdo con el diablo o el ayuntamiento a este respecto. La vida entonces, aunque casi nunca tenía dinero, era más sencilla en algunos aspectos: tenía amigos, pareja, iba sobrado de confianza. Ahora tengo otras cosas y con el tiempo he ido aprendiendo a achacar el hecho de que no tenga más por culpa de los tres factores antes mencionados. Pero fui bastante feliz y supongo que cometería los mismos errores de nuevo, pero no ahora.

Aunque he dejado atrás la euforia, sigue brillando dentro de mí un viejo vitalismo como un rescoldo, incluso en los momentos más difíciles. Tengo una profesión que me gusta y, lo mejor, es que me deja tiempo -y dinero- para dedicarme a hacer lo que me apasiona: tocar la guitarra y escribir canciones. He conseguido algunos éxitos humildes a este respecto y, como llevo muchos años tocando, parezco profesional cuando ejecuto una pieza y domino bastante de harmonía a pesar de no haber ido nunca al conservatorio. Las veces que he tenido un profesor de música, o de cualquier otra cosa, no ha sido muy excelente; siempre eran tipos que tenían pocas ganas de enseñar y que se dedicaban a la docencia porque no habían podido trabajar de lo suyo. Nunca disfrutaban con lo que hacían y me pregunto si alguna vez disfrutarían de la vida en general. Me contesto que seguramente no, y que seguramente por eso nunca habrán impresionado a nadie tocando su instrumento. Me detengo y veo que es un pensamiento bastante duro, pero me lo permito porque lo digo para mí mismo. Antes hablaba por los codos sobre lo que pensaba y hacía hipótesis sobre todo lo que ocurría entorno a mí; ahora lo sigo haciendo, pero procuro no contarlo porque por la boca muere el pez, que decía la canción, o algo parecido.

Yo, en este aspecto, he tenido suerte. Algunas veces me han dicho que tenía un talento especial para tocar, que debería haberme hecho músico. ¿Acaso no lo soy ahora? No, pero músico con estudios de música. Ya, pero prefería tener un buen trabajo antes, que me robara la mayor parte del tiempo, tiempo que podría dedicar a un sueño que, por otra parte, difícilmente se cumpliría y acabaría igual de amargado que los pelanas que me daban clase. Para nada, mejor o peor, prefiero que mis pasiones no me roben la alegría. Tengo suerte porque creo que no lo hacen, al contrario.

Recuerdo que aprendí a tocar la guitarra en Madrid. Conocí a un amigo, Roberto, borracho de libros y música de autor, como yo, que tenía un año menos y una beca de estudios igual que la mía. Nos hicimos tan inseparables que pude ver de cerca cómo aprendía. Sabía de una web donde estaban todas las tablaturas de las canciones, había buscado las más fáciles y las que sonaban mejor, a partir de aquí el ancho mundo de la música se limitaba a seguir tirando del hilo y a hacer la pregunta correcta en Google para que te mostrara el ejercicio adecuado para ti. Dicho así, por mi voz interior, parece muy lógico, pero todavía es difícil ordenar los niveles de información en Internet: el día que descubran el negocio y la gente se acostumbre, se acabarán los colegios, los institutos, las universidades: todos los centros de enseñanza al uso que existen hoy en día. ¿Me quedaré sin trabajo dentro de veinte, treinta años? Al fin y al cabo, yo también soy.

-¡Isaac, Isaac! ¿Qué haces por aquí?

Estaba sorteando una fila de maletas, camino de las ventanillas para adquirir un billete solo de ida, por favor; casi había tropezado con una y llevaba la mía en volandas cogida de un solo brazo. Iba tan distraído que no había mirado a nadie y cualquiera que me viera pensaría que era un autómata con los ojos puestos a años luz de la realidad circundante. La voz era conocida, muy conocida de hecho, me giré un tanto sobresaltado, pero procuré que no se me notara.

-¡Hombre! -es lo que dije, a pesar de que era una chica. -Isabela. Cuánto tiempo sin verte, qué guapa estás, ¿cómo va todo? -Quise decir eso, pero solo acerté a decir la última pregunta con un cacareo nervioso mientras me apartaba de la fila para que la señora que tenía detrás de mí, impaciente, ocupara mi posición en la cola. No me importaba, no tenía ninguna prisa y, en aquel instante, el encontrarme con Isabela era una grata sorpresa.

Nos dimos un abrazo, bastante frío, quizá fue normal, pero antes nos abrazábamos tan fuertemente, y el cuerpo parece recordar tan bien ciertas cosas, que ahora todo parece sucedáneo de cortesía. Hace mucho tiempo que no abrazo a nadie como la abrazaba a ella. Me han dicho que tengo un muro, una coraza: es para no sufrir, me gustaría contestar, pero encojo los hombros, sonrío y digo que soy así. Por encima de su hombro, pude ver que algunas chicas nos miraban, me miraban, con escepticismo, las mismas que yo había sorteado un momento antes. Seguramente pensaban que yo era el famoso Isaac y que, al fin y al cabo, era muy poco para ellas. Quizás me habían imaginado más guapo, más alto, con más carisma. A veces me cruzan pensamientos de otra gente entre los míos, y me gustaría pensar que me equivoco, pero por desgracia, generalmente, no es así. Como me daban igual, no volví a dirigirles la mirada, ni siquiera hice un tibio conato de saludo.

-¿Dónde vas?

-Pues a Barcelona, he quedado con Claudio allí, ¿te acuerdas de él? -como era una pregunta retórica, continué atropelladamente- Vamos a dar un conciertillo en un bar de copas que hay por Gracia, él vive allí desde hace un par de años.

-¿En serio? Qué pasada. Sigues tocando, ¿verdad? -Por los ojos de ella, tan embriagadores como siempre, podía ver que se alegraba de verme y eso agitaba la tumba de viejos sentimientos que, de hacía años, andaban criando malvas y polvo. -Nosotras hemos venido a dejar a Laura, que se va a Valencia. -Hizo un gesto con la mano y la tal Laura levantó su mirada asqueada del móvil, la miró a ella y volvió a bajarla en silencio. Lo mismo hacía la otra, la cual había dejado de prestarnos atención para atender a las múltiples redes sociales y todo eso.

-Oye, ¿te apetece que echemos un café? -Cuando estas palabras salieron de mis labios, no podía creerlas. No las había dicho yo, sino otra entidad que hablaba por mí. Recodé la película aquella de Woody Allen, Un seductor de medio pelo o algo así, soy malo para las películas y los nombres. En este caso, Humphrey Bogart había hablado por mí. Al darme cuenta, empecé a cagarla. -Bueno, si te apetece, si no, no. Tienes cosas que hacer…

-¡Vale! Me apetece mucho. Vamos a la terraza esa, que me encanta. Me gusta sentarme y ver pasar los trenes y la gente, antes lo hacía mucho. Me venía a pensar, jeje. Oye, ¿pero no tenías que comprar el billete?

-Tranquila, mi tren no sale todavía. No tengo prisa. -dije sin mirar el reloj ni saber, en realidad, qué hora era.

-Chicas, voy al bar a tomar un café con Isaac. Lauri, si llega tu tren avísame, eh. A ver si no se retrasa mucho.

-Ok. -Contestó secamente la otra sin levantar la vista. Le habría soltado una grosería. Algo como “maleducada, deja el móvil de una puta vez que te están hablando”. Pero no lo hice, me limitaba a mirar a Isabela un poco más adelantado, con mis pies apuntando en dirección a la cafetería de la estación. Seguro que parecía idiota.

-¿Y tú qué? ¿Qué haces con tu vida? Pensaba que vivías en Inglaterra, ¿ahora andas por aquí? -deseaba con todo mi corazón que me dijera que sí.

-No, estoy de vacaciones. He venido a pasar unos días con la familia, ya sabes. Tan pesados como siempre.

-¿Cómo están? Me acuerdo un montón de ellos, sobre todo de tu hermano, no lo he vuelto a ver desde… -que lo dejamos, que te dejé, que me fui casi sin despedirme no sé muy bien adónde- Dale recuerdos.

-Jaja, claro. -Creo que me leyó la mente, en cierto modo, porque levantó la guardia de forma imperceptible, solo por la energía que se respiraba en torno de nosotros. Pensé que cambiaría de idea y volvería con sus amigas, pero no lo hizo. -¿Qué te apetece? -Dijo cuando llegamos a la barra del establecimiento.

-Un cortado con hielo, por favor.

-Un café con leche corto de café.

-¿Leche caliente? -dijo la camarera con acento del este.

-Sí. -contesté yo. Stevtlana, sabía su nombre porque lo ponía en una plaquita que llevaba sobre el pecho izquierdo, me miró sorprendida porque la pregunta no iba dirigida a mí. Isabela se echó a reír y la máquina del tiempo nos transportó a los dos unos cuantos años antes, cuando pasábamos la tarde tomando un café, besándonos, hablando de mil pamplinas que para nosotros constituían los pilares de la Tierra, de nuestro mundo.

-¿Todavía te acuerdas de cómo me gusta el café, eh?

-A eso no se le puede llamar café, sino leche sucia, del infierno, ideal para una fría tarde de verano. Qué puto asco. -Dije sin perder la sonrisa, en realidad me encantaban sus manías y algunos gustos extraños que tenía.

-Sigues tan tonto como siempre… -e hizo un mohín falso de disgusto. Humphrey Bogart me instaba a que la besara, “BÉSALA, IDIOTA”, pero no lo dice y apreté los puños. Vi que me había tendido la mano levemente, estaba en el aire esperando que yo la cogiera; antes era un gesto que hacía sin darse cuenta, pero la apartó pronto. Stevtlana trajo los cafés, pagamos, pagué, se quejó porque pagara yo, y nos fuimos a la terraza, ella con su taza humeante y yo con mi vaso que contenía un líquido que se volvía helado por momentos.

Nos sentamos el uno al lado del otro, los otros dos vértices de la mesa cuadrada apuntaban hacia los andenes, los cables, el muro que separa la estación de la playa, el mar. Era una tarde preciosa. Las nubes marineras nos miraban a lo lejos.

-Me decías que seguías en Inglaterra, ¿cómo te va con los gabachos?, ¿te quedas muchos días por aquí?

-Las cosas van genial, Isaac. Aquello te encantaría. Hay mucha música en directo y no ponen nada de lo latino que ponen aquí, ya sabes, la mierda de siempre. Hay grupos geniales que tocan como bandas grandes en pubs pequeñitos. Incluso en el pueblecito donde vivo yo, hay un garito en el que todos los jueves, viernes, sábados, e incluso los domingos, hacen música en directo. La mayoría de los grupos tocan éxitos de hace mil años. A veces me acuerdo de ti, te encantaría, Isaac, en serio.

-Podría probar suerte. Podría tocarles una rumba catalana con la guitarra aquella, ¿te acuerdas? La que fuimos a comprar al Musica’s. Tiene un sonido brutal, no he vuelto a tener una guitarra como esa, es mi preferida.

-¿Y dónde la tienes? ¿No ibas a Barcelona a tocar?

-La he dejado en casa. Claudio insiste en que debemos hacer el directo con una acústica suya, por rollos de sonido y tal. Parece ser que una española no pega con el rock-pop y con esas canciones lacrimosas que a ti te gustan tanto. Ya sabes, Only got the sun when you’re feeling low, only got the snow when it’s strats to snow… -Canturreé con una voz ridícula, como si me hubiera pellizcado el escroto. Me pegó en el brazo mientras se reía.

-¡Así no es la letra! ¡Te la has inventado! Only MISS the sun… -cantó ella brevemente, y deseé que continuara, que la cantara entera, como cuando íbamos en aquel coche minúsculo que tenía yo por entonces y ponía sus canciones, que luego fueron las mías, a fuerza de escucharlas tanto. Pero ya no era entonces, sino ahora.

-¡Canta, canta! A ver si me la aprendo… Esa la tocamos también, pero como el vocalista es Claudio yo me limito a los arpegios.

-Me gustaría verte tocar.

-¿Por qué no te vienes conmigo? Lo pasaremos bien. Seguro que a Claudio no le importa que te quedes a dormir, ahora sus compañeros de piso se han ido de Barcelona y tiene la casa libre. Tocamos mañana por la tarde en la Plaça del Diamant con unos colgados amigos suyos, te caerían bien. Son buena gente, ya sabes, músicos de la vida. A mí me parecen unos flipados, pero no se lo digo, claro. Se creen estrellas del rock y además…

Antes de que contestara al ofrecimiento, una voz la llamó.

-¡Isa! -Sus amigas nos miraban con el mismo escepticismo, o desprecio, de antes, a unos metros. Yo las odié en ese momento con todas mis fuerzas, esa voz de pito roto nos devolvía a un presente menos luminoso, más gris, más mezquino.

Se fue con ellas y yo me quedé en la mesa temiendo que no volviera. Le quedaba la mitad del café todavía. Sus amigas se disponían a pasar al andén número cuatro, el tren estaba al caer, lo clamaba la voz femenina de los altavoces. Tenían que acceder por un túnel subterráneo y supongo que esperaban que Isabela las acompañara. Me quedé mirando la escena, conjurando todos los astros para que se quedara conmigo. Hablaban un rato, se abrazaban y se despedían. Cuando la vi volver sola, mientras aquellas dos arpías no se dignaban ni a mirarme, me sentí tan afortunado que casi me pongo a saltar. Si hubiera tenido rabo, como un perro, lo habría estado moviendo frenéticamente.

-Hemos quedado para vernos antes de que vuelva a Witney.

-¿Así se llama tu pueblo, donde vives?

-Sí, no está muy lejos de Oxford. Es precioso, la universidad es maravillosa. Todo allí parece sacado de una película de estas de magia y edad media.

-Estilo Harry Potter.

-Exacto. -Hablábamos de cualquier cosa, quizás se le había olvidado mi propuesta. Así que, desoyendo los consejos de la voz interior, insistí.

-Pues, como te decía, podrías venir conmigo y.

-Me temo que no puedo, Isaac. Tengo muchas cosas que hacer por aquí y no puedo estar fuera de casa, he venido a ver a mis padres. Imagínate el cabreo que se agarrarían si les digo que hoy me voy a Barcelona contigo, jeje.

-Claro, lo entiendo perfectamente. -No me pareció una excusa, sino un motivo perfectamente razonable. Quizás no es lo que hubiera hecho yo en su lugar, pero yo no era ella.

-¿Cuánto te quedas por aquí? ¿Tienes muchos días de vacaciones o qué?

-Oye, estaba pensando… ¿A qué hora tienes que coger el tren? No vaya a ser que lo.

-Tranquila, tranquila. -Miré el reloj sin ver qué hora era- Puedo coger el último tren a Barcelona, no tengo prisa.

-¿Pero no estará esperándote Claudio?

-Pero a ti hace más que no te veo. Cuánto, ¿dos, tres años?

Miró su teléfono móvil y contestó a los mensajes pendientes. Siempre había sido una chica actualizada a los tiempos, no como yo, que soy un anacronismo. Si ahora estaba de moda el libro electrónico, a mí me gustaban los libros de papel; si ahora se llevaba tal red social, yo usaba la anterior; y así con todo. En todo ese tiempo no había mirado el teléfono y no tenía la necesidad de hacerlo ahora. Seguramente Claudio me estaría preguntando qué tren había tomado, pero yo no quería perder un solo segundo en mirar una maldita pantalla cuando podía mirar a Isabela. Levantó la vista y parecía más tranquila, más distante. Quizás sus amigas le habían dicho algún comentario negativo sobre mí. A saber: ¿ese es tu ex?, qué feo, que pelos, qué ropa de vagabundo, etcétera. Una de las reglas del ligoteo es ganarse a las amigas. Yo nunca las cumplía, soy un anarquista de la seducción. Ojo, ¿acaso estaba intentando ligar con ella?

-Perdona, tenía un montón de mensajes. Qué pesada la gente, ¿verdad?

-Supongo.

-Pues la verdad es que me voy pronto. Dentro de tres días, el viernes cojo el avión de vuelta. He pasado una semana y media aquí. Luego me voy unos días a Irlanda.

-Qué pasada, debe ser precioso. -Es bastante difícil para mí ocultar la decepción, así que intenté cambiar de tema para que la música del azar que nos había unido no dejara de sonar. -¿Y el trabajo qué tal?

-Muy bien. He encontrado de lo mío. Me ha costado horrores, antes estaba en un restaurante, pero la verdad es que me lo pasaba muy bien. Tú también has sido camarero, ya sabes a qué me refiero. Ui, me ha salido un pareado, jaja. Bueno, pues eché un montón de currículum y ahora estoy trabajando para una multinacional. Me pagan poco, gano prácticamente lo mismo que en el bar, pero no me quejo porque es una oportunidad.

-No sabes cuánto me alegro, en serio.

-Sí, estoy muy contenta. Estas son mis primeras vacaciones desde que estoy en esta empresa. Me han dado un montón de días. Allí las cosas son diferentes, Isaac. Parece que hay más ventanas, más posibilidades… Todo aquí está estancado, la misma gente, con sus historias de siempre. Me ahogan, no lo soporto. Estoy unos días, todo el mundo está contento de verme, y luego me vuelvo a marchar. Así no hay problemas, no hay complicaciones. Cuando me fui no sabía muy bien lo que hacía. -Una sombra cruzó por sus ojos, que se volvieron más oscuros, como recordando momentos difíciles. Su mano estaba sobre la mesa, como la mía, tuve la intención de acariciarla, de apretarla, de darle un beso en el dorso como hacía antes cuando se ponía así. No hice nada de todo eso. -Pero ahora estoy genial. Inglaterra me ha dado todo lo que no conseguía aquí.

-Joder, es lo mejor. Lo mejor que me podrías contar. Estoy muy contento por ti. Eres una chica valiente, siempre lo has sido. -No sabía muy bien lo que decía, pero quería llenar el silencio.

-¿Y tú que haces?  ¿A qué te dedicas ahora a parte de tocar con Claudio por Barcelona?

-Soy profesor en un instituto.

-¿En serio? Qué buena noticia. Lo que siempre quisiste, al final lo conseguiste, estoy segura de que eres genial y tus alumnos te quieren un montón.

-Bueno, hay de todo, pero en general me va muy bien sí, y estoy contento. Ha sido difícil, he dado algunos tumbos y he tenido que pagar una pasta por el máster, pero al final estoy en la rueda. No sé qué será de mí en setiembre. Supongo que me llamarán para cubrir una plaza en algún instituto, pero nunca se sabe ni dónde ni cuándo ni cuánto tiempo. Estoy con la incertidumbre, no me molesta. Me da igual dónde ir, no me ata nada aquí a parte de mis padres, hermanos, familia, etcétera.

-¿Cuándo te dirán algo?

-A finales de agosto, la semana que viene o la otra.

-Eso es dentro de nada.

-Sí.

-Espero que tengas suerte y te den algo por aquí cerca. Así no tendrás que ir muy lejos de casa.

-Ahora vivo solo, hace unos meses me he emancipado. Soy un chico autosuficiente del siglo XXI, puedo vivir donde sea. ¿Quién sabe? Quizá me voy a Inglaterra de profesor de español para los niñatos guiris.

-Encontrarías trabajo seguro.

-Además, allí me puedo cruzar contigo, como hoy. Qué casualidad, eh. He pensado en escribirte, en saber de ti, pero me daba… No sé, ¿sabes lo que te quiero decir?, ya me entiendes, es complicado y, no sé.

-No, no sé lo que me quieres decir, ¡no has dicho nada! -decía entre risas, el pelo le caía sobre los hombros, una brisa me trajo su olor, aquel aroma suave que tenía ella, que he buscado en tantos cuerpos y en todos he notado un hedor rancio de desapego. Pero allí estaba el suyo, otra vez, como ayer, como siempre. -No has cambiado nada.

-Espero haber cambiado un poco. He ordenado los muebles de mi cabeza, su trabajo me ha costado, no te creas. Por poco se me cae el mundo encima, pero creo que ahora lo tengo todo bajo control.

-Dime, ¿tienes novia?

Le habría dicho que no. Que desde que no estoy con ella no había vuelto a sentir nada. Que me sentía solo y que me había acostumbrado. Que no conseguía encontrar nada ni nadie que me volviera loco, que me hiciera volar y olvidar el entorno. Que había ido a mil lugares, conocido a cientos de personas, y que no había nadie como ella. Que a veces miraba la luna y pensaba si ella la estaría mirando también, en otro lugar, y si pensaba a veces en mí y en lo que tuvimos. Que éramos muy jóvenes e inexpertos y no sabíamos lo que teníamos entre manos. Que el amor era algo muy poderoso, muy peligroso, y en las manos de dos adolescentes era fácil que se cayera, que se me cayera, pero no se me había roto, no se rompió mi parte y la guardo en el fondo del alma y no encaja con nada porque ese trozo es la otra mitad del que se quedó con ella, que no sé si guarda, que no se si existe.

-Bueno, he tenido, tengo, algunas amigas. Pero nada serio.

-Tú siempre igual, a ver si un día sientas la cabeza…

No me atreví a preguntarle si ella estaba con alguien. Supuse que no, porque si lo estaba, ¿qué demonios hacía hablando conmigo? Si yo estuviera con ella, y se sentara con un ex una tarde a hablar sobre la vida me sentiría mal, me sentiría celoso, preocupado por si ya no me quiere. Así que supongo que estará sola y no tiene otra cosa mejor que hacer tiempo conmigo.

-Supongo que un día la sentaré. Todavía no ha aparecido la persona adecuada, no aguanto a nadie, o nadie me aguanta a mí. Acabaré como una puta vieja, hablando con mis gatos -canturreé con voz cascada- Es de Sabina.

-Ya tardaba en salir el Sabina.

-Es el mejor, ya sabes.

-Cada vez que lo escucho pienso en ti. De vez en cuando me lo pongo en casa, ¡me las se todas por tu culpa!

-¡Yo también me sé todas las de Coldplay y no me quejo! ¿Te acuerdas cuando fuimos al concierto? Llegamos tardísimo, nos colamos y nos pusimos en las primeras filas del estadio. Qué bueno.

-Qué cara más dura tenías… Eres un caso.

-Era. Ahora soy un chico serio y responsable.

-Las personas no cambian, Isaac. Seguimos siendo los mismos siempre.

-Yo no lo creo. Evolucionamos. Aprendemos de los errores, no nos queda otra.

-No sé, yo creo que siempre tropezamos con la misma piedra.

-Por eso hoy hemos tropezado tú y yo.

Se hace un silencio. No sé decir si es incómodo. Durante la conversación se han ido produciendo algunas pausas entre las frases que antaño se llenaban con besos y miradas cómplices. Ahora nos miramos a los ojos, frente a frente. Debo tener la mirada un tanto desquiciada, como borracha, no por haber bebido sino por haberme embriagado de ella. Estoy tan embebido que es como si el cuerpo no me respondiera. Podría pasarme así la eternidad entera, sin ninguna prisa. El móvil vibra en mi bolsillo. Como tengo la costumbre de llevarlo a clase, casi siempre lo tengo en silencio, como esta vez. Ni siquiera lo siento. No siento nada. Si lloviera, no me daría cuenta. Si me cayera un rayo me quedaría igual. Estático, extático. Loco de amor, de deseo. De abrazarla fuertemente y de decirle que todavía la quiero. Que la echo tanto de menos que la vida me da miedo. Loco. Tanto, que quizá ella lo perciba. Pero como me conoce, como me ha conocido como nunca nadie lo ha hecho, no me importa. Soy yo mismo. Soy como nunca soy con los demás, con las demás. Isabela, he pasado tanto miedo, ha llovido tanto sobre mi alma rota, rescátame de mí mismo, sácame del pozo donde yo mismo decidí meterme. Mi antebrazo repta sobre la mesa, mi mano está a punto de coger la suya mientras nos miramos, mi cuerpo se acerca levemente al suyo y ella no se aparta, no deja de mirarme, con una expresión que no sé leer, no puedo saber qué piensa, nunca he podido. Cuando estamos a punto de establecer contacto, a esa distancia del cuadro de Miguel Ángel, entre el dedo de Dios y del Hombre, cuando por fin estamos al borde de la frontera, y vamos a atravesarla, y no nos separaremos nunca, e iremos a Londres, a París, a Roma, y haremos el amor en cada ciudad de este mundo y del siguiente, en ese preciso instante en el que el tiempo y el espacio no existen, donde la vida es eterna en cada segundo, allí, entonces, cuando,

-Chicos, tenemos que recoger terraza. -Es Stevtlana. Ajena a la escena trascendental que estaba sucediendo. Trabaja muchas horas por un sueldo ridículo. No está dispuesta a pasar un minuto de más en este antro. Nuestra mesa es la única que queda. Todas las demás están apiladas en un rincón de la terraza. Hace tiempo que nos hemos terminado el café. La realidad vuelve y nos golpea, me golpea, como un maremoto japonés.

-Vale, perdone. Ya nos vamos. -Contesta ella. Es más apta para el mundo. Yo siempre he sido un soñador frustrado, al estilo romántico decimonónico, es decir, todo lo contrario del romanticismo hollywoodiense, donde los románticos son guapos y siempre salen ganando porque tienen verdad, valor, buena suerte. Quizás yo también lo sea esta tarde, esta noche ya.

Caminamos en silencio en dirección a la salida. Ella va mirando el móvil, yo arrastro mi maleta como un fantasma sus cadenas. No sé por qué pienso en esa imagen, quizá lo ha pensado ella y me ha contagiado a mí. Teclea sobre la pantalla y yo miro en derredor. El ambiente ahora es más tranquilo, pero parece que no existe. Sigo sin saber la hora que es porque, a su lado, no tengo prisa. De repente se para, escribe más intensamente. Yo la miro. Está preciosa. Su cuerpo no ha cambiado tanto, está más delgada, más madura, más asentada en sí misma. De mayor será una mujer preciosa y todavía la mirarán los jóvenes. Posee el don de ser atractiva, la envidiarán otras mujeres que no tendrán tanta suerte, aunque ahora sean más guapas según el canon estúpido hecho por homosexuales. Procuro contener el flujo de mis pensamientos. No tengo nada en contra de los homosexuales, de hecho, admiro a muchos de ellos, tienen un don especial para el arte, y las mujeres dicen que son atractivos. Yo no lo soy, aunque me gustaría serlo ahora. Quizás estaría más seguro, tendría más confianza en hacer lo que sé que voy a hacer: intentar besarla. No lo he pensado mucho. Simplemente una voz me lo ha dicho y yo me voy a lanzar, aunque me cueste el amor, el trabajo, la salud. A su lado el mundo tendrá algún sentido, los éxitos no son tales porque no tengo con quién compartirlos, no está ella a mi lado para pesarlos, medirlos, evaluarlos. Haremos buen equipo, tendremos una familia preciosa, mis hijas, tendremos hijas, serán guapas y listas, como ella. Yo seré un pasmarote, un autómata, haré todo lo que me pidan, daría mi vida por la suya. Ella lo sabe, sé que en el fondo me quiere. Ha pensado en mí otras veces, nunca dejará de pensar en mí, aunque estemos a quilómetros, millas, años luz. Miraremos la luna en una playa de arena blanca. Haremos el amor allí mismo y tendremos un futuro anodino, rutinario, intrascendente, aburrido. Un día, de viejo, me llevará la muerte y ella les contará a todos, ya viejecita, cómo era yo: un cascarrabias con un corazón de oro.

-Me pasan a buscar.

-Vale. ¿Por aquí? -Señalo con un gesto el arcén que está justo enfrente de la entrada de la estación. -Te espero.

-Oye, ¿a qué hora sale tu tren?

-No te preocupes, no tengo prisa.

-Pero…

-Verás, Isabela. Tengo que decirte algo y pienso que reventaré si no lo hago. Nunca he dejado de pensar en ti. Eres la persona que más he amado en mi vida. Cada día, no hay uno solo, que no piense en algo que dijiste, en algo que hiciste. Cuando hago algo bueno, por lo que me siento orgulloso, me imagino lo que dirías tú. Igual cuando me equivoco, pienso en el consejo que me darías y actúo en consecuencia. He cambiado mucho, me he equivocado otro tanto, pero en cada paso que he dado he intentado llegar a ser alguien mejor, una persona diferente a la que tú conociste, que se marchó porque no se encontraba a sí mismo. Y hoy he vuelto a encontrarte y creo que es una señal del Destino, de Dios, del Universo. No puedo dejarte ir otra vez. -Doy un paso al frente, la envuelvo con mis brazos, ella se queda quieta, mirándome con los ojos, sus bellos ojos, sus ojos únicos, como platos. -Yo te, quiero decir que yo, yo te -decido acabar la frase después de besarla, y a eso me dispongo cuando me planta dos besos rápidos en las mejillas, tanto que no tengo tiempo a reaccionar. Se zafa de mis brazos y se aleja.

El sueño se está terminando y ahora tiene su influjo más poderoso. Me habla, no sé bien lo que me dice. Dice que tiene que irse. Que se alegra de verme. Que me cuide. Que tenga cuidado. Que no haga locuras. ¿Locuras? No, no. Tengo una vida ordenada, responsable, voy cada día al trabajo e intento ser el mejor, me esfuerzo por conseguir lo que quiero. Ya no fumo tanto, casi no bebo, no me drogo a pesar de que mis amigos sí. Ya sabes, la música es así, pero yo no, yo soy fuerte porque quiero valer la pena, quiero merecerme tu amor. El que una vez perdí, el que estoy perdiendo, otra vez, ahora.

Ella se aleja, cruza la acera. La espera un coche. Un Audi negro tipo A3, con los cristales tintados, con luces azuladas en el salpicadero, quizás del ordenador de a bordo. Es un buen coche. Miro al conductor y es un tipo fornido, alto, un poco mayor que yo. Tiene esa pose de seguridad, ese saber estar del que tiene todo lo que quiere sin haber hecho demasiado para conseguirlo. No lo conozco, no es de su familia. Ella abre la puerta del copiloto, saluda animadamente con una voz que nunca puso conmigo, una voz estúpida y feliz. Él le pregunta algo, sus labios se mueven alegres como diciendo: ¿Quién es ese? Ella niega con la cabeza y adivino, porque no la veo, que su boca dice: Nadie. Le pone su mano delgada, sus dedos largos, sobre la mejilla barbuda, grasienta, asquerosa, del tipo. Es como yo, pero más guapo y más estúpido, lo primero es evidente, lo segundo no lo sé. Lo besa, la besa, se besan un momento. No es un pico, es un morreo rápido, promesa de otros tantos más largos y más intensos. Antes de que se acabe, me vuelvo. No quiero que me salude, que me saluden los dos. Me vuelvo hacia dentro de la estación. Las puertas automáticas me reciben con los brazos abiertos. Tengo ganas de derrumbarme, pero me trago la vergüenza como una bola de cristal enorme. Miro en torno sin saber muy bien nada.

Camino hacia el mostrador, está cerrado. Miro al bar, a la cafetería donde hace unos minutos soñaba que era otro tiempo y la vida era otra cosa y yo estaba en un universo paralelo donde no estaba solo, tan solo. Miro el reloj de la estación. Son las diez de la noche. Ya debería estar en Barcelona. Quizá Claudio me esté esperando en la estación. Voy al panel electrónico y el último tren ha salido hace diez minutos. No habrá otro hasta mañana a las cinco y media de la mañana. En el teléfono tengo tropecientos mensajes y llamadas perdidas de Claudio, mi madre, que si ya he llegado, grupos de gente que han enviado cosas graciosas, distraídas, intrascendentes.

Me quedo allí plantado sin saber muy bien lo que ha pasado. Un vagabundo avejentado pasa a mi lado y me mira. Quizá tuvo la idea de pedirme dinero, pero al verme ha decidido que lo mejor será dejarme tranquilo.

Suspiro. Me siento mal. Me siento roto. Me siento ridículo.

Llamo a Claudio. Descuelga al primer tono.

-Cabrón. ¿Dónde estás? Estoy aquí con Cristina y Judit que hemos venido a buscarte a la estación. Esta noche va a ser buena. Lo tengo todo preparado. Tocan unos grupos que son una pasada. Venga, dime, ¿dónde estás? No te veo salir del andén.

-Tío, tengo un problema. He perdido el tren.

-¡Pero qué me estás contando! Si me has dicho a las seis que salías de casa, pero tú estás loco o qué te pasa, me cago en tu…

-Lo siento, ya te contaré, es una larga historia. Ahora tengo que colgar. Mañana cogeré el primer tren hacia Barna.

-¿Pero te ha pasado algo?

-No me ha pasado nada, ese es el problema.

-Estás colgado tío, si es que eres un puto loco, a saber dónde te habrás metido, cabrón, cabrón de mierd.

-Te llamo mañana. Llegaré temprano. Hablamos. -Y cuelgo.

Me siento en un banco solitario. Unos pocos pasajeros esperan al próximo tren que irá a cualquier parte. Irún, leo en la pantalla, no sé muy bien dónde está, en el norte, creo. Seguramente será un lugar bonito, verde, donde llueve a menudo, como en Inglaterra. El vagabundo ahora pasa por delante de mí, con esa barba parece Jesucristo, quizá lo sea, le contaría lo que me ha pasado y me daría consuelo, pero nunca lo comprobaré porque seguramente es un borracho y va a lo suyo. Los andenes están desiertos, desolados.

A lo lejos veo dos figuras. Uno es calvo y bastante bajito, tiene un porte nervioso, se mueve como si se carcajeara. El otro también se ríe, es más alto, va en un traje antiguo, con sombrero de detective de los años treinta, se muestra más sereno. Son Bogart y Woody. Lo han visto todo, oído todo, y se lo pasan genial los dos con mi película.

Pienso que mañana daré el mejor concierto de mi vida. Pero ahora estoy aquí sentado, solo, imaginándome personajes de ficción de cuando el cine era cine, según los cinéfilos. No sé qué hora es, no sé dónde ir, no sé qué hacer. Pero una cosa está clara.

No tengo prisa.

Espejo de obsidiana en que mirarse

Evolución del amor, la enfermedad y la muerte
Esporádico                                                    
Frecuente                               
Constante      

(M. F. V.)

Siempre recordaré el verano de 2022. Entre otras cosas, porque lo he pasado leyendo páginas y páginas del mismo autor: mi antiguo profesor de literatura hispanoamericana a quien hace unos meses le dediqué la entrada que los seguidores de este cuaderno recordarán: El profesor azul.

A principos de junio decidí que cuando llegara septiembre iba a embarcarme en la tarea de realizar una tesis doctoral. A pesar de que mi tiempo es escaso, como el de todo el mundo, comenzaría a preparar el proyecto durante el verano. Aunque algunos de mis amigos y conocidos han pasado por el duro trance de doctorarse, no les comenté demasiado mis aspiraciones por miedo a que se me fuera volando el entusiasmo.

Así que, si bien que tenía claro que haría una tesis sobre literatura, no disponía de ningún referente para realizar dicho trabajo, ni de ningún ejemplo que me sirviera de luz y espejo guía en mi empresa. Un día caluroso se me ocurrió consultar lo que debería haber hecho como estudiante universitaro: la tesis de mi admirado profesor, M. F. V.  

Fue fácil dar con ella. La descargué e imprimí las primeras veinte páginas, las cuales leí en poco tiempo, cuando me cansaba de la lectura de Paul Auster. El trabajo de M. F. V. analiza la poesía de la revista Escorial, publicación que apareció de 1940 a 1950. El lector versado podrá hacerse una idea del periodo. Me sorprendí mucho, en un primer momento, al comprobar que aquel había sido el objeto de su investigación; yo lo relacionaba más con la poesía de Borges, Girondo, Vallejo, Huidobro, y no con Vivanco, Rosales, Panero padre o Torrente Ballester. Este descubrimiento no hizo si no acrecentar más mi antigua admiración. Decidí imprimir veinte páginas más e ir buscando las referencias, las obras, los ensayos, los poetas que en la tesis se mencionaban. También encontré en PDF la revista Escorial y la bajé completa. Aproveché las tomas de biberón de mi Claudia para reproducir en la televisión, que casi nunca miro, el viejo programa de estrevistas A Fondo con don Juaquín Soler Serrano, personaje que merecerá en un futuro su propio artículo laudatorio, y les puse voz y cara a Dámaso, a Gonzalo, a Luis y luego a Octavio Paz, a J. Carlos Onetti y a Juan Rulfo.

Andaba en estas pesquisas cuando un día encontré en internet una obra de mi profesor M. F. que llamó mi atención: El espejo de obsidiana. Estudios de literatura hispanoamericana. Después de un par de búsquedas, conseguí adquirirla en una librería de Madrid a través de Iberlibro. Llegó a casa en una semana y la incluí en mi colección. La edición del volumen es deliciosa: la textura del papel es suave, así como la portada de color vainilla, las letras del interior no están apiñadas como hormigas ni muertas de frío por el espacio en blanco; es un libro bonito, bien hecho. Pero no juzaremos aquí los libros por el exterior.

Se divide en dos partes, que quizá se correpondan con dos etapas intelectuales diferentes en la vida del autor, no necesariamente incompatible. En la primera encontramos cinco estudios sobre literatura hispánica y en la segunda parte seis notículas de literatura hispanoamericana. A quienes les interese profundizar en poesía, son los que siguen:

I

La transformación: un recurso expresivo en Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. “Qué esfuerzo del caballo por ser caballo. La vida, mejor, el deseo como fuerza que la anima y la impulsa consiste en una ciega búsqueda de uno mismo en los otros, en la alocada orgía de representaciones y máscaras que, si cambiantes, son inalterables en su naturaleza”. (pág. 26)

El espejo de obsidiana, dos colaboraciones de Azorín en la revista Escorial. “Y así va el mundo -afirma Azorín- y pasan y pasan años y pasan y pasan libros. Lo que subsiste es el ensueño y lo que se desmorona es el concepto científico. Porque en el mundo lo que prevalece, lo fecundo, lo creador, es la sensibilidad y no la inteligencia”. (pág. 41)

En torno al neobarroquismo de la inmediata posguerra: De Gerardo Diego a Vicente Gaos. “El poeta que oficia como crítico tiende a proyectar en ocasiones su propia concepción poética sobre los objetos de estudio”. (pág. 50)

Tres poetas hispanoamericanos en la inmediata posguerra española. “Esa generación del 36, planificaba el retorno a lo humano en la poesía y consolidaba el descrédito de las vanguardias que ya se había iniciado con anterioridad a la guerra civil.” (pág. 61)

De Adonais a Escorial: un paso atrás. “No puede entenderse la consolidación de la colección Adonais sin el constante trasvase de poemas y poetas que se operó de Escorial a la colección dirigida por Juan Guerrero Ruiz”. (pág. 77)

II

Algunas observaciones sobre el romanticismo argentino y español. “Tal actitud teórica -originalidad e independecia- [la del Romanticismo español e hispanoamericano] se fundamenta en un común desprecio de la poesía española del XVIII, [pero] el medievalismo, la pasión, la nota tétrica e incluso el panteísmo egocéntrico [proceden] de la Ilustración”.(pág. 82)

Borges, entre Orígenes y Ciclón. “Borges creía en la vida como una constante depuración intelectual a través de las experiencias literarias que pasaban a formar parte ya, como las actividades más primarias, de la verdadera existencia del hombre. […] Quizás la ficción sea la forma suprema de realidad”. (págs. 105-106)

El narrador narrado. (Anotaciones al poema Góngora, de J. L. Borges) “Borges y Góngora confluyen en el mismo mar infinito: el texto. En ambos, cada estrofa es un arduo laberinto de entretejidas voces y esa imagen es el símbolo capaz de aunar por encima del tiempo a dos escritores empeñados en construir a sus lectores”. (pág. 112)

Notas provisionales de una lectura compartida. (De Borges a Unamuno). “Más allá de los temas y las formas, un poeta es un tono”. (pág. 129)

El poema como tablilla de recuerdo: José Ángel Valente y Lezama Lima. “Todo texto poético es en su naturaleza fragmentario y discontinuo en el tiempo”. (pág. 131)

Fragmentos para una poética de Alberto Girri. “Inasible, la escritura se revela como un perpetuum vestigium de voces y silencios a la búsqueda de una poesía que alcance ser Una teología creadora de objetos / que se negarán a ser hostiles a Dios”. (pág. 145)

Cualquiera de los lectores habituales de este espacio observará que el interés de este escribidor reside fundamentalmente en la prosa. Incluso en los pocos versos que pueden -y que podrán- leerse aquí, primará una frase prosaica, narrativa. No obstante, mi admiración por los poetas es infinita, pues es la poesía la más noble quintaesencia de la literatura. He leído mucha más novela, obras como esta lo cambian a uno por dentro.

La poesía difícil, inasible, cumbre inexpugnable pero visible; esa es la que me interesa. Recuedo que era una delicia asistir a los análisis en vivo que impartía el profesor M. F. V., biopsia sin anestesia que aplicaba a textos vivos el autor noticulista sin dañarlos. Para todos aquellos que no tuvieron la suerte de verlo, es una lección magistral leerle.

Era mi intención en esta reseña-diario comentar alguno de los textos del libro, pero como la buena literatura, hablan por sí solos. “ El diaro, el espejo capaz de reflejar en la exactitud de la escritura la exacta verdad del pensamiento, cualidad vedada para el espejo-objeto. Pero el espejo no solo releja el paso del tiempo, sino que contiene en sí mismo el pasado, el presente y el futuro: esa lámina que reproduce imágenes y en cierta manera las contiene y las absorbe”. Vayan a leerlo antes de que el tiempo lo extravie.

Espejo de obsidiana en que mirarse, vayan a leerlo antes de que el tiempo lo extravíe.

Un andar solitario entre la gente

En Un andar solitario entre la gente encontraremos los elocuentes paseos de un flâneur, de aquel caminante–observador del que tanto se ha nutrido, y sigue nutriéndose, la novela moderna. Pero con Antonio Muñoz Molina el estilo indirecto libre, que ligaba la narración en tercera persona con el personaje y el escritor, se ha diluido completamente. El ambiente impone mensajes tan agresivos que es difícil encontrarse con alguien entre la algarabía de la metrópolis (ya sea París, Nueva York o Madrid); eso, en la lectura, sucede realmente nunca. El escritor real, habitual articulista de El País, estará presente entre los vaivenes de su personaje; y a partes iguales la voz ininteligible de la ciudad.

Produce una sensación de ahogo encontrar tantas citas textuales de anuncios en carteles, pantallas y demás plataformas. Nos hace conscientes del continuo bombardeo de estímulos que recibimos a cada segundo; por encontrarlos en un libro. Mensajes con una gramática torcida que se cuelan y toman forma entre el discurso interno del caminante habitual. Ya nada es lo que era, posiblemente no lo vuelva a ser. Tampoco parece nuevo este sentimiento en la literatura y quizás por eso el flâneur de este siglo rastreará los pasos de otros escritores que vieron cómo su mundo cambiaba drásticamente en pro de luz de gas de la modernidad —T. de Quincey, C. Baudelaire— o del horror más abominable —E. Allan Poe, W. Benjamin—. No obstante, para todos ellos, como también para el escritor – narrador – protagonista, la literatura constituirá un refugio en la tormenta.

Entre los varios detalles que dibujan la singularidad del protagonista, está el de recoger objetos que encuentra por el suelo, de ordenarlos e irlos coleccionando en una suerte de catalogación extraña cuya finalidad se queda entre líneas —al estilo de W. B.—. Se aúnan así en esta obra el intelectual y el vagabundo, el genio y el proscrito, la civilización y la barbarie, la cultura y las ruinas, la gran literatura en los libros de bolsillo, la Historia en los periódicos que tan pronto serán basura: el endecasílabo conceptista de Quevedo y la soledad del hombre corriente, cuya única salvación sigue siendo, según parece, el amor.

Chapeau.

📓 Antonio Muñoz Molina. Un andar solitario entre la gente, Seix Barral, 2018, 494 págs.

Viaje a la ciudad blanca

El momento cuando decidimos emprender un proyecto se parece a cuando estamos recorriendo un camino y planeamos ir a un lugar que se ve a lo lejos, pongamos por caso, una ciudad blanca. Allí esperamos encontrar refugio y respuestas nuevas que creemos que nos harán más felices, tal y como ocurre con los proyectos que emprendemos: los intentamos cumplir porque pensamos que, al final, nos sentiremos más realizados. No obstante, son muchas personas las que dejan sus proyectos, y sus sueños, a medias, no encuentran las fuerzas para continuar hacia delante y aquello que parecía tan tangible se vuelve una pesadilla. Después solo queda la angustia y una amarga sensación en el estómago. Llegado el momento cabe preguntarse qué hacer.

Entender la vida como camino, homo viator, es un tópico latino, por lo tanto no es nada nuevo. Ocurre que generalmente no se repara en la profundidad de los latinismos y si bien podemos entender nuestro transcurso en la vida como un trayecto que, en la mayoría de los casos, va de la infancia a la vejez, se olvida que el dicho antiguo actúa también, y sobre todo, durante el recorrido. Y es que la vida es como un gran viaje donde somos nosotros los que decidimos a donde vamos. Podemos seguir las indicaciones, podemos saltárnoslas, hacer caso de nuestro instinto, a un consejo de otro caminante. Hay anuncios engañosos, cruces de caminos, asaltos, peligros, sorpresas. La vida fluye como un río, vita fumen, que termina en el mar, y es un viaje apasionante porque nosotros decidimos, en parte, por dónde el río de nuestra vida transcurre.

Pasa a veces que, según la senda que tomamos, perdemos nuestro objetivo de vista. En algún recodo del camino vimos a lo lejos la ciudad soñada, llámese esta como se quiera: Amor, Prosperidad, Familia…, y decidimos seguir las indicaciones para llegar a ella. En función de múltiples factores -nuestra experiencia, las señales, los acompañantes-, el camino será más o menos fácil. Habrá momentos en que estaremos en una intersección y deberemos decidir, en soledad, qué opción es la mejor. Un buen consejo para todo caminante: la senda más corta suele ser la más escarpada. El problema viene cuando estamos cansados, sin apenas agua, levantamos la cabeza y ya no vemos la ciudad soñada, esa tierra prometida hacia donde hace tiempo dirigimos nuestros pasos.

Nos asaltan los miedos: ¿nos habremos perdido, estaremos más lejos, yendo hacia otra parte llena de peligros, tendremos todo lo que nos hace falta para afrontar lo que pueda surgir más adelante, valdrá la pena, después de todo, llegar allí? Estos fantasmas y muchos otros nos rodean cuando estamos persiguiendo un sueño. No faltarán momentos en que nadie nos comprenda ni nos apoye, cuando nos pidan que desistamos, cuando se haga imposible avanzar por el dolor en los pies y en el corazón.

Pero hay que seguir aunque hayamos perdido de vista la ciudad sagrada, porque eso pasa siempre. El momento en el que vimos más cerca el lugar soñado fue cuando lo divisábamos a lo lejos. La ciudad es tan grande y blanca que parece que podamos tocarla estirando el brazo, casi podemos ver lo bien que vamos a habitar allí. Debemos tener en cuenta que, al principio, estamos mirando nuestro objetivo en línea recta y que nos separan caminos tortuosos, valles y montañas, ríos y polvo, toda clase de accidentes. Tenemos que estar preparados para todas las eventualidades y ser realistas. El tiempo es relativo y podemos tardar más o menos, hay que tener paciencia y, sobre todo, disfrutar del camino cuando se pueda.

Sin embargo, cuando sea doloroso, cuando no se pueda avanzar, cuando nos duelan todos los huesos y todas las ilusiones, habrá que apretar los dientes, dar otro paso, escribir otra línea, casi a ciegas, con sangre y lágrimas. Porque lo único que está prohibido, en este recorrido que llamamos vida, es rendirse, es decir, dejar de caminar.

No hay que pensar si estamos en el camino correcto, no hay que darle demasiadas vueltas. Simplemente seguir avanzando como se pueda, seguir aguantando las embestidas, seguir empujándonos a nosotros mismos. Solo así se llega, así se consigue lo que uno se propone. Hay que saber que la ciudad se pierde muchas veces, pero eso no significa que no estemos llegando a nuestra meta. No hay que desistir estando tan cerca.

Un buen día cruzaremos las puertas de la ciudad blanca y seremos enormemente felices, como pocas veces. Caeremos de rodillas y quizás besaremos el suelo con lágrimas en los ojos. O simplemente respiremos hondo y sintamos la ansiada paz dentro del corazón.

Poco dura la quietud en los pies del caminante. El ser humano es nómada por naturaleza y pronto buscará su felicidad por nuevos caminos; porque los sueños se mueven constantemente, y es nuestro deber es perseguirlos.

Quizás la efímera felicidad está en el camino y no en la meta, pero eso es otro artículo.

Bukowski está escribiendo

Hank se levanta a las 11:49 de la mañana. Es un jueves, febrero de 1983. Tiene resaca. El rumor del tráfico de Los Ángeles se cuela por entre las cortinas ajadas de su apartamento y es como el rumor del océano. Lo ha despertado el ring-ring del teléfono.

-Oye, Hank -es la voz Lou- estoy jodido.

-¿Y quién no?

-No te lo vas a creer, pero llevo cuatro años sin follar y ayer perdí la oportunidad.

Hank se rasca las almorranas y luego olfatea la punta de sus dedos que tienen un agradable olor a mierda. Detesta ese olor, siempre que no sea el suyo propio.

-Te creo. Hay gente que no ha follado en toda su vida, se dedican a tocar el violín.

-Era una chica increíble. -continúa Lou- Guapa, joven. Vino a verme por lo de mi libro, ¿recuerdas el libro que publiqué, Hank? ¿Lo has leído ya? Creo que te pasé una copia.

-No. ¿Qué pasó con la chica?

Lou cuenta cómo dejó escapar la mujer de su vida. Presta atención a medias mientras busca el paquete de cigarrillos por el salón. Lo encuentra por el suelo. Se agacha. Las rodillas producen un chasquido. Está viejo. Está gordo. Tiene apenas cincuenta años, le echan setenta. De todas formas, no esperaba llegar tan lejos. Qué demonios, es escritor.

-Oye, Lou. Eres un fracasado, siempre lo fuiste. Dejaste escapar la mujer de tu vida.

-¿Y qué puedo hacer ahora?

-Probablemente nada. Hay quienes no saben leer las señales. La chica vino a tu apartamento, te quería. Se enamoró de lo que escribes, pero tú no supiste leerla. Nunca aprenderás, eso se tiene o no se tiene: como la belleza, la inteligencia, la suerte.

-Era una chica increíble, Hank. Intenté besarla, pero me rechazó.

-No era el momento.

-¿Cuándo lo será? Soy un escritor. He publicado obras maestras, obras que perdurarán. No puede ser que lleve cuatro años sin hacerlo y pierda una ocasión como esa. Yo…

-Eres escritor. Te has pasado la vida queriendo serlo. Ahora lo eres. La pregunta es: ¿Y?

Hank colgó el teléfono. Estaba cansado de escuchar a Lou. Se enciende un segundo cigarrillo mientras mira en torno a sí. Es un profesional: en ningún momento piensa en preparar café. Ya no conciliará el sueño de nuevo. Se dirige a la nevera, esquiva la basura que alfombra el suelo. Va descalzo y hay cristales rotos, tiene que ir con cuidado.

Vasos llenos de colillas, ceniceros llenos de papeles. Dos bolsas repletas en una esquina. Se acuerda se su exmujer, solía decirle: eres una maldita bolsa de basura. Hank ríe y abre el frigorífico. No queda cerveza. Ayer estuvo con alguien, no lo recuerda bien. Hubo una pequeña fiesta, su último libro, Música de cañerías, se publicaría en setiembre. Es una de sus primeras obras. Lleva toda la vida en esto, piensa que el éxito, las chicas guapas, los tipos con cámara y preguntas, han llegado demasiado tarde. Se alegra, ¿de qué iba a escribir si hubieran llegado antes? Decide bajar al supermercado.

Compra un par de botellas de whisky y una caja de cerveza. Mientras sube las escaleras, oye cómo discute una pareja. El amor es un imposible en una ciudad como Los Ángeles, en cualquier ciudad del mundo. Piensa que podría estar en cualquier parte, piensa que está en ningún lugar, piensa que la vida es una broma, piensa, piensa, piensa y se cansa. Abre una cerveza caliente y se sienta frente a la máquina de escribir. Tiene un cuento en la cabeza, un tipo entra en un bar y mira a una chica guapa. Ella lo desprecia porque no le gusta su rostro cacarizo. No ve su nobleza, su fuerza, la belleza de una cara interesante. A ella solo le interesa el camarero. Uno de esos tipos que tienen a todas las que quieren, que escogen cada noche con quién se acuestan. El protagonista acabará machacando al camarero un parking con un bate de béisbol. ¿Cuál será el pretexto?

Suena el timbre. Hank no ha escrito una sola línea. Son las 12:34. Abre la puerta y ve a un joven que podría haber sido él veinte años antes. Trae un libro suyo y gabardina, el disfraz de escritorzuelo. No recordaba que iban a entrevistarle de aquella revista literaria. Él es uno de los poetas underground del momento. El gran poeta, de hecho.

El joven finge no sorprenderse por el estado del apartamento. Pasa y al cabo de unos minutos pide abrir la ventana porque le molesta el humo del tabaco que está por el salón inmóvil como un fantasma. A Hank no le importa, en realidad, no le importa nada.

Se sienta y abre otra cerveza. Ofrece al joven, que dice llamarse Freddy, una copa y la rechaza. Se sienta en el sofá. Hay obras tiradas como vagabundos por todas partes. Sus hojas se mezclan con los envoltorios de comida rápida que le sirven como punto de libro. Freddy decide sentarse en una silla, frente a él. Hank bebe y fuma mientras el otro prepara su grabadora, su cámara, su libreta de notas. No. Él no era así, nunca lo fue. Tiene ganas de estamparle la botella en la cara, pero se contiene. La rabia se disipa.

-¿Puedo hacerle una foto, señor Bukowski? Es para el artículo.

-Como quieras, Freddy. -levanta el botellín y hace una mueca mostrando los dientes amarillentos y sucios, las arrugas surcan su cada ajada. -¿Así está bien, Freddy?

-Prefiero que me llame Frederick, señor Bukowski. Soy doctorando en literatura.

-Vete al carajo, Freddy. Haz tus preguntas antes de que saque tu culo a patadas de mi casa. No tengo tiempo para ti. Tengo trabajo. -Hank enciende un cigarrillo y bebe.

-¿Cómo es su proceso creativo?

-Me siento ahí -señala el rincón de la máquina de escribir- y aprieto las teclas.

-De los autores modernos, ¿cuál es el que más le interesa?

-Ninguno.

-¿Y de los clásicos?

-Hemingway tiene un cuento muy interesante. Un hombre amaba a una mujer y ella lo amaba a él, amor verdadero, ¿comprendes? Intentaban hacerlo cada noche, pero el hombre no conseguía que se le pusiese dura. Leí ese cuento en mi adolescencia. Al llegar al final, se sabía que el hombre había sufrido un accidente en la guerra y sus genitales se habían visto afectados. Eso me decepcionó. Un final como cualquiera.

-¿Ha tenido problemas con el alcohol?

-Hemingway era quien los tenía. A mí el alcohol me ha salvado la vida muchas veces.

-Hábleme de eso.

Hank sigue hablando mientras piensa en llamar a Susan, necesitaba un buen polvo. Ella estaba loca, pero al fin y cabo conseguían entenderse en lo más profundo. A Susan no le gustaba leer, lo que le motivaba era la bebida. Como a él, como a los grandes artistas.

-¿Qué consejo le daría a los jóvenes escritores de América?

-Que follen mucho, que beban mucho y que fumen muchos cigarrillos.

-¿Qué consejo le daría a los escritores viejos?

-Si han llegado a viejos, no necesitan consejos.

-Es todo señor Bukowski. El artículo saldrá publicado en…

-Lárgate de aquí antes de que te estampe la cerveza en la cara, hijo.

Freddy se levantó. Recogió sus cosas y se marchó contrariado. Cuando cerró la puerta tras de sí, Hank se sintió mal. Lo había tratado como a un perro. Detrás de su coraza de hombre de hierro, tenía corazón, tenía alma. Nadie lo había visto. La gente está ciega.

Se sienta, se levanta. Vuelve a sentarse y a levantarse. Son las 14:17. Necesita dar una vuelta. Las cervezas se están acabando y el tabaco también. Decide ir al bar más cercano. Llega y le hace un gesto al camarero con la cabeza. Trae un whisky con agua. Sin decir nada, el camarero espera. Como Hank guarda silencio, el camarero se marcha. En la televisión están retransmitiendo un partido de baloncesto. Esos tipos, en su mayoría negros, corren de un sitio a otro como ratas. No le interesan los deportes, pero mira el partido con atención. El ojo del culo de esos tipos seguro que huele a rayos.

En el segundo whisky, decide llamar a Susan. Se acerca hasta el teléfono, mete una moneda y marca el número. Ella está en casa. Vive de la pensión de su exmarido.

-¿Qué quieres, hijo de puta? -Está borracha.

-Quiero verte.

-No es buen momento. Te odio con todas mis fuerzas. Llevo meses sin saber nada de ti. ¿Crees que puedes venir aquí y tratarme como a tu puta? ¿Eso crees? Pues te equivocas.

-Estaré allí en una hora.

-Yo te quería, Hank. Pensaba que seríamos un equipo. Pero tu no puedes querer a nadie.

-Yo te quiero, nena. -Hank no miente- Estaré allí sobre las 15:30. Espérame en casa.

Cuelga. Vuelve a la barra y termina la copa de un trago. El amiente del bar es decadente. Un tipo juega a las tragaperras y el camarero, un hombre escuálido de rostro cadavérico, lee una revista. Una mujer entra y se sienta junto a él. Le pide fuego.

Se lo da. Empiezan una conversación intrascendente. Está gorda, nunca la ha visto por allí, aunque acostumbra a no fijarse en nadie. Ella le dice que vive a unas cuatro manzanas del lugar. Divorciada, de unos cuarenta años, quizá más. Bebe bourbon. Hank sabe que acabarán en su apartamento. La mujer se llama Helen, no trabaja, no es feliz.

-Me encanta este lugar.

-A mí también.

-No te he visto nunca por aquí.

-Yo a ti tampoco.

-La gente no tiene espíritu. Todos los hombres sois iguales, solo os interesa una cosa.

-Yo no soy como los demás, yo soy escritor.

-¿Y sobre qué escribes, si puede saberse?

-Sobre la vida.

-La vida es una mierda. El caso es que tu cara me suena. ¿Cuál es tu nombre, escritor?

-Charles Bukowski. Pero todos me llaman Hank. Hank para los amigos y enemigos.

La mujer hace una mueca de sorpresa. Había leído sus libros, se había masturbado con sus poemas. Se lo dice. Hank no muestra sorpresa alguna, no era la primera vez. Salieron del bar y caminaban hacia el apartamento de la señora. Le gustaban sus pechos y sus labios pintados de rojo escarlata. Sin duda no iría a ver a Susan, o iría más tarde.

Helen vivía en un bloque de apartamentos, en el último piso. Ambos se meten en el minúsculo ascensor. Casi que no caben. Llevaba un vestido amarillo limón, de su minifalda salían unas piernas grandes, fuertes. Hank aprieta el botón rojo de stop y el ascensor se para entre la quinta y la sexta planta. La besa. Mete su lengua hasta el fondo de aquella boca roja, húmeda. Nota cómo una erección se retuerce contra su bragueta. Le sube la falda, le baja las bragas, le da la vuelta y la penetra allí mismo. El ascensor chocaba contra las paredes. Dura apenas minutos. Se corren y se separan. Hank reactiva el mecanismo del ascensor. Cuando llegan a la última planta, se marcha escaleras abajo con parsimonia. Enciende un cigarrillo y el humo sube por detrás de sus pasos. Se siente renovado, se siente bien, estaba siendo un buen día después de todo. Un día cojonudo.

Helen se quedó en la entrada de su apartamento, anonadada. No entendía qué estaba pasando. Lo veía bajar las escaleras con unos andares de paquidermo, de vagabundo.

-Oye, tú, hijo de puta, ¿crees que me puedes tratar así? ¿Dónde crees que vas?

No lo siguió. Sale a la calle y el aire pútrido le da en la cara. Los coches pasan por la avenida rumbo a ninguna parte y él se siente por fin como pez en el agua. Sonríe.

En todos sus años, nunca lo había hecho de pie. Menos en un ascensor. Está contento. 

A las 16:09 sigue en su apartamento apretando teclas. Suena el teléfono, pero no responde. Es Susan. Su voz llorosa le pregunta donde está. Bukowski está escribiendo.

4 3 2 1 veces criticando los libros de Paul Auster

Que Paul Auster (1947) es uno de mis escritores preferidos no es ningún secreto para cualquiera que habitualmente lea este blog. No hace mucho publiqué un homenaje a su figura y a su persona en la entrada Un escritor sobrevalorado, en la cual contaba una historia absolutamente inventada que transcurría en Nueva York durante la juventud de Paul. Inventar relatos utilizando algunos datos de la biografía de escritores, como si de colores en una paleta se tratara, es una delicia.

Pero en esta ocasión quiero hablar de un libro real del maestro neoyorkino. En concreto, la penúltima novela que ha publicado: 4 3 2 1. Sí, no es una cuenta atrás o el número cuatro mil trescientos veintiuno, es el título del mamotreto (1070 páginas) que se ha marcado el viejo Paul y que yo he tenido la ocurrencia de leer en versión original, es decir, en la lengua de Shakespeare. Pantagruélico festín que me ha costado deglutir la friolera de cinco meses, desde abril a septiembre de este año 2022. Valga decir que Benito Gómez Ibáñez, que lleva traduciendo al novelista desde finales de los noventa, realizó la traducción al español para Seix Barral.

Muchas han sido las horas que he pasado con el joven Archibald Isaac Ferguson, alter ego de Auster, pero sin el alter. En este momento aviso de que en el transcurso de este textículo desvelaré el final de la novela, y eso puede molestar a quien pretenda leerla, aunque, en este caso, el final a tantísimas horas de lectura no supone ningún giro argumental imposible; de hecho es, literaria y desgraciadamente, muy previsible.

Como ocurre con muchas series actuales, la idea inicial es muy buena: a partir de la vida del personaje, Archibald I. Ferguson, un chico de ascendencia judía que nace en Newark (Nueva York), se desarrollan cuatro historias diferentes según las decisiones y circunstancias en las que se ve envuelto el protagonista, en una suerte de universos paralelos. Así, mientras que en 1. Archibald Ferguson estudia en Columbia, en 3. Archie lo hace en Princeton con una beca; y mientras que en 1. Ferguson vive una historia de amor con Amy Schneider, en 4. Archibald es homosexual y acaba su historia en Londres. En todas las vidas el protagonista alberga veleidades literarias, está enamorado de la misma Amy (aunque sólo en una versión consiguen ser pareja), ama a su madre, tiene sentimientos encontrados hacia su padre y viaja a París. Se mantiene, por tanto, cierta coherencia temática, aunque la obra es extremadamente diversa.

Por una razón muy sencilla no hablo de la sección del libro 2. Ferguson niño muere en un campamento de verano. Al parecer, el propio Auster presenció la muerte de un buen amigo de infancia durante una de esas estancias veraniegas que se nos hacen tan típicas de las películas baratas hollywoodienses que transcurren en los bosques de Nueva Inglaterra. Durante una tormenta de agosto, al amigo real de Auster le cayó un rayo encima y su vida se apagó allí mismo. El escritor en ciernes que entonces era Paul niño nunca olvidaría ese episodio y decide incluirlo en la obra, donde resulta ser una de las versiones de la vida de su alter ego, Archibald Ferguson: durante el aguacero busca refugio debajo de un árbol y catapún. A partir de ese momento, cada vez que en la lectura llegaba a la sección 2. del libro sólo encontramos una página en blanco, que recuerda reiteradamente la muerte de uno de los protagonistas mientras los otros crecen y maduran mejor o peor en la vida. Leer esa página en blanco me hizo reflexionar durante muchos momentos y es uno de los mejores hallazgos de la novela. Es una respuesta muda a lo que significa dejar una vida detenida, en suspenso, absurdamente cercenadas todas las posibilidades infinitas de un personaje. Quizás lo mejor del libro.

El trabajo literario adolece de cuatro dolencias destacables.

1.

El primero es que Auster se gusta demasiado y se enrolla y se alarga y se recrea contándonos hasta los pormenores más minúsculos de los pensamientos de Archie, de la habitación de Archie, de los libros que lee Archie. Si eso jugara un papel fundamental en la novela, aún, pero es que al final resulta todo hojarasca poética, muy bien escrita y con una fraseología admirable, con un dominio de la técnica magistral… pero aburrido, lo cual es una licencia que nunca debe permitirse un escritor norteamericano. Para aburridos ya estamos nosotros, los intelectuales europeos, y sabemos aburrirnos mucho mejor. Con menos páginas hubiera dicho lo mismo.

2.

El segundo pecado es que el argumento se va de las manos. Leí una vez que una buena novela debe equilibrar dos fuerzas: la variedad y la unidad. Si resultara demasiado monocromática, entonces terminaría siendo pesada; si fuera demasiado episódica, el texto carecería de sentido. A Auster no le sucede porque sabe muy bien lo que hace, pero a ratos resulta repetitiva y otras veces se va por las ramas contándonos historias que escribe el joven Ferguson, donde termina habiendo un cuento dentro de otro cuento, como Hamlet haciendo teatro frente a su malvado tío dentro de la obra de teatro Hamlet, o el narrador del Quijote buscando el supuesto manuscrito perdido que lo ayude a completar la historia de El Quijote. Quiero decir que este es un recurso genial, pero antiguo, del Siglo de Oro, que llevado a la literatura actual, donde todos somos unos escépticos resabiados acostumbrados a leer, y a creer, fake news en internet, este donaire resulta demasiado naif.

3.

El tercer cisne negro del libro es que es una obra sobre un escritor en ciernes, escrito por un escritor consagrado, dedicado a otros escritores en ciernes; aunque justo es decir que este fenómeno es una tónica habitual en la literatura moderna, no solamente de la novela de Auster. Parece ser que los autores actuales ofrecen la receta para escribir bien, al estilo de Hemingway y sus consejos para hacerlo. Unas pinceladas nunca vienen mal, está correcto, pero cuando uno lleva ya como cuatro novelas de los años 10-20 leyendo sobre la vida de los literatos, más o menos fracasados, termina por creer que en nuestro mundo hay bastante canibalismo. Es como si todas las películas de cine culto se dedicaran a mostrar la vida de los directores de cine culto haciendo películas: algo típico, barroco y rocambolesco, que hay que saber hacer. Señores escritores, estoy cansado de verme en sus libros en la universidad, muerto de hambre y de sueños, queriendo ser artista: muéstrennos los males y las bellezas de este y otros mundos, por favor. Y si hacen otra vez lo que hace Auster, háganlo mejor, porque solo veo nostalgia.

4.

Finalmente, el último de los cuatro caballeros del literalipsis es el final. No estoy en contra de los finales abiertos o metafóricos, pero cuando uno carga las tintas durante 1070 páginas en inglés, la respuesta última a tantas horas de comprensión lectora no puede ser la muerte repentina de todas las versiones menos una de ellas, la del Archibald Ferguson verdadero, que escribe una novela sobre sí mismo donde imagina cuatro versiones de su propia historia a partir de una anécdota familiar, desde su nacimiento, hasta sus veintipocos años. Así, el personaje ha escrito el libro que estábamos leyendo todo el tiempo, que en la realidad ha escrito Paul Auster, y fin. Si Unamuno levantara la cabeza… probablemente le encantaría esta nivola americana.

Y es que las cuatro dolencias que veo en la obra pueden ser vistas como aciertos por otros lectores. Debo decir que en ningún caso pienso que sea una mala novela, pero no está a la altura del gran Paul Auster (La música del azar, Tombuctú, Creía que mi padre era Dios, Brooklyn Follies y, mi preferida hasta la fecha, El libro de las ilusiones). El ínclito Auster, amante de la Lorca y el Quijote, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2006), candidato eterno al Nobel que nunca le darán, pero cuya entrega yo siempre apoyaré por ser uno de mis escritores más habituales y queridos.

Como puede verse, llevo 4 3 2 1 veces criticando los libros de Paul Auster…

y leyéndolos.

Carta pastoral en memoria de Philip Roth

“Así es como vive la gente de éxito. Son buenos ciudadanos, se sienten afortunados y agradecidos, Dios les sonríe. Hay problemas, pero ellos se adaptan. Y entonces todo cambia y se vuelve imposible. Ya nada sonríe a nadie. ¿Y entonces quién puede adaptarse?”, escribía Philip Roth (1933-2018) en su incontestable Pastoral americana, de1997. Una prueba de que lo trágico existe, como parece decirnos esa cita de este autor clásico estadounidense, es que él nunca consiguiera el Nobel de Literatura.

La prosa americana ha engendrado figuras enormes como Paul Auster, Jack Kerouak, J. D. Salinger, Stephen King o Mark Twain. Muchos escritores y otros tantos lectores hemos aprendido a amar a los libros mediante el estilo ágil, profundo y entretenido que logran los estadounidenses. Pero Roth poco tiene que ver con fila de autores-leyenda citados. Sus obras recuerdan a la prosa filosófica, difícil, edificante, de los míticos escritores rusos como Antón Chejov, Léon Tolstoi o Fiódor Dostoievski. La simpatía que despiertan para este judío de Nueva Jersey se hace evidente, no solo en el modo de entender la novela como algo mucho más allá del entretenimiento, sino porque los cita a lo largo y ancho de sus libros. El dato es relevante al saber que no encontraremos semejantes nombres en la inmensa mayoría de las obras publicadas en Estados Unidos. Los motivos políticos y sociales para no citar los estandartes intelectuales de la antigua Unión Soviética son evidentes, y por eso sorprende encontrar el reflejo de estos personajes en el corazón (construido por Roth) de la prosa americana.

Seguidor de la tradición rusa.

“La política es la gran generalizadora, y la literatura la gran particularizadora (sic.), y no sólo están en relación inversa entre ellas, sino en relación antagónica”, afirma Leo, un personaje secundario en Me casé con un comunista (1998). Ese es un buen ejemplo del modo como Roth construye sus novelas. Allí, como en la mejor prosa decimonónica, los personajes, incluso los más pequeños, son importantes. En tiempos de subjetivismo romántico como los actuales, cuando prevalece la primera persona, Roth prefiere la tercera. Nathan Zuckerman es su alter ego (alter mente): un escritor que siempre escucha, explica e imagina lo que dicen, lo que dijeron, lo que hubieran dicho, los demás. No hay trampas: lo narrado es solo una interpretación de un personaje que vive alejado del mundo en una cabaña en medio del bosque. Los recuerdos se imbrican con las suposiciones y el todo es una amalgama que dibuja de una manera sublime los retratos múltiples de la vida, del misterio incognoscible: los lados infinitos del prisma humano.

“La política es la gran generalizadora, y la literatura la gran particularizadora, y no sólo están en relación inversa entre ellas, sino en relación antagónica”

De esta manera, se puede entender la obra de Roth como un símbolo, como “un minúsculo símbolo de la infinidad de circunstancias en la vida de otra persona, de esa ventisca de detalles que forman la confusión de una biografía humana, un minúsculo símbolo que me recordaba por qué nuestra comprensión de los demás es, en el mejor de los casos, ligeramente errónea”, como Zuckerman señala en La mancha humana (2000).

Trípticos, trilogías e historias.

Estructurar una novela a partir de voces que cuentan la historia de personajes que no son ellos mismos exige la maestría narrativa necesaria para no perderse en el laberinto minoico de la narrativa. Esta clase de juegos encuentran en Roth un nivel pocas veces alcanzado por otros escritores. En sus novelas sabemos el final al terminar primero o segundo capítulo. Alguien cuenta un relato al protagonista que sorprende por su desenlace, pero consigue intrigar al escritor que irá profundizando en los hechos y en las causas que dieron lugar a aquella historia. Se cumple esta premisa en todas las novelas de su Trilogía americana la deliciosa colección que recoge sus tres libros más aplaudidos.

Cada obra del tercio se sustenta sobre una paradoja que confronta a la política con la literatura. Pastoral americana, ganadora del Premio Pulitzer de 1998, explica la caída en desgracia de Seymour Irving Levov, apodado “El Sueco”. Un ídolo y referente de los chavales de la comunidad judía de Newark. Al cabo de los años, el narrador encuentra al hermano del héroe de su infancia. Él le cuenta que El Sueco murió de un cáncer que, según él, le provocó su hija: una activista culpable de la muerte de dos personas en un acto terrorista. De la sorpresa que produce este hecho arranca el motor de la novela y una dilatada reflexión sobre lo que en Europa se considera la derecha y que en el continente americano es el conservadurismo. El personaje se ve arrasado por los designios del destino y tiene en su propia hija su principal enemigo.

El horizonte de expectativas que el lector configura al iniciar el segundo libro es la reformulación de los ideales del american dream. Se trata de Me casé con un comunista, la novela premiada con el Ambassador Book Award en 1998. Allí Roth sitúa el punto de vista en el lado contrario de la novela anterior, cuando en Estados Unidos ser comunista era legítimo, intelectual, bueno y justo: la encarnación de los ideales de Abraham Lincoln en nada menos que el socialismo soviético. La figura central de la novela es Ira Ringold, quien se ve envuelto en problemáticas diversas durante el macartismo, que acabó con todo rastro socialista.

«Esa ventisca de detalles que forman la confusión de una biografía humana»

En La mancha humana, la última pieza dela trilogía, el recurso de la paradoja alcanza el culmen de la narrativa de Roth: Coleman Silk es expulsado de la universidad como decano y profesor en lenguas clásicas por pronunciar, de entre todas las formuladas durante sus años de docente, una pregunta escueta y sin importancia en el aula: “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han hecho negro humo?”. Los alumnos resultaron ser negros y denuncian al profesor por racismo, aunque ellos nunca fueron a clase y el profesor desconociera su color de piel. “Y si añadí lo de negro, fue sin ninguna intención, quizá porque había estado releyendo La Ilíada y me había quedado con el latiguillo: las negras naves, las negras olas, las negras entrañas”, explica el protagonista en en la novela ganadora del Premio Faulkner 2001. La maestría de Roth estriba, además de en su crítica sucinta al mal llamado puritanismo, en el hecho de que el profesor Silk es también  negro. Lo ha estado ocultando toda su vida, haciéndose pasar por judío, porque su piel era clara y porque, en verdad, vivía en la sociedad racista, clasista y elitista. Y he allí que en estos tres libros se puede resumir lo importante de la obra de Roth y sintetizar las grandes paradojas de la cultura estadounidense.

Y, sin embargo.

Y, sin embargo, Roth nunca ganó el Nobel de Literatura y, puesto que murió en 2018, ya nunca lo hará. “Nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura”, como él mismo escribiera. Lo que sí consiguió fue el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012. En el discurso de recepción, que pronunció —en diferido dado que no asistió a la ceremonia—, se sorprendía de haber recibido semejante galardón de un país en la periferia de Europa y, a veces, en la periferia del mundo. Él, que había escrito siempre sobre Estados Unidos, ¿por qué interesaban sus obras allá en el viejo continente?: “Lo que ves desde esta tribuna silenciosa en mi montaña, en una noche tan espléndidamente clara como aquella en la que me dejó para siempre, murió al cabo de dos meses, es ese universo en el que no se entromete el error. Ves lo inconcebible: el colosal espectáculo de la falta de hostilidad. Ves con tus propios ojos el vasto cerebro del tiempo, una galaxia de fuego que no ha encendido ninguna mano humana.

“Las estrellas son indispensables”, dijo entonces.

Que este escrito y esta cita final del propio Roth sea un homenaje para la estrella norteamericana extinguida el año 2018. Que sirva como carta pastoral en su memoria.

Escribir poesía no es fácil hoy en día

Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Soltar las riendas, el viento, la prosa
separar las frases en versos y comas.
Una rima asonante, un arte menor,
sin medir las palabras, con tono simplón.
Qué diría Cervantes, quién es Quiroga,
cuánto nos pesa la sombra de Lorca.
Me aburre el amor, me cansa el olvido,
me fumo un cigarro mientras suspiro.
Escritura automática para este autómata,
componer es querer ser un día aristócrata.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Museos extraños de arte moderno,
intelectuales que tienen aire de enfermo
pasan las horas entre el ruido y la furia
del sol que calienta la sed de penuria.
Riego los campos con la mirada perdida,
libros baratos donde me dejé la vida.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,
cuento las líneas y me salen diez.
Estoy en blanco, como esta página,
en textos oscuros deriva mi plática.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Oraciones perversas para gente sin Dios,
que ha perdido la risa, ha perdido el color.
No existe la muerte, tampoco la noche:
las farolas alumbran las luces del coche.
Consonantes inmundas se prostituyen
en anuncios falaces que todo destruyen.
Cualquiera es un genio, acuérdate de Sócrates,
solo sé que no se nada de Hipócrates.
Las sombras a lo lejos que dicen adiós,
me quedo pensando si existe el amor.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Un poco de música para distraerse,
un compás, un baipás, tal vez una serie
que salgan fantasmas y también superhéroes,
que salgan anáforas, metáforas tenues:
tu cabello de oro parece teñido,
las manos de alabastro que nunca has tenido
acarician mañana la frente de otro:
amanecer sin saber qué hacer con el roto.
Cruz de hierro, carretera y manta,
admirar el anuncio último de Fanta.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Pero nadie dará un euro hoy por un verso,
esta es la antigua verdad del Universo.
Hay que hacer propaganda, saberse vender,
si quieres ganar, mucho hay que perder,
perder por ejemplo las flores del tiempo
el valor de una obra se mide en dinero,
dinero escaso para pagar el alquiler
tus ojos me gritan: no te quiero querer,
fracasas en belleza, estética, eres torpe,
a mí no me mires, a mí no me estorbes.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
He sido Walt Whitman, he probado la yerba,
he mirado al borracho tumbado en la acera,
también transité los caminos, las veredas sombrías,
alargué los versos, el llanto, por ver si me oías.
Pero todo resulta, a veces, tan falso
que me quito el sombrero y me subo al cadalso,
y me río del hombre que es mi ermitaño
y conquisto la suerte de ser un extraño
y me canso muy pronto con mi verborrea
y me voy por las ramas de mi melopea.
Escribir poesía no es fácil hoy en día.
Un último tirón y acabar lo empezado,
cumplir las promesas y tirar los dados.
El secreto del éxito es oscuro y es simple:
nunca pierdas de vista al niño terrible
que vive de ocupa en los altos balcones
cantando improperios a los ruiseñores.
Cuando todo pase y no seamos nada
dirán de nosotros que fuimos espadas
contra el viento iracundo de la monotonía,
aliados eternos de la melancolía porque
escribir poesía no es fácil hoy en día.

Se busca voz para grupo de rock

-Me gustaría ir por el mundo haciendo el pobre, pero soy pobre. -y apuró el cigarrillo.

El otro lo miraba con una expresión indiferente, quizás de superioridad. No importaba, había que tragar con todo aquello. Al fin y al cabo, era un trabajo como cualquier otro.

-¿Vamos?

-Venga, tú primero.

Pasaron hacia dentro y dejaron fuera el tronar ensordecedor de las chicharras. Hacía un calor insufrible y sudaba, sobre todo sus manos. No sabía si eso iba a salir bien tal y como estaba: estúpidamente nervioso. Cogió aire y penetró en la oscuridad del recinto.

Al cabo de unos pasillos, llegaron al estudio. El ambiente era como el de todos los lugares de esa clase. El olor era agradable, como de madera barnizada. Le parecía un misterio cómo se generaba aquel sabor en el aire: mezcla se sudor, cerveza y guitarras.

-Este es Felipe. Viene a hacer la prueba.

El grupo no tocaba en ese momento, pero estaban colocados como si fueran a ensayar otro trema. Primero saludó al batería, un tipo gordo y malcarado. Luego al bajista, pelo largo y con una cara bastante horrible. El guitarra, también feo, pero con el pelo corto. El que lo había recibido en la puerta era un amigo. Buscaban una voz para la formación.

Saludó a todos. Estaban un poco nerviosos, pero actuaban como si no, lo cual producía cierta incomodidad. Dejó la funda en el suelo y empezó sacar de ella su vieja guitarra.

-Veo que traes tu guitarra.

-Sí.

-Sólo buscamos un cantante, además es una guitarra española. Nos interesa más el rock.

-Bueno. ¿Qué queréis que cante?

-Mira, ¿conoces esta canción? -Y le hizo llegar una hoja mal impresa con la letra de una canción punki. Era de un grupo cuyo líder había muerto en los noventa por la heroína.

-Claro que la conozco.

-Pues venga. Un, dos, tres, y…

La música, si puede llamarse así a cuatro acordes mal ejecutados, empezó a sonar. Como hacía siglos que no escuchaba la canción, tuvo serias dudas a la hora de entrar. Mientras todos ejecutaban la pieza, pensaba que lo habían descartado nada más llegar.

Empezó a cantar, pero la calidad del micro era tan mala, tocaban tan fuerte y estaban tan metidos en lo suyo, que difícilmente podían escuchar cómo lo hacía. Por su parte, estaba un poco nervioso, pero no lo hizo mal. A medida que la canción avanzaba se iba sintiendo más seguro y, sabiendo que estaba descartado desde el principio, pensó que no perdía nada por disfrutar del karaoke. Así que se dejó llevar y la canción terminó.

-¿Qué tal? ¿Cómo lo veis?

Todos guardaron silencio. Era una condena aquella quietud. No les había gustado, ni siquiera lo habían escuchado. Pero bueno, eso era el mundo: no escucharse unos a otros.

Sacó la guitarra de la funda. Era una vieja española. La enchufó en uno de los amplificadores que había, sin pedir permiso. Por lo menos, la experiencia serviría para tocar un par de canciones delante de desconocidos. Siempre había tocado en su casa.

-¿Os sabéis esta?

Empezó a rasgar la rueda de acordes que se había preparado. Los músicos decían conocer la canción, pero no se animaban a tocarla con él. Mejor. Por lo menos lo escucharían. Tocó y cantó el tema en apenas tres minutos sin mirar qué hacía el resto.

-Bueno -dijo uno de ellos cuando terminó-, pues ya te diremos algo.

Pues ya estaba todo dicho. Pero había venido con el coche de un amigo y tenía que esperarse hasta que terminada la sesión para poder marcharse a su casa. Su amigo lo miraba con una expresión lastimera, como el que dice con los ojos: “Te lo dije, tío”.

Una vez sentado en un rincón de la sala, pudo escuchar al grupo sin la presión de tener que participar en el ruido. El batería era bastante malo. Percutía un ritmo sin fuerza, sin ganas. Ninguno tenía un talento especial. Por lo menos, él se sentía con más gracia, pero qué artista no se cree tocado por los dioses. Y cuando no se sentía así, se autoconvencía.

Como no tenía nada mejor que hacer, cogió una de las cervezas que había en una pequeña nevera. Si le decían algo, se haría el sueco. Pero solo lo miraron con expresión contrariada y guardaron silencio. La gente es cobarde y prefiere urdir sus pequeñas venganzas con argucias. Lo sabía porque lo había visto en todas partes. La vida funciona de esta manera: nadie te respeta hasta que sienten que deben respetarte.

-Pues a mí me parecéis bastante malos, la verdad. No sé si querría tocar con vosotros.

La expresión general cambió. El bajista lo miró con rabia y entró en el trapo rápido.

-Bueno, si no te gusta, ya te puedes ir.

-Tengo que esperar a que termine Arturo. -el amigo que lo había traído al ensayo. -De todas maneras, deberías aprender a encajar las críticas. Tocando así no llegaréis a ninguna parte. He visto millones de grupos de versiones. No tocáis nada vuestro.

-Nosotros solo queremos tocar. -dijo el guitarra solista- Nos importa poco la letra.

-¿Qué grupo que haya llegado a alguna parte conoces que haga esa clase de comentario?

-Tú que sabrás. Primero aprende a tocar lo básico, y luego podrás hablar con nosotros.

-Estoy hasta las narices de la gente como vosotros. No sabéis nada y preferís ignorar vuestra mediocridad patente. No es prepotencia, es simplemente observación. ¿Leéis?

Silencio sepulcral. Mi amigo empezó a recoger su guitarra. El ensayo se había terminado, por lo menos para ellos dos, pues era él quien tenía que llevarlo a casa. Por lo menos no se lo había quedado dentro. Ahora los miraba con una expresión de superioridad, como a seres inferiores, aunque numerosos: esa siempre es su fuerza.

-En fin. Ya os apañaréis, artistas. Que os den por culo. Acordaros de mí al fracasar.

Y salió con la guitarra al hombro. Salió a la calle. El sol había bajado un poco en el horizonte, pero aún era de día y las chicharras seguían con sus canciones. Empezó a liar un cigarrillo en la puerta mientras esperaba a que saliera su amigo. No tenía prisa a pesar de que hacía calor. Estaba en la calle y se sentía a gusto a la intemperie.

Cuando terminó el cigarrillo y empezó a liar el segundo, su amigo salió por la puerta.

-Eres un gilipollas, tío.

-Ya. Ellos también lo son. No harás nada interesante con esta gente.

-No sé cómo he podido traerte. Sabía que te ibas a poner estupendo, como siempre.

-Bueno, teníamos que probar. Pero bueno, al final ha pasado lo de siempre. Imbéciles.

-Tío, creo que deberías abrir la mente. -Estaban en el coche, ventanillas bajadas porque el viejo vehículo no había llegado a la era de aire acondicionado. Ambos fumaban. -Te recomiendo que salgas a ver mundo. Pasas todos los veranos aquí. Trabajas todo el año y lo único que haces es soñar, no llevas nada a cabo. Está bien leer, pero hasta cierto punto. Muchos de tus prejuicios se esfumarían si salieras de tu centro de confort.

 -Salgo de mi centro de confort de lunes a viernes de siete de la mañana a tres de la tarde. Vosotros también deberíais probarlo: un poco de realidad no está mal. Te conecta con el público, con lo real de la vida, con la gente. En el cogollito punk no haréis nada.

-Joder, Felipe, no sé cómo podemos ser amigos. No entiendo como puedes pensar así.

-Ya te lo he dicho antes, pero parece que no escuchas. Me gustaría ir por el mundo haciendo el pobre, pero soy pobre. Tú también lo eres. Los viajes de Instagram son una estafa, ¿no te das cuenta? Gente haciendo lo que les han dicho que hagan para encontrarse. Luego no pueden pasar ni media hora a solas en su casa, con su soledad.

-No vale la pena seguir hablando contigo.

Pasaron el resto del trayecto en silencio, hasta que llegaron al pueblo. El coche se detuvo delante de su casa. Le diría al colega de subir y echar una cerveza: hacer las paces. Pero el orgullo es una frontera demasiado alta a veces, a pesar de ser inútil.

-Oye, Felipe, quiero decirte una cosa.

-Mira, Arturo, soy así, tío. Lo único es que me ha jodido que no me escucharan. Ya se me pasará. Perdona la pataleta, por lo menos no me he quedado con el demonio dentro.

-No es eso. Verás. Quieren que vengas al ensayo el próximo jueves.

-¿En serio?

-Sí, les ha molado la canción que has tocado. La verdad es que es buena, aunque me cueste decírtelo porque eres un prepotente gilipollas. Quieren probar el próximo día.

-No me jodas. No tenía ni idea. Pensaba que me habían descartado.

-Siempre estás adelantándote a las cosas. Fluye, tío, fluye como el viento.

-No me va el yoga y esas mierdas indias. Me pensaré lo del próximo jueves. ¿Una birra?

-Otro día, tío. Tengo cosas que hacer. Pero podemos vernos mañana para ensayar.

-Venga.

-Dame un abrazo, anda.

Subió a su casa y se pasó el resto de la tarde tocando. Por fin tenía una banda. Era feliz.

Or y Am eran dos dioses cruzando la mar

Navegaban solos por un océano, a veces tempestivo, a veces en calma. Charlando, en silencio, de la mejor estrategia para sobrevivir en aquel entorno, pues a pesar de ser dioses, ninguno de los dos sabía que eran, y habían sido siempre, inmortales.

Carecían de memoria anterior a ellos mismos y a su barca. No conocían nada más que su propia existencia, que se reflejaba en los ojos de cada uno cuando miraban al otro. Solo sabían que hacía ya mucho que navegaban juntos y por ello habían resultado ser inseparables como la noche y las estrellas. Decir que Or y Am se querían, era quedarse muy corto, se necesitaban.

Había un elemento que los unía, que los ligaba. Una cuerta indestructible, y a la vez invisible, que solo ellos podían vislumbrar a veces. Un cabo abrazaba la cintura de Or y el otro la de Am, calcular la largura de la cuerda era algo imposible para cualquiera de los dos, solo sabían que allí estaba y que ambos estaban atados por el mismo hilo extraño, al cual, una noche Am, después de demostrar a Or afecto físico y espiritual, la bautizó con el gracioso y acertado nombre de Destino.

La cuerda tenía su función, servía para que, en el caso de que alguno de los dos cayera al mar por alguna eventualidad, el otro pudiera salvarlo tirando de ella. El sitio más seguro donde atar el cabo eran sus propios cuerpos, así que no dependían por entero de la barca donde ahora navegaban y que Am había bautizado con el nombre de Convivencia, siempre era ella la que escogía los nombres de las cosas y él solamente asentía.

Navegaban por aquel océano que se llamaba Vida buscando alimento. Generalmente, Or se sentaba en la parte trasera del barco, llevando la caña de timón, y Am en la proa, oteando el horizonte en busca de oportunidades y de nuevas costas. Or siempre obedecía todo lo que Am mandara, habían pasado muchas calamidades juntos pero de todas habían salido ilesos, sin la menor pérdida. El mar les daba todo lo que pudieran necesitar y su pequeña barca era su refugio, cada vez más duro y fuerte a medida que iban pasando las nubes, que se llamaban Tiempo.

Una tarde calmada, mientras Am dormía, él soltó el timón y se puso a mirar el horizonte. Vio a lo lejos costas de árboles verdes y arenas blancas y quiso saber qué es lo que habría allí. Miró a su compañera mientras esta soñaba con los ojos cerrados y pensó en despertarla y pedirle que arriaran el bote en aquel lugar, pero prefirió no molestarla hasta que volviera en sí y comentarle su plan entonces. Todo esto era prácticamente nuevo para Or, dado que él, pocas veces tomaba las decisiones y era su compañera la que siempre hacía ese trabajo.

De repente, una brisa suave y constante comenzó a empujar la barca hacia aquella orilla. La noche iba cayendo y era el momento de ponerse a dormir como Am, de echar el ancla y abrazarse a su cuerpo desnudo y yacer los dos al resguardo de los vientos, pero Or no lo hizo así, dejó la vela extendida, dejó que el viento lo llevara a aquella costa, veía encenderse unas hogueras y a gentes desconocidas dando brincos alrededor de ellas, quería saber qué era todo eso.

Cuando la quilla tocó la orilla, suavemente, ella no se había despertado, lo cual él lo entendió como un buen signo. Seguramente, si lo hubiera hecho, no había sabido explicarle porqué no había echado el ancla o, por lo menos, la había despertado, Or no hubiera sabido qué responderle, él tampoco lo sabía. Pero nada de esto pasó porque Am seguía durmiendo en aquel recodo tranquilo de la costa, alejado de las hogueras y de la música de tambores que se distinguía tenuemente.

Bajó de la barca y puso sus desnudos pies en la fina arena, el tacto lo reconfortó así como la idea de que era la primera vez que hacía algo a solas desde que tenía memoria, desde que navegaban juntos, esto lo alegró todavía más, y rápidamente, aprovechando la noche, se encaminó hacia el resplandor que iluminaba el cielo nocturno en aquella noche sin estrellas.

Al llegar, no dio crédito a sus ojos. Una gran orgía se desataba a su alrededor, machos y hembras bailaban, saltaban, se retorcían y extendían sus brazos al cielo. Todo era locura y desenfreno, palabras que Or nunca había conocido, que solo sabía por lo que Am le había contado una vez sobre todo eso, que le había dicho que no valía la pena. Por un momento, pensó en volver sobre sus pasos y poner la barca rumbo a las olas, pero la noche era joven y se lo pensó, todavía quedaban muchas horas para que llegara el día y quería ver qué eso que todos aquellos llamaban Fiesta, quería saber.

Una bella ninfa traía entre sus manos medio coco y todos allí, metían la cara dentro y respiraban hondo, de una sola vez y rápido, sniff. Los ojos se abrían de par en par y los saltos y brincos eran más elevados y más frecuentes, Or se preguntó qué sería aquello y la ninfa, sin mediar palabra, se acercó a él y le tendió la cáscara marrón donde portaba aquel intrigante elemento mágico. Pensó por un instante que aquello no le gustaría a Am, y menos aún que lo hiciera a espaldas de ella, pero la ninfa tenía prisa y… ¡era tan bella! Casi le recordaba a Am en algunas cosas, pero era diferente, ella estaba ahora con él en aquella isla, mientras su inseparable compañera dormía en la barca unos cientos de metros más allá, impasible a todo lo que estaba ocurriendo. Or metió la cara dentro del coco y respiró fuerte, sobre lo que sintió, casi que no lo recordaba, pero era como si le hubiera pasado lo mejor a su existencia, como si él y Am hubieran capturado algo que los hiciera olvidarse del trabajo durante meses, una euforia indescriptible y raras veces sentida. Fruto de esta sensación, también se puso a cantar y a brincar al son de los tambores y a bailar con todas las ninfas alrededor de la hoguera. Francamente, Or lo pasó muy bien.

Fueron transcurriendo las horas de aquella noche y como, de entre todos los sátiros y ninfas, él era el que daba los saltos más grandes y cantaba con la voz más fuerte, todos lo aplaudían y estuvieron encantados de conocerle. Pero Or sabía que pronto llegaría el día y que debería volver donde descansaba su compañera, se despidió de algunos y sobre todo, de la ninfa de quien había provado, por primera vez, el extraño mejunje que lo había hecho sentir tan intensamente. Corriendo volvió sobre sus paso, feliz y contento por la diversión, pero a mitad de camino, lo asaltó la duda de si Am se habría despertado y no andaría por ahí, sola, en aquella extraña isla, buscándolo. Aceleró el paso y llegó a su barca llamada Convivencia, antes de que el sol comenzara a clarear, de nuevo, en el horizonte. Tomó los remos, que en pocas ocasiones utilizaban, y remó fuerte, y más fuerte, hasta que la barca fue alejándose de la costa y adentrándose en la mar de nuevo. El chocar de una ola contra el casco despertó a Am, pero él le dijo que no pasaba nada, ella confió en él, como siempre hacía, y siguió durmiendo un rato más, el suficiente para que Or alejara la barca de la Fiesta.

Finalmente, Am se levantó, contenta y risueña, lo primero en lo que se fijó fue en la expresión cansada de su compañero y le preguntó si había dormido. Él le contestó que no, que no había cogido el sueño. Mientras se miraban, iba a contarle lo sucedido hacía pocas horas, pero entonces Am miró hacia el sol que comenzaba a salir de entre las olas, le dio un beso y le pidió que descansara un rato, él le contestó, con un extraño nudo en la garganta, que seguía sin tener sueño, que ya descansaría luego. Or pensaba que lo haría cuando aquella amarga sensación que ahora habitaba se deshiciera, fueron trascurriendo las horas de otro día cualquiera, aguantando la caña del timón, Or se sentía cada vez más cansado pero el nudo había bajado de la garganta al estómago y allí seguía, cada vez más amargo y más duro.

Ese día no hablaron casi nada, cuando ella le preguntó el porqué de aquella actitud desacostumbrada el él, Or le contestó que se sentía mal, que ya se le pasaría. Am lo miró con una expresión de creciente preocupación pero sus quehaceres cotidianos no le dejaban demasiado tiempo para entretenerse, al menos, no en aquel momento con aquella tormenta aproximándose.

Como ya se ha dicho, llevaban mucho tiempo surcando el océano de la Vida juntos, y por lo tanto, no era la primera vez que topaban con aquel fenómeno furibundo que era el huracán Circunstancias. Otras veces lo habían enfrentado y siempre habían salido ilesos. Ahora el torbellino se dibujaba a lo lejos en dirección a ellos y ambos lo miraban, en los ojos de ella no había el menor atisbo de miedo pero en los de él se podía distinguir la alargada sombra de la duda. Or comenzó a recordar otros episodios con el huracán, en concreto uno que no se le había olvidado, una vez en la que había caído al agua.

Había sido hacía mucho, concretamente, cuando llevaban poco tiempo navegando juntos, y fruto de su inexperiencia, una ola lo había derribado y había acabado entre la espuma. Rápidamente había comenzado a hundirse, puesto que sus cuerpos eran mucho más pesados que la mar, y cuando pensaba que había llegado su fin, sintió cómo una fuerza tiraba de él, tomándolo por la cintura, llevándolo hacia la superficie. Era Am, que tiraba de la cuerda que ambos tenían atada a la cintura, que consiguió sacarlo de su propia perdición y que lo ayudó a subir de nuevo a la embarcación que por aquel entonces no estaba tan preparada para esa clase de fenómenos meteorológicos. Exhausto y empapado, calado hasta los huesos, Or le agradecía profundamente a su compañera lo que había hecho por él y desde entonces, aquel lazo que los unía, se había hecho para ambos, todavía más fuerte. La tormenta acabó pasando y se demostraron afecto físico y espiritual incansablemente, una y mil gozosas y bellas veces. Pero ese recuerdo, hoy, para Or, era algo amargo, que todavía le apretaba más el nudo del estómago. Pensó qué hubiera pasado si ella no lo hubiera salvado y no supo qué contestarse, aumentó su curiosidad. Ahora otra vez la tormenta se aproximaba y pensó que esta sería su oportunidad, si volvía a caer, no dejaría que Am lo salvara de nuevo, y entonces sabría.

Pero la idea de alejarse de ella lo horrorizaba y decidió no darle mayor cabida en su pensamiento divino, dejó que pasara como pasaban las nubes negras, esperando que estas no volvieran nunca más. Por una cosa o la otra, fue Am quien tomó la palabra.

-Otra tormenta, otra vez Circunstancias.

-Sí, otra vez.

-¿Sabes? Estaba pensando que quizá es el momento de dejarlo…

-¿De dejar el qué? -Or se sentía francamente confundido, ¿es que Am se había adelantado a sus pensamientos? -No te entiendo. -Ella rio por su expresión de extrañeza, sabía que creía que estaba hablando de abandonarlo y ni se le pasaba por la cabeza, pero le gustaba divertirse con él y asustarlo un poquito.

-De dejar el mar, ¡tontito! Podríamos encontrar una isla para los dos, llevar nuestra barca y hacer con ella un refugio para nosotros, una isla que nos gustara, tengo pensado el nombre y todo, se llamará Compromiso.

La imagen de la isla de la que hablaba Am le hizo pensar en aquella otra que había visitado hacía nada, la Fiesta. Él no conocía el lugar del que ella hablaba, habían vivido siempre en el mar y les había ido bien, ¿porqué dejar a Vida? Así se lo preguntó.

-No estoy hablando de eso, este océano será siempre nuestro sustento pero dejaremos de vagar de un lado a otro y podremos instalarnos en algún sitio más seguro, para nosotros dos, para lo que venga después de nosotros dos, ¿entiendes? Un sitio donde criar a pequeñitos Ores, ¿qué te parece? ¿Es que nunca habías pensado en eso, cabeza hueca?

En lo único en que Or pensaba era en Fiesta, pues la conversación andaba sobre las islas y esta era la última que él había visitado, en soledad, y lo había pasado genial. Lo único que quería era volver allí y repetir la experiencia durante más tiempo. Al ver que Am lo miraba, esta vez ella con la expresión de extrañeza, se encongió de hombros y distrajo su atención con la tormenta, cuyas nubes negras comenzaban a cernirse sobre sus cabezas.

-Parece que esta vez va a ser la última, entonces. -Fue lo último que dijo, mirando al horizonte.

Ella seguía mirándolo a él, luego se giró hacia Circustancias que se arremolinaba unos cientos de metros más allá, suspiró.

-Así es, pero saldremos de esta, como todas las demás veces, ¿verdad? -Y sonrió.

Un paseo hasta Peter Handke

Aparco donde siempre, en el faro. Aunque, en realidad, el faro queda a unos cinco kilómetros del lugar donde dejo el coche. Yo lo llamo así y todo el mundo me entiende cuando digo que he dejado el coche allí, en el faro. Podría aparcar mucho más cerca si buscara con más ahínco, si permaneciera en el coche más tiempo y diera vueltas por la ciudad buscando un hueco, pero lo odio. No me gusta dar vueltas con el coche buscando aparcamiento, prefiero ir al faro directamente. El trayecto hasta allí es bastante grato.

Salgo de mi pueblo y enseguida tomo una de las carreteras que van a la ciudad. Como el faro está en la costa, nunca llego a entrar plenamente en el núcleo urbano y solo lo rodeo, evitando la mayor parte del tráfico que se genera a las seis y media de la tarde. Paso por el polígono y me fijo en las naves con enormes letras chinas. Dos caracteres en blanco sobre un fondo azul, un cartel sobre la pared mohosa. Cerca de esa nave, un par de naves idénticas más allá, hay un negocio de reciclaje, de chatarra. A veces se ven vagabundos con el carrito que van a vender sus rapiñas allí. Otras veces son individuos más profesionales que han robado cobre, aluminio o hierro de alguna parte. Allí todo se compra y las expresiones de los presentes es distraída, como si no estuvieran haciendo lo que hacen, como el que está en un lugar por casualidad, sin intención.

Yo lo sé porque durante una época de mi vida acompañé a unos tipos a que vendieran lo que habían robado. Luego compraron tabaco y con lo que les sobró fueron a por algo de comer. No sé ahora qué será de su vida, las cosas han cambiado mucho para todos. Yo, de hecho, paso de largo con mi coche y cruzo el río que separa la ciudad de las afueras.

Se ve el club de remo. Se ven los almacenes del puerto y la entrada donde suele estar parada la policía. Se ven los barcos pesqueros amarrados en el muelle. Lo han arreglado todo. Antes ese barrio era un lugar lleno de borrachos. Pero, en cierta manera, aún lo sigue siendo. Hace unos años arreglaron la calle principal por donde transitan los coches y el lugar quedó muy diferente a como lo recuerdo en mi infancia. De todas formas, no es muy difícil evocar las imágenes de cómo era todo aquello, basta cruzar un par de calles paralelas donde la reforma no llegó. Siguen llenas de mugre, humedad, ratas, borrachos. Pero cuando paso con el coche solo veo la cara bonita y esta es preciosa.

Un poco más allá están los tinglados, las naves del siglo XIX. Ahora se hacen exposiciones culturales dentro, o conciertos. Pero antes eran naves donde trabajaban los estibadores, que es como se llama a los obreros que trabajan en lugares así, y me gusta imaginarlas con su trajín decimonónico. Hay unas grúas. Ahora hay yates billonarios amarrados en esos muelles porque es un puerto de lujo donde los jeques atracan sus juguetes por varios meses porque es mucho más barato que dejarlos en Barcelona, que no está tan lejos en barco. Me gusta verlos allí, no les tengo ninguna inquina. Que estén.

Si puedo, aparco donde la torre del reloj. Es una construcción del siglo XX, no le echo más de cincuenta o sesenta años, pero quiere ser más antigua. Seguramente tenía el sentido utilitario de que los trabajadores supieran la hora que era. Hoy que todos tenemos la hora encima, cumple una función bastante anacrónica. Pero es una construcción coqueta. Con la primavera, hay mucha más gente por esa zona y a veces no puedo aparcar junto a la torre del reloj que tiene un mapamundi pintado en una de sus cuatro caras. Pero hoy he tenido suerte: he aparcado cara al mar y veo la tarde declinar sobre el agua púrpura de la bahía artificial donde ahora atracan los jeques.

Bajo del coche y cojo mi cartera. Tengo una cartera de cuero marrón que compré en la parte alta —por alta y antigua— de la ciudad. A veces se fijan en ella y me dicen que es molt xula. Yo siempre doy una explicación de donde me la compré, no sé muy bien por qué. Supongo que así mi interlocutor puede ir a por otra si quiere, pero no estoy seguro de que sea por eso. Me gusta el lugar donde la adquirí como me enamora el lugar donde aparco el coche. Respiro el aire impuro del puerto, el olor a sal, a roca, a gaviota, a cemento, a alquitrán, mientras camino en dirección a la ciudad. Siempre sopla una brisa agradable que me acaricia el pelo. No me estoy quedando calvo, por eso no me molesta.

Voy un poco tarde, pero camino sin prisa. Me cruzo con transeúntes y runners bien equipados. Yo mismo voy a correr allí los fines de semana. Si no fuera por el sitio, seguramente me quedaría en casa, pero es genial ir allí y les comprendo. Miro a los y las viandantes con cara de «te comprendo, qué lugar más maravilloso», pero ellos y ellas o no me miran, o lo hacen con una expresión de desconfianza. Nadie se fía de nadie, la vida.

La zona portuaria y la ciudad están separadas por la frontera que dibujan la vía del tren. No hace tanto había un semáforo y los peatones y los coches esperábamos, si estaba rojo, a que pasara el tren antes de cruzar. A veces eran trenes interminables. Mientras el semáforo estaba en rojo, uno siempre tenía la tentación de cruzar antes de tiempo. El tren no se veía por ninguna parte, tardaría minutos en llegar, entonces cruzabas y ya. Pero normalmente todo el mundo retenía el impulso y esperaba pacientemente. Ahora todo eso ha cambiado, hay un paso subterráneo —lleno de cámaras de seguridad— por donde se pueden cruzar las vías sin necesidad de esperar a que no venga el tren. De hecho, a veces, mientras uno recorre los pocos metros de túnel, el tren pasa por encima con estrépito y es fácil ver a alguien dar un brinco, o darlo uno mismo. Se siente a la máquina atravesar el espacio infinito que suele haber encima de las cabezas, el cielo.

Una vez pasada la frontera, se llega a una plaza ancha. Hay muchos árboles y estos están llenos de pájaros que dejan los coches llenos de mierda. A pesar de eso, los coches siguen aparcando en esa plaza por ahorrarse los cinco minutos que hay desde el faro, donde aparco yo, o por desconocimiento del poder fecal de las aves. Para espantarlas, el ayuntamiento ha dotado a los árboles de altavoces que simulan el graznido de otras aves enemigas. Así los animales se espantan y no van a cagar allí. La canción es horrible y empieza siempre puntual a las seis y media de la tarde. Los vecinos prefieren soportar el dichoso estrépito que los excrementos de los pájaros. Pero hoy llego tarde y la canción no se escucha. Evito pasar por debajo de los árboles, siempre hay pájaros valientes.

Al fondo hay una calle recta, muy larga, que es la arteria principal del Barrio del Puerto. Sé que el barrio se llama así porque hay pancartas blancas con letras en negro donde se anuncia que los vecinos quieren un barrio digno. Me fijo en los edificios. Son antiguos y están muy machacados por el salitre y la vida dura del barrio. Eso atrae a las clases más molestas por todos, las clases bajas, que anidan en los bloques sin ascensor llenos de ratas. Se ven grietas en las fachadas desconchadas. Balcones que llevan veinte años sin abrirse. Edificios poco funcionales donde seguro no llega la fibra óptica del wifi. En las calles suelen pasear muchos negros, sudamericanos y viejos del barrio. Hay problemas y pocas soluciones para la masa. Seguro que suele haber jaleo. Pero a mí me gustan las casas, las gentes, los coches pasando constantemente: olor a hormigón, sabor a barrio.

Mientras recorro la calle principal me fijo en los establecimientos, son extraños y llaman mi atención. El primero de todos es un bar cuyo interior es oscuro a cualquier hora del día. En la terraza, minúscula, siempre están los mismos hombres y mujeres, avejentados o viejos, bebiendo cerveza y fumando. Todos beben y fuman y por eso el interior del bar siempre está vacío. Hay un viejo de unos cien años que siempre está allí.

Justo al lado hay una tienda de loterías y un cartel de los años, imagino, setenta que en letras pasadas de moda dice «TELÉFONO». En el escaparate de la tienda hay artículos del puerto: barquitos, relojes marineros, navajas de toda clase. Una vez entré y pregunté si vendían mecheros. Había tres viejas de toda la vida hablando y pasando la tarde con la dependienta que, muy amablemente, me dijo que sí y me vendió un encendedor azul.

Pero como ya no fumo, paso de largo. Más adelante hay una tienda de animales, de pájaros y peces, concretamente. Siempre he oído a las viejas de mi familia que los pájaros y los peces dan mala suerte. En todo caso, el dependiente debe tener toda la mala suerte del mundo y ahí sigue: en una silla, en medio del establecimiento, mirando la gente pasar, mirándome a mí pasar mientras yo lo miro a él. El ruido de la tienda es ensordecedor. Los pájaros de colores pían y graznan en multitud de alaridos tropicales. Los peces van de un lado a otro con nerviosismo. En esa tienda solo el señor está tranquilo, él y los cactus de la entrada. Me paro a mirar los cactus. Temo que el viejo se levante de su asiento para darme conversación, lo he visto otras veces hablar con los vecinos. Estoy seguro de que me conoce de vista, de verme pasar dos veces por semana.

Más adelante hay una peluquería canina. Siempre que paso, hay un perro de distinto tamaño cortándose el pelo. Es muy curiosa la inocencia de los animales en ese lugar, para ellos extraño. Siempre miran hacia la calle y siguen con la cabeza a los transeúntes. Yo también suelo mirarlos mientras paso y nuestras miradas se encuentran a menudo. Nunca hay el mismo perro, pero siempre hay un perro allí. Algunos me ven y ladran, otros me miran curiosos, otros lo hacen asustados. Hoy hay uno pequeño con un pequeño bozal. Tiene los ojos salidos y en su mirada se percibe el odio y la rabia estúpida e inocente de algunos perros. Me hace mucha gracia y paso más despacio.

Camino un poco más y encuentro un Spar en un edificio muy singular. La fachada es roja, pintura de barco. Parece que el edificio está vacío si no es por el supermercado. Sería imposible vivir en él. Entro en el super y compro caramelos de menta. He dejado de fumar, pero no me acostumbro a tener la boca vacía. Conozco un poco a la dependienta. Tuvo granos de joven, pero tiene los ojos azules. Dios a veces es justo.

Salgo de la tienda con un caramelo en la boca. Vuelvo a cruzar la calle. Me quedan unos pocos metros para llegar a mi destino. Antes, encuentro una plaza llamada de los infantes. La plaza es amplia y siempre hay gente. Se pasea al perro, se toma algo en la terraza de los bares, se pasa de largo, como yo, hacia alguna parte: ese es el ambiente.

Llego a la antigua fábrica de Chartreuse. Durante muchos años ese edificio había sido un misterio para mí. El negocio estaba abandonado, hacía muchos años que el Chartreuse se fabricaba en Francia, pero parece ser que también se hacía allí. Había un patio grande que siempre me encontraba cerrado en mis visitas a la ciudad. Ahora han puesto la Escuela Oficial de Idiomas y se imparten cursos de inglés, francés, ruso, etc.

Me alegro de que hayan reformado la antigua fábrica y le hayan dado un sentido. Es más fácil construir un nuevo edificio que reformar uno antiguo. Deberían haber hecho lo mismo con la tabacalera y haber puesto la universidad allí, pero hicieron un edificio nuevo. Es curioso lo bonitas que son algunas construcciones antiguas destinadas a dudosas funciones hoy en día: fábrica de tabacos, de licor, antiguos mataderos públicos.

Cruzo la puerta y me dispongo a subir las escaleras, llego bastante tarde. Antes de enfilar el primer peldaño, veo una estantería a la derecha repleta de libros. Me acerco. Es uno de esos puntos donde la gente deja un libro y se lleva otro. Yo no llevo ningún libro encima, pero decido ver si hay algo interesante. Veo un volumen bastante ajado, como el barrio, de los años sesenta. En la portada hay fotos en blanco y negro, como en negativo, y sale un tipo con un peinado raro y gafas de sol de la época. En letras rojas se lee: «PETER HANDKE».

Lo abro y el libro está en inglés. La undécima edición es del año 83, pero la obra es de los sesenta, no me equivocaba. Hojeo las páginas y veo que alguien ha subrayado, como hago yo, el volumen. Hay un nombre escrito que no consigo descifrar de pie. Decido llevarme el libro, aprovecharé para mejorar mi inglés leído que no es nada malo para el nivel que tengo en general. Subo las escaleras despacio porque voy mirando las páginas. Han escrito en los márgenes, en las hojas de cortesía, en su momento fue un libro trabajado. Tengo mucha curiosidad. Entro en clase.

La profesora está hablando de Juego de Tronados. No he visto la serie así que el speech no me interesa. Vuelvo al libro y veo que es bastante raro. Sé que no me gustará, pero me ha gustado el modo como me lo he encontrado. Parece que la clase empieza, por fin.

Al cabo de unos días, terminé de leer el libro. Efectivamente, era bastante raro y malo. El autor, entonces, un joven de mi edad —ahora un viejo de setenta años—, escribía obras de teatro. El texto consistía en entremeses vanguardistas. No me gustó la obra, pero creo que siempre recordaré el modo como la encontré. Y el paseo que me llevó hasta ella.

Tomboy

-Este no es lugar para una mujer.

Había llegado bastante antes de la cita. El local estaba oscuro. Se podían distinguir algunos individuos en las mesas, que no eran muchas. El sitio apestaba a alcohol derramado. Se acodó en la barra y pidió una cerveza. El camarero la miró con desconfianza, pero finalmente optó por no decir nada. Le puso la caña y se largó a lo suyo. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no había reparado demasiado en el lugar. Era uno de esos muchos sitios que hay en la ciudad, anónimos, de paso. Con su tragaperras, su barra de acero inoxidable, su lavabo maloliente. Todos los clientes estaban solos, y parecían no esperar a nadie, sólo la muerte, cuando viniera. Pero nadie la esperaba esa noche. Nadie excepto ella. Al ingerir un par de tragos de cerveza, tuvo el impulso de salir a fumar. Se puede morir en un bar, pero no se puede fumar. No quería que ellos la vieran a fuera, de pie. Que la gente que pasara por la calle reparara en ella y pensara: ¿Qué hace una chica en un lugar como ese a estas horas de la madrugada?

La puerta del local se abrió y supo que eran ellos. Eran dos. Uno era calvo y un poco más alto. Su manera de caminar era bobalicona, como si tuviera los pies muy grandes. Sus brazos se balanceaban a los lados, como un gorila dando unos pocos pasos de pie. El otro era quizás más joven, un poco más bajito. Tenía los hombros anchos y pisaba seguro de sí mismo, como el que esta acostumbrado a andar sobre la cuerda floja. Si hubiera sido un poco más alto, tanto como su compañero, habría llamado más la atención y lo habría mirado primero. Pero era una de esas personas borrosas en las que había que fijarse dos veces para reparar en ellas. Unos tipos perfectos para el trabajo.

Se acercaron a la barra y miraron a todas las personas del bar con un vistazo rápido. Solo una las estaba mirando con atención, y era ella. Los ojos del calvo la miraron medio segundo más que al resto y ella asintió con un gesto que decía: yo soy tu hombre.

Sin mostrar un ápice de sorpresa, con la agilidad de quien está acostumbrado a hablarse con gestos imperceptibles, le hizo una señal para que se sentara con ellos en la mesa que se disponían a ocupar al fondo del antro. Las paredes eran de moqueta, el suelo de gres. Estaba nerviosa, pero no quería que se le notara. Era buena poniendo cuerpo de póker.

-Ya que estamos aquí, vamos a ver qué nos cuenta. No podemos encontrar a nadie más.

Los ojos de ambos la observaban con atención, la escaneaban más allá de su cuerpo. Querían penetrar en su pensamiento, saber quién era en realidad. Ella no bajó la mirada en ningún momento, pero le costaba cada vez más, en ese silencio eterno, sólo interrumpido por la tos espontánea de algún borracho. Ellos no tomaban nada. El camarero ni se molestó en tomarles nota. Una de dos, o eran habituales, o al tipo le daba igual quienes entraran en su local. En la noche, a veces, es mejor no preguntar mucho.

-No lo veo. -dijo el calvo de ojos saltones. Su expresión no era hostil, sino indiferente.

-¿Quién eres, chica? ¿Por qué estás aquí?

Era más difícil aguantarle la mirada al más joven. Sus ojos la observaban con curiosidad sincera. Sus cejas estaban bien dibujadas y le conferían un aire de inteligencia precoz. Sin duda, de los dos, era el más novato; pero por alguna razón su compañero confiaba en su criterio. Si hubiera sido por el calvo, ambos se habrían largado al verla. Pero el más viejo sabía que también era más tonto que su compañero. O menos intuitivo.

-Mi nombre es Tomboy. Y estoy aquí por lo mismo que vosotros. -dijo ella.

-¿Tomboy? ¿Qué clase de nombre de puta es ese? ¿Nos estás tomando el pelo, niña?

Era gracioso que lo dijera él, que no le quedaba ninguno. Pero se ahorró el comentario porque veía que su paciencia se estaba terminando por momentos. Esos dos tipos eran muy curiosos. Los había imaginado más amenazadores, más fornidos, con traje de chaqueta beige donde abultaría la culata de una pistola. No obstante, ambos iban con una camisa fina: el más viejo, a cuadros azules y rojos; el otro, azul con coderas. Era verano. Parecían tipos absolutamente normales, incapaces de hacer ese trabajo.

-¿Sabes a qué nos dedicamos, Tomboy? Esto no es ninguna broma. Esta noche puede ser la última de tu vida. De hecho, tú ocuparás el lugar de un muerto, ¿entiendes? Aún estás a tiempo de dar la vuelta. Haremos como si no nos hubiéramos visto nunca, ¿sí?

-Ya es demasiado tarde para eso. Nos hemos visto las caras. Todos sabemos por qué estamos aquí. Cuando me habéis hecho sentarme con vosotros, ya habéis decidido que el puesto era mío. No nací ayer. Quizá soy más joven que vosotros, pero he vivido más.

-¿Qué edad tienes, niñita?

-Calvo, vuelve a llamarme niñita y te comes el vaso que tengo en la mano.

-Vaya, parece que Miss Daisy tiene carácter después de todo. Quizá sí que nos sirvas.

-No os queda otra.

-Tienes huevos, de eso no hay duda. Pero no me has respondido aún, Tomboy. ¿Por qué estás aquí? Cualquiera no es apto para el puesto, y nunca hemos trabajado… -con una mujer, iba a decir, pero finalmente dijo- con alguien como tú. ¿Qué haces aquí?

-Lo mismo que vosotros, supongo. Esta es la mejor forma que tenía de suicidarme.

Ambos tipos se quedaron pasmados con la frialdad que demostraba. Parecía muerta por dentro, hace muchos años. Capaz de cualquier cosa. Estaban sorprendidos, aunque fingían serenidad. Fue entonces cuando ella empezaba a dudar de sus compañeros.

-Si soy la primera mujer con la que trabajáis, entonces no lleváis trabajando mucho.

-Niña, nadie llega a cobrar la jubilación con un trabajo como el nuestro. Además, no tenemos contacto con casi nadie. Somos una célula, solo nos conocerás a nosotros mientras trabajes para la organización. A menos que lleguemos a ver el sol mañana.

-Ha sido la organización quien me ha puesto en contacto con vosotros. Así de simple.

-Eso es porque no sabían que eras… una mujer. Tienes voz de un camionero yonqui.

-Yo soy Tomboy, calvo imbécil. Vete acostumbrando a decir mi nombre. -Apuró lo que le quedaba de cerveza de un trago, empinando el codo. Dejó caer el vaso sobre la mesa, sin soltarlo. -Y por cierto, ¿quién carajo sois vosotros? ¿O es que sólo respondo yo?

-El calvo imbécil se llama Rasputín. Tiene un complejo de ruso, a pesar de que es rumano. Yo me llamo Kaneda, como el de la película, ¿sabes cuál te digo? Buenísima.

-No veo películas. Vaya nombres más ridículos. Parecemos una compañía de payasos.

Todos rieron. Era la primera vez que se sentían a gusto. A pesar de todo, algo fluía entre ellos. Habría estado bien compartir unas cuantas cervezas y contarse la vida, que, por turnos, ellos relataran las peripecias que les habían llevado a la mesa de ese antro. Sin duda, tenían una buena historia, y la contarían íntegra hasta que le tocara a ella, y quizás pudiera sacar de dentro todo el daño y el dolor que nunca había salido de sus entrañas. Pero aquello no era una novela, sino la vida, y no había tiempo para retóricas vanas.

Sentía curiosidad por los dos hombres, sobre todo por el más joven. Rondaría su edad. Unos treinta años. El otro oscilaba entre los cuarenta y los cincuenta. Había vivido más.

-Será mejor que nos pongamos en marcha. Tenemos que estar allí a las cinco en punto.

-Vamos allá.

-Sí.

Antes de abandonar el local, Tomboy dejó un par de monedas sobre la barra. El camarero no reparó en que se largaban. Miraba al televisor de encima de la barra con indiferencia, el volumen estaba al mínimo. Era un canal de noticias. Quizás saldrían ellos a la mañana siguiente. Un titular anónimo como: encuentran tres cuerpos en un descampado, dos hombres y una mujer, la policía trabaja en su identificación. Y punto.

Caminaron por la acera en silencio. A pesar de que era tarde, había movimiento en la calle. Al fin y al cabo, era fin de semana y estaban en una gran ciudad. Los coches pasaban continuamente sobre el asfalto. Llegados al semáforo, tuvieron que esperar.

-¿De dónde eres, Tomboy?

-No soy de aquí. -Y eso fue todo. Aún no se fiaba de ellos. No se fiaba de nadie.

-Pero serás de alguna parte, ¿no? Todo el mundo es de algún lugar. ¿Cuál es el tuyo?

-Haces demasiadas preguntas, ¿no te lo han dicho nunca? Déjame tranquila.

-Vale, vale, Tomboy. Solo quería ser tu amigo. -Le guiñó un ojo. En ese momento, le habría dado una bofetada. Kaneda era el único que parecía ajeno al trabajo, como si en realidad hubieran salido de fiesta con su viejo tío, el rumano y putero Rasputín.

-Está verde, venga. El coche está por aquí.

Subieron a un sedán negro. No le interesaban demasiado los coches, así que no reparó en la marca. Se sentó detrás. Los asientos eran de cuero y olía a nuevo. No podía tener más de unas pocas semanas. Sin duda era un trabajo peligroso, pero pagaban muy bien.

-Quita esta mierda de música, Ras.

-Cállate, pesado. Es mi coche y se escucha lo que yo digo. -Sonaba música clásica. Todo para ella era surrealista. Mientras dejaban atrás las luces de neón de la ciudad, una tras otra, iba pensando en qué diablos estaba haciendo con esos dos imbéciles. Seguro: ninguno de los tres iba a ver la luz del día siguiente. Pero a nadie le importaba, la cuestión era vivir, estar en el presente. Y eso era lo que más le gustaba: se sentía bien.

-¿A que a ti tampoco te gusta la música, Tom?

-¿Eh? -estaba distraída, filosofando. Fumaba un cigarrillo mientras circulaban por la autovía. No se había molestado en preguntar si se podía fumar, por supuesto que sí. -Me da igual la música. Tengo una pregunta, ¿cómo vamos a hacerlo? Es mi primera vez.

-Para mí es la tercera. -Dijo Kaneda. -Pero se le coge el tranquillo rápido. Tú solo síguenos la corriente. Mi abuela decía: allá donde fueres, haz lo que vieres. Pues eso.

-Es fácil, niña. Nunca actúes antes de que lo haga yo. Y procura que no te maten.

-Agradecería que me llamaras por mi nombre.

-Va a ser difícil, Rasputín es muy cabezón. ¿No has visto este bolo enorme que gasta? A todo esto, -se giró sobre el asiento, mirándola- a pesar de esa coleta zarrapastrosa y de esa ropa de pordiosera que llevas, eres bastante guapa. Podríamos ir al cine un día de estos, ver una película, ya sabes. No tengo mucho tiempo libre, ¿Quieres follar un día?

-A ver, Kaneda, ven aquí. Quiero decirte algo. -Acercó su cara. Estuvieron mirándose un momento a los ojos. Tenía una mirada distraída, sus ojos brillaban en la oscuridad el del vehículo. Ella acercó su rostro al de él, el otro entrecerraba los ojos como para recibir un beso. Su puño derecho se incrustó justo debajo de su mandíbula. Si le hubiera dado más fuerte, se la abría roto. Saltó hacia atrás y se llevó las manos a la boca.

-¡Cabrona!

-Te lo mereces, por imbécil. -Dijo Rasputín. -Buen trabajo, niña. Pero resérvate para luego. Ya tendréis tiempo de pelearos más tarde si aún os quedan fuerzas para eso.

-En serio, Rasputín. ¿Cuál es el plan?

-Improvisaremos. Somos invitados, o clientes, y actuaremos como tales. Primero hay que hacerse el sueco, como si no fuera la cosa con uno. Luego ya veremos. Lo más importante de todo, lo que tienes que tener claro, cristalino: no actúes antes que yo.

-De acuerdo.

-Veas lo que veas. Hagas lo que hagas. Nunca te dejes llevar por tus emociones. Es la mejor forma de salir vivo. Piensa que viva serás más útil que bajo tierra. ¿Entiendes?

-Sí.

-Hija de puta.

-Cállate. -Rasputín le dio una colleja fortísima. Sus manos eran duras como la madera. -Ponte serio por una vez en tu puta vida. Esto no es ninguna broma, niño. Espabila ya.

A pesar del golpe, Kaneda no pareció inmutarse demasiado. Estaba acostumbrado.

-Ya llegamos.

El sedán entró en un aparcamiento sin asfaltar. Al fondo había unas naves abandonadas. Unas pocas farolas iluminaban el polígono. Unos cuantos metros más allá había más coches. Parecían caros, últimos modelos, gente de dinero. Ellos aparcaron cerca de la entrada de la carretera. Se bajaron del vehículo. Rasputín abrió el maletero y extrajo una bolsa. Le dio una a Kaneda y otra a ella: de la bolsa había sacado tres máscaras con la cara de un zorro. Su sonrisa negra era ancha y sus ojos rasgados tenían sendos agujeros.

-¿No había otra cosa más cutre? Yo esto no me lo quiero poner, parecemos imbéciles.

-Nos lo han dado ellos. Son las normas. Todo el mundo usa máscara, ya lo sabes.

-Sí, pero las hay más guapas, ¿a que sí, Tomboy? ¿Cuál te hubiera gustado ponerte?

-Es una maldita máscara. Póntela y cierra la boca.

-Vaya carácter…

-Venga, andando.

Se encaminaron hacia las naves. Sus pasos sonaban sobre la grava, acompasados. Era una noche calurosa. Las chicharras cantaban con su tono irritante, como de una alarma. El verano estaba empezando y ellas eran las primeras en anunciarlo. La atmósfera era pesada. Tomboy se sentía cada vez más nerviosa, pero no había modo de volver atrás.

-Qué andares de machorra. Pareces un heavy gordo.

-Eres un gilipollas, ¿te lo han dicho nunca?

-La verdad es que sí, mi ex no dejaba de repetírmelo.

-Pobrecilla.

-Sht. Silencio. Ya estamos aquí. Poneos la máscara.

Rasputín llamo a la puerta. Era de acero, pero disponía de timbre. Al cabo de un momento, se abrió de par en par. Un tipo enorme custodiaba la entrada, como un ogro de los libros o las series de fantasía. Solo que este era humano y llevaba pistola. Los miró un momento, directamente a las máscaras, y dejó libre la entrada del almacén.

-Buenas noches, señores.

Rasputín entró primero y no dijo nada. Lo mismo hicieron el resto. Al cabo de unos pasos, oyeron la puerta cerrarse tras de sí con un fuerte golpe. El tipo parecía educado, pero era tan bruto como su cuerpo prometía. Le gustaba, esos tipos eran unos empotradores natos, no como el imbécil de Kaneda. Qué pena, qué desperdicio.

Avanzaron tras el portero. Había trastos almacenados en el interior y una luz al fondo que no dejaba distinguirlos. Tomboy no reparaba en su entorno, intentaba que su cuerpo no mostrara sus intenciones. Parecía tranquila, como sus dos compañeros. Siguieron hacia el cuarto iluminado. Dentro estaba completamente vacío. No había muebles, solo una fregona, un cubo y una caja con productos de limpieza: lejía, detergente, sosa cáustica y demás. El fortachón se agachó cuan largo era y abrió la tapa de una trampilla que había en el suelo, imperceptible si no se sabía su existencia. Unos peldaños metálicos conducían al sótano. Kaneda miraba al tipo con atención. Como celoso.

-Adelante. Que disfruten la velada.

Primero pasó Rasputín y luego fue ella. Detrás bajó Kaneda luego de mirar al portero un instante más detrás de la máscara. Sin duda, odiaba a esos tipos, le daban mala espina. La trampilla se cerró tras ellos y oyeron cómo se accionaba el candado. Mierda, pensó.

-Seguro que la tiene pequeña. -Susurró una voz tras ella y se echó a reír.

-Eres idiota. -Y reprimió la risa.

-Ahora actuad con normalidad. Recordad: venimos a pasarlo bien. Muy bien de hecho.

-¡Allá vamos! ¡Cariño, ya estamos en casa! ¿Cuántos caramelitos tenemos hoy?

-Dos. Un niño y una niña. Qué delicia.

Al final de las escaleras se llegaba a una estancia amplia, iluminada con varias bombillas en el techo. El lugar parecía el sótano de una casa de gente muy rica: televisión, billar, sofás, una mesa de caoba. En unas sillas, había dos hombres con máscara. Ambos eran gordos y parecían de mediana edad a juzgar por sus cabellos blancos. Uno era más fornido que el otro. Olían a perfume caro y uno de ellos fumaba. Descubría su rostro lo justo para dejar pasar el cigarrillo y luego se la volvía a colocar. En lugares como ese, la intimidad era fundamental. Además, sabían que los estaban grabando porque aquello formaba parte de la seguridad del sitio y del espectáculo en sí.

Un tercer hombre estaba en una esquina. Tomboy no reparó en él hasta que cruzaron la puerta. Se sobresaltó un poco, pero nadie se dio cuenta. Rasputin y Kaneda actuaban con normalidad. Recorrían la sala y saludaban a los demás individuos. Ella también.

-Bienvenidos a la casa del placer. Ya conocen las normas, así que no me extenderé. Pueden hacer todo lo que quieran durante las dos horas que dura nuestro viaje. Si tienen alguna pregunta, la responderemos con mucho gusto. Una vez dentro, manos a la obra.

Rasputín no abrió la boca y ellos hicieron lo propio. Fue uno de los dos tipos quienes intervinieron. Ellos sí parecían nerviosos, y como ellos tres, parecían conocerse poco.

-Estaremos seguros ahí dentro, ¿verdad?

-Absolutamente. La seguridad y el bienestar del cliente es nuestra razón de ser.

-Muy bien.

-¿Alguna pregunta más? -Y giró su máscara hacia ellos tres. Reparaba en Tomboy.

-No es nuestra primera vez. Estamos acostumbrados. Ábre ya. -dijo Rasputín.

-Excelente. Adelante entonces. -Dijo mientras abría la puerta. -Que disfruten, señores.

Lo que más sorprendió a Tomboy es la oscuridad del sitio. Apenas brillaba la luz del fluorescente en lo alto de la habitación. Era bastante amplia, como el salón de una casa particular. No había muebles. Solo lo necesario: una cama. Sobre ella, sin apenas mantas, el cuerpo de un niño y una niña yacían en un estado de seminconsciencia.

-Les hemos dado jarabe para que estén tranquilitos. -Informó el tipo enmascarado.

No tendrían más de diez años, pero era difícil saberlo puesto que era imposible adivinarles las caras, la expresión era borrosa bajo la escasa luz, como dormida. Pero sus cuerpos eran pequeños, frágiles y elásticos como suele serlo en los niños de esa edad. Había casos en los que algún crío de esos se caía de un tercer piso y sobrevivía, otras veces no, pero para un adulto hubiera sido una muerte casi segura. Pero ellos ya estaban muertos. A pesar de que respiraban, de que desprendían calor, de que gimoteaban bajo los efectos de la droga en una pesadilla interminable. Ellos ya estaban muertos para siempre porque una persona no vive los suficientes años como para el tiempo borre tanto dolor sufrido en aquellos cuerpos. Ni los psicólogos, ni los médicos, ni los psiquiatras, ni las pastillas lograrían arrancarles de esa pesadilla que había comenzado, ¿hace cuánto? Quizás días, semanas, meses. Por lo menos se acababa ya.

-En esta casa de placer todo está permitido, cualquier placer, cualquier objeto. Solo pídanlo y se les proporcionará. No lo duden. Están aquí para pasar un rato agradable.

El tipo era bastante servicial. A pesar de que llevaba máscara y de que su acento no revelaba que fuera extranjero, la forma de su cabeza -muy redonda, de pelo negro muy fino- y la escasa altura de su cuerpo -un poco más bajo que Kaneda- hacían pensar que fuera asiático. De hecho, asiáticos eran los pobres críos tirados sobre el colchón.

Todos estaban bastante parados, fue Rasputín quien rompió el hielo. Quería un martillo.

-Eso está hecho. -Respondió el chino. -Mire encima de la mesa. Ahí tiene todo.

En una esquina, había una mesa con ruedas y muchos objetos: pinzas, tijeras, chuchillos, destornilladores, martillos. También había trastos más extraños cuya forma era puntiaguda o roma. En definitiva, eran herramientas para la tortura. Por el simple placer y gozo de maltratar a un ser vivo, especialmente si era humano y pequeño.

Se adelantaron los otros dos desconocidos y rápidamente escogieron una víctima cada uno. Los brazos de ambos críos estaban atados a la pared con cadenas. Casi no podían moverse. Uno de ellos se bajó los pantalones y el otro hizo lo mismo. Parecían tener prisa por sofocar el deseo. No les importaban las circunstancias, el hecho de que no estuvieran solos, de que los grabaran para el placer de una audiencia universal en internet. Pero el ímpetu depredador era más fuerte que cualquier tapujo. ¿Tendrían familia esos dos tipos? A juzgar por la edad y por las alianzas de oro, seguro que sí.

Tomboy no quería mirar, no podía mirar y no hacer nada. Deseaba matar a esos dos tipos. No obstante, las instrucciones eran claras. No actuar antes que Rasputín. Él y Kaneda estaban en la esquina, donde la mesa de quirófano. Sonaba música relajante.

-Vamos, señorita, no se quede ahí parada. Vaya a disfrutar. ¡El tiempo vuela!

Sin responder nada, se acercó a donde estaban sus compañeros. Todo iba muy deprisa y muy despacio al mismo tiempo, como si la realidad se hubiera dividido en dos planos.

-Hoy nos lo vamos a pasar bien. -Dijo Rasputín mientras cogía algo de la bandeja.

-Ya te digo. -Respondió Kaneda.

-Oiga. No encuentro el martillo.

-Tiene que estar ahí, caballero. Lo he preparado yo mismo.

-Puede ser, pero con esta luz es difícil ver nada. ¿No pueden encender otra? Maldita sea.

-Déjeme ver. No se preocupe, señor. -Dijo acercándose hacia ellos tres.

Tomboy no quería quitar los ojos de la mesa. Algunos objetos estaban sucios con sangre y fluidos humanos. No se molestaban en limpiarlos, para qué. Las infecciones y las enfermedades quizás daban un plus al espectáculo. Todo valía en Diversión Sin Límites. Se oían gemidos y lloriqueos. Kaneda estaba girado hacia la cama, impasible, como esperando su turno. Se había apartado de ellos y parecía buscar la mejor manera de unirse a la orgía. Parecía haberse olvidado del trabajo, parecía disfrutar del espectáculo.

Cuando el hombre se inclinó sobre la mesa para rebuscar entre los trastos, Rasputín aprovechó para apresarle el cuello con el brazo. El tipo no hizo ruido alguno. Quiso tirar la pequeña mesa de acero de una patada, pero un movimiento del rumano se lo impidió. El hombre se asfixiaba. Pataleaba en el aire. Era difícil que no se le partiera el cuello. Kaneda salió de su ensimismamiento cuando ya estaba con las rodillas sobre la cama. Volvió hacia donde estaba Rasputín y le clavo un cuchillo afilado en la mitad del pecho, con lentitud, justo donde se hallaba el corazón. La sangre brotaba a golpes del cuerpecillo del hombre, expulsaba chorritos hacia la cara de Kaneda, sin producir ruido alguno. En absoluto silencio, el hombre murió y con suavidad, Rasputín lo dejó caer.

Ahora solo quedaban los otros dos que seguían a lo suyo. Era la primera vez para Tomboy, pero sabía que había que ir rápido. La escena estaba siendo grabada, no tardarían en llegar refuerzos si no estaban llegando ya. Tenía un cuchillo en la mano, bastante oxidado y mellado. No cortaría limpiamente, pero daba lo mismo. Llevada por un trance, se acercó hacia la cama donde se desarrollaba la escena más hórrida que pudo imaginarse en su vida. Una parte de ella tenía ganas de vomitar, de llorar, de arrodillarse, la otra caminaba hacia la cama con la determinación de quienes cometen un acto de heroicidad o de barbarie. Uno de los dos hombres, que ignoraban el desarrollo de los hechos, estaba violando al niño. Sus testículos iban y venían como el badajo de una campana. Tomboy estaba justo detrás, impasible, con la hoja en una mano. El hilo musical ahora proponía un éxito de los setenta que hasta ese día le encantaba. Se inclinó hacia el tipo. Su mano cogió el escroto del hombre con suavidad, el individuo, al darse cuenta, se giró y la vio detrás de él. Gemía de placer como una alimaña del infierno. A pesar de la máscara, ella sabía que estaba sonriendo, agradecido. Se giró para seguir con lo suyo, cada vez a un ritmo más frenético, estaba llegando al final. Con la otra mano, de un solo movimiento, insertó la hoja del cuchillo, cuan larga era, dentro de sus testículos. Hubo un segundo en el que aún no se dio cuenta. El cuerpo y la mente parecen dos entidades separadas por una frontera difusa. Tomboy tiró y lanzó ambos testículos al suelo. Cuando la piel correosa tocó las baldosas, fue cuando el hombre comenzó a aullar como un animal herido en lo más íntimo, con un dolor indecible.

Antes de que el otro, que estaba violando a la niña, pudiera reaccionar, Kaneda le clavó un destornillador en mitad de la espalda. El hombre intentaba quitárselo penosamente con alguna de sus dos manos, pero lo había clavado justo donde no llegaba. Se ahogaba en su propia sangre y producía sonidos espasmódicos, ahogados, líquidos. Sus pulmones se encharcaban. Los dos tipos ahora yacían en el suelo y los miraban. Ellos estaban de pie, y disfrutaban mandándoles al infierno de donde habrían salido una vez.

Rasputín aprovechaba el ínterin para liberar a los dos niños de sus grilletes. Había encontrado la llave en los bolsillos del asiático, cuyo rostro se había revelado finalmente y yacía con una expresión estupefacta bajo la tenue luz del fluorescente. Ambos niños temblaban, no entendían lo que estaba pasando, lo que había estado pasándoles. Rasputín tomó la cadena de acero con sus manos. Los tipos no daban crédito a su suerte.

-No por favor.

-Tengo dinero. Tengo familia. Por favor.

-Venga, hay que darse prisa. -Dijo Rasputín. -Ya nos hemos divertido bastante.

Kaneda obedeció la orden. Con un martillo en la mano, que había servido en otro tiempo para partir dedos y piernas, propinó un golpe seco sobre uno de los dos tipos. Cayó como un saco de mierda al suelo, aún vivía, pero el golpe le había partido el cráneo y se adivinaba el cerebro bajo una gruesa capa de hueso sanguinolenta.

El otro se quitó la máscara. Su pene flácido yacía sobre un charco cada vez más lleno de sangre. Su cuerpo iba quedándose pálido, temblaba. Moriría desangrado. Suplicaba.

Tomboy le quitó la máscara. Quería verle la cara. Resultó ser un tipo bastante famoso, un político de mucho renombre. A ella no le interesaba la política, pero había visto ese rostro por la tele, muy tajante, muy seguro de sí mismo, que inspiraba confianza en el votante. Ahora era solo un tipo con una expresión penosa sin saber dónde poner las manos. Miraba a Tomboy con expresión suplicante. Seguro que si lo dejaban vivir, un médico podría reparar sus genitales dañados, al menos, en parte. El tipo soñaba con esa posibilidad. Lloraba, gemía, gritaba sobre el suelo. Llamaba al guardia de la puerta.

-Hija de puta. Zorra. Maldita zorra hija de puta.

-Nadie llama zorra a mi chica, bolsa de basura. -Dijo Kaneda riéndose.

La puerta se abrió de golpe. La luz del exterior inundó la sala. Rasputín gritó.

-¡Al suelo! ¡Al suelo!

El vigilante penetró en la sala descargando el cargador de su arma. El humo empezaba a inundar la habitación. Las balas rebotaban en las paredes y se incrustaban en el suelo, en el techo, en la cama, en la mesa de quirófano. El tiempo parecía detenido, roto por el estruendo. Rasputín estaba contra la pared. Parecía el único que había adivinado la acción del guardia. Presa de la excitación, había entrado en la sala disparando a todo lo que se movía, pero el humo de su propia arma le había impedido la visión. Ahora se llevaba las manos al cuello. El arma cayó al suelo y se disparó una vez más. Solo se oía el sonido gutural de su garganta. Rasputín estaba detrás. Con la cadena, lo estrangulaba con todas sus fuerzas tirando de ambos cabos. Uno de sus pies se apoyaba sobre la espalda del guardia y hacía palanca con el cuerpo. El tipo estaba entrenado, Rasputín también. No logró liberarse. Al fin y al cabo, era gente no acostumbrada a que les plantaran cara, aquella vez los habían pillado por sorpresa. Como pasaba siempre.

Tomboy levantó la mirada. El político castrado había sido herido por una de las balas. Kaneda estaba a su lado. Se había colocado encima de ella, intentando ser un héroe. Se lo quitó de encima. Ella no necesitaba que ningún hombre la salvara. Se puso a ayudar a Rasputín e incrustó una barrena que había encontrado por el suelo dentro del enorme pecho del tipo. Hubiera sido un gran amante, sin duda. Era enorme y musculoso, como a ella le gustaban los tíos. Era un desperdicio tener que matarlo, pero así eran las cosas.

-¡Nos vamos!

-Qué hacemos con los críos.

-Déjalos aquí. Están muertos.

-No.

-No podemos llevarlos.

-Yo no los voy a dejar aquí.

-Yo tampoco, Ras. -Kaneda cogió al pequeño. Estaba completamente desnudo.

Tomboy cogió a la niña. Rasputín iba primero con el arma en la mano. Ellos seguían sus pasos a la mayor velocidad que podían. Subieron las escaleras, atravesaron la trampilla que estaba abierta. La luz roja de la alarma iluminaba intermitentemente las galerías oscuras de la nave. Había máquinas, había furgonetas de toda clase, pero todo eso no existía. Corrían como con la única imagen del coche que los esperaba fuera. No tardarían en venir más. Les quedaba poco tiempo. La niña temblaba sobre sus brazos, estaba viva, caliente, respiraba. Después de liberar la puerta de la nave, salieron por fin.

Amanecía. Venus brillaba en el cielo como una diosa al lado de la luna creciente. Sus pasos sonaban sobre la grava. Rasputín alcanzó el coche primero y abrió la puerta trasera, del copiloto. Se oían disparos. Tomboy se giró y vio a algunos tipos corriendo hacia ellos, procedentes de otras naves vecinas. La mayoría eran asiáticos. El silbido de las balas que pasaban junto a ellos parecía irreal, como si no fuera a ella a quien iban dirigidas. Rasputín amenazaba con largarse, pero no lo hizo. Una de las balas impactó en el coche, pero no arrancó. Los esperaba. Su calva brillaba bajo la luz de la farola.

Consiguieron llegar al vehículo. Kaneda entró primero con el pequeño. Ella lanzó a la niña como si fuera una mochila de cuero y se puso en el asiento del piloto. Rasputín no protestó. Saltó al otro lado y disparaba hacia el grupo de tipos, que cada vez estaba más cerca, con la pistola del segurata sexy que yacía muerto en el sótano. Arrancó. Aquel era un buen coche. Le gustaba conducir. Lo hacía siempre que podía cuando los robaba.

A una velocidad de vértigo, salieron en dirección a la ciudad. Sus perseguidores también tomaron los coches, pero una vez en la carretera principal, nadie parecía seguirlos entre la multitud que se dirigía su puesto laboral un lunes normal. La carretera estaba llena. Tomboy conducía intentando evitar el atasco. Se fijaba en los conductores, impasibles, que iban amodorrados escuchando la radio, atendiendo a sus problemas cotidianos, ignorando los crímenes que se desarrollaban a pocos quilómetros de su casa.

-¿Adónde vamos? -Preguntó por fin.

-A la policía no. -Rió Kaneda.

-¿Por qué no?

-Viste al tipo al que le cortaste los huevos, ¿no lo reconociste?

-Sí. El político ese que sale por la tele.

-El ministro de interior. Ahora somos terroristas. ¿No lo entiendes?

Lo entendía perfectamente, pero no podía pensar. No sabía qué iba a pasar ahora.

-¿Dónde vamos entonces? ¿Qué vamos a hacer con ellos? -Señaló a los niños.

Por fin habló Rasputín. Parecía tranquilo. Fumaba un cigarrillo con la ventana abierta.

-No podemos escondernos con el paquete que llevamos. Debemos ir a la organización. Ellos sabrán qué hacer. Nosotros hemos cumplido con nuestro trabajo. Fin de la misión.

Sacó un teléfono móvil antiguo y buscó un número en la agenda. Llamó. Comunicaba.

-No puedo creer que la gente rica se gaste el dinero en esto. Los políticos, los empresarios, en qué maldito mundo vivimos. No logro entenderlo. Es una pesadilla.

-No te equivoques, cariño. -Dijo, Kaneda. -Piensa en quién nos ha pagado el pase vip para esta noche. Ellos también son ricos. Trabajamos para gente poderosa, no todos son unos iluminati haciendo rituales satánicos. Para eso nos contratan a nosotros, para que limpiemos las cloacas de basura. Nos dan protección, nos dan un trabajo, un sentido.

-¿Por qué no presionan a la policía? Tienen que hacer algo.

-Parte de la policía nos protege. Las cosas nunca son blanco o negro. ¿Un cigarro?

Se lo pasó encendido. Tomboy fumaba y miraba a Rasputín con el rabillo del ojo, luego observó a los niños. Estaban en un rincón, juntos, tapados con la camisa de Kaneda. ¿Qué sería de ellos ahora? ¿Qué clase de futuro les esperaba? Ambos eran asiáticos. Tomboy pensaba en el horrible viaje que habrían soportado hasta allí. Estaban dormidos, cansados. Si aquello fuera una película, tendrían un futuro, pero no lo era.

-Sí. Soy yo. -Rasputín hablaba por teléfono. -Misión cumplida. Sí. Tenemos un pequeño problema. No. Viajamos con dos paquetes. Ajá, sí. ¿Dónde los dejamos? De acuerdo.

Y colgó. Ambos se quedaron esperando instrucciones. Iban sin rumbo por la carretera.

-Vamos a la organización. Tenemos que reunirnos con ellos hoy. Coge esa salida.

La salida llevaba a la autopista. Salían de la ciudad, quizás para siempre. Aquella ciudad donde había pasado algún tiempo, buscando un futuro. Al menos, había encontrado un presente, algo por lo que vivir. Y en la mañana, mientras fumaba el cigarrillo en aquel coche, con aquellos tres, llena de sangre, por primera vez en su vida, se sentía feliz.

-¿Y qué va a pasar ahora?

-Qué quieres que pase, Tomboy. -Dijo Rasputín llamándola por el nombre por primera vez- Nos asignarán otro destino. Y así hasta que nos maten en una de estas. Eso pasará.

-Me parece perfecto.

-Quería pedirte disculpas. A mi edad uno se llena de prejuicios. Tienes lo que hay que tener. Muchos desearían la valentía que tienes tú. He visto a un montón de lloricas.

-Ya me las pagarás, no te preocupes. -Dijo ella sonriendo.

-Oye, ¿qué significa Tomboy? Es una palabra inglesa, ¿no?

-Búscalo en el diccionario, imbécil. ¿Sabes lo que es eso?

-No soy muy amigo de los libros. Prefiero el cine, las series, ya sabes. Tenemos que buscar un nombre para nuestra célula terrorista. Qué os parece Los Liquidadores. Suena bien, ¿eh? Los Liquidadores limpian la ciudad de basura, los más temidos del mundo.

-¿No se calla nunca?

-Nunca. -Asintió Rasputín.

-Y hablando de una cosa y de la otra, Tomboy. ¿Te apetecería ir al cine un día?

-No eres mi tipo.

Y todos rieron. Era absurdo. Estaban al borde de una muerte segura, pero no importaba. Por primera vez en su vida, Tomboy tenía lo que siempre había añorado: una familia.

Una casa junto al Tragadero

El Tragadero es un río que, como su nombre describe, engulle, mediante el cieno de sus fondos, a quienes se atreven a atravesarlo a pie o, incluso, a nado. En cuanto uno se ve atrapado en su fango, intenta, por lo menos, liberar un pie; no obstante, esta intención ayuda a que la otra pierna se hunda, todavía más, en las arenas movedizas. El protagonista de esta novela vive en una casa encantada junto al mencionado, casi se diría, río maldito.

El aire que se respira mientras el lector va profundizando en la novela de Quirós es espeso. Su aroma resulta, en ocasiones, similar al de la narrativa de Rulfo. Pero Una casa junto al Tragadero no es una reescritura de Pedro Páramo o de El llano en llamas; más bien, una reformulación. El personaje narra en primera persona una serie de acontecimientos que, en un principio, parecen no tener mayor trascendencia. De hecho, a veces nos recuerda al primer narrador de El ruido y la furia por su pensamiento errático y enajenado. Se comparte, en cualquier caso, con Faulkner el interés por escarbar en la singularidad de la mente humana; lo cual es, para quien está leyendo, a todas luces, intrigante.

Como en la última novela de Barba, República luminosa, la trama también se sitúa en la selva; pero esta vez, en el monte. Los pocos habitantes no tienen apenas recursos para subsistir. La naturaleza se percibe dura y enigmática, despiadada y mágica, hipnótica. No parece casualidad que algunos de los nuevos novelistas prefieran situar en estos entornos sus historias por su fuerza telúrica y su capacidad narcótica que tanto inspiran a la imaginación. Allá, lejos del neón de las ciudades, en el verde oscuro, todo es posible. La algarabía de las cotorras y de los loros, el comportamiento antropomórfico de los monos, los peligros inherentes al paisaje, sobrecogen continuamente la respiración. Son las historias de los lugares sin historia alguna, que carecen de nombres propios como los personajes que viven por aquellos páramos. Allí, junto al Tragadero, el silencio de la civilización no puede contradecir la voz honda de la Naturaleza.

El lenguaje utilizado —tosco, rudo, a veces soez— sirve a la adecuación. El uso de regionalismos, de expresiones vulgares e, incluso, de estructuras gramaticales fuera de la coiné normativa es equilibrado. Gracias a la música —o al ruido— de este lenguaje, utilizado por el propio narrador en primera persona y por otros personajes adyacentes a él, la prosa consigue sumergirnos con mayor calado en las aguas que giran, en un movimiento continuo e infinito —esto se entendiere al leer la novela—, en torno al torbellino del argumento. Sin embargo, el habla no orbita tan lejos del español estándar como para que nos resulte difícil la entera recepción de la obra; su decodificación lingüística, por tanto, se infiere de forma sencilla y exótica para el lector hispanohablante medio. Cabe resaltar esta característica dado que otros autores, al otro lado del Atlántico, ya se sirvieron de esta técnica como pudimos apreciar en la novela Cristo versus Arizona de Camilo José Cela.

En resolución, la pluma de Mariano Quirós en Una casa junto al Tragadero verdaderamente engulle al lector entre sus líneas; con la diferencia de que no lo asfixia y, una vez acostumbrados a la espesura de la selva y al protagonista, resulta grato cuando la mente respira hondo el aire del monte. Sus aguas quietas, traicioneras, infestadas de yacarés, son dignas de las mejores fuentes literarias.

Los muertos caminan hacia atrás, los vivos no saben si lo están. Premio Tusquets Editores de Novela 2017. Una joya de argenta.

Trifásico de Terry

Escribí esta experiencia allá por los años 10, cuando trabajaba en un hotel de la costa durante la temporada de verano. Han pasado algunos agostos desde entonces, pero esta historia continúa vigente en muchos enclaves turísticos. No les hagan la vida imposible a los probres chavales que les sirven el trifásico de Terry.

Hoy en el trabajo, me ha pillado por banda un “español”. Debo decir, antes que nada, que en nuestra selecta jerga de camareros afirmamos que, dentro de todo el crisol de culturas que visita nuestras playas y hoteles en verano, de todas las culturas del planeta Tierra, los españoles son los más “pesados”.

Estaba yo esperando a que me prepararan unas bebidas y antes de salir por la puerta, con las múltiples copas en una bandeja cargadísima, me ha asaltado uno de estos pesados. -Oye, ¿servís a fuera? ¡Es que llevamos un rato esperando y allí no viene nadie! -Sí, sí, caballero, dígame lo que quiere y yo ahora se lo llevo, cuando pueda. -No, no, ya voy yo a la barra, pido, y entonces tú lo traes, estamos en las mesas estas marrones de allí, la quinta de la derecha que está… -Bueno, mejor dígamelo a mí y yo se lo traigo ahora. El cabrón iba a quejarse a la barra, donde estaba el jefe, de que yo no estaba atendiendo afuera.

El hombre me dice lo que quiere, a regañadientes: seis o siete cafés, algunos con sacarina, otros con un toque de Terry, infusiones del tiempo… Cuando no he entendido lo de “infusión del tiempo”, me ha ilustrado el gentilhombre. -¡Pues qué coño va a ser! Un poleo con un vaso con UN hielo, para hacerlo del tiempo. -Usted quiere un poleo con hielo, ¿no? -No, quiero una infusión del tiempo. -Bueno, bueno… y he apuntado “un poleo con hielo”. Cabe citar aquí que el hombre llevaba una lista con la comanda apuntada, para que no hubiera lugar posible al error, era un hombre ordenado, pero eso no lo había escrito él, sino su hija, porque era la letra clara y pulcra de una chica. Podría haberme dado la lista o el teléfono de su hija.

-¿Lo tienes todo, niño? -Sí, caballero, no sufra, que ahora se lo llevo. -Bueno, ahora, apunta lo que quiero yo. Un café… -escribo “café” bajo su atenta mirada- …con un toque de Terry, ¡pero descafeinado, eh! -Vale, vale. Entonces he levantado la vista de la libreta. El hombre era el tópico-típico del facha español: gordo, calvo, bigote blanco-amarillento, con los ojos oscuros y con cara de pocos amigos. Al mirarnos frente a frente, me he reído por dentro y por fuera he esbozado una sonrisa que al hombre no le ha gustado mucho, pues se ha ido renegando con paso firme de militar franquista. En fin, el trabajo sigue.

Después de llevar la comanda que traía a una mesa de turistas franceses, que me han obsequiado con un educado “merci” sin propina cada vez que una de sus bebidas tocaba la mesa, he vuelto a la barra a preaparar el encargo del hombre del bigote. Le he cantado al cafetero el caprichoso pedido y poco ha faltado para que nos liásemos y la cagáramos con el hombre. Pero al final, según mis apuntes, todo estaba en orden, y cagando leches me he ido con los humeantes cafés hacia la mesa del tipo, no porque tuviera prisa por servirlo, sino porque llevaba un capuchino cuya nata se iba derritiendo por el camino y no quería que me hicieran volver. En dos zancadas, me he plantado allí, eran una familia: la mujer, la hija, el novio de la hija, la tía, la abuela y el buenhombre mirandome como un Torquemada resucitado.

-¡Hola! -¡Hola! Dijo la hija, el caballero solo suspiró y dijo: -¡A ver! Los demás no dijeron nada. -Bueno, capuchino… -Para mí. -Dijo la madre. -Vale ¿poleo? -Para mí. -Dijo el novio de la hija visiblemente asustado. -¿Cortado? -Para la abuela, etc. Y finalmente: -¿Carajillo de Terry descafeinado? Y sin esperar respuesta, se lo he puesto al hombre que permanecía con los brazos cruzados observando y aprobando con su silencio toda la operación. Todo estaba listo, podía proseguir mi camino. Sólo quedaba un cortado solitario en la bandeja. No hubo “gracias” de ninguna clase, en ningún momento. -Españoles… -pensé yo.

Esta historia podría haber acabado felizmente aquí pero a no más de tres metros, bramó la voz del bigote: ¡Oye! ¡Eh, tú! Me giré yo y las demás mesas que habían entre nosotros, di media vuelta mietras el hombre hacía un gesto repetidamente negativo con la cabeza y otro con la mano, como el que llama al perro cuando se ha cagado en medio del salón. Antes de que yo abriera la boca, la abrió él: -Te has equivocado, eh, esto no es lo que yo he pedido… -¡Cómo que no!- Yo empezaba a perder la paciencia. -Café descafeinado con Terry. -¡Yo te he pedido un cortado con un toque de Terry! -¡Déjalo papá! Tómate eso… -Decía la hija, defendiéndome. -¡Que no me tomo yo esto coño! -decía mientras removía con repulsión el trifásico de Terry. -Bueno, ¿y este cortado de quién es? -Dije yo a un cortado que permanecía abandonado en medio de la mesa. -Ese es tu cortado, Jesús. -dijo la mujer, resulta que habían pedido por él. -El bigotes se revolvió en el asiento mirando la lista que todavía conservaba, la tensión estaba subiendo y antes de que se desbordara digo: -Bueno, yo me llevo esto, usted péguele un trago al cortado y ahora le echo un poco de Terry dentro. -¡Pues eso es lo que te estoy diciendo, joder, que no te enteras…! Y mientras me iba: -¡Cállate ya, pesado! Lo dije para mis adentros, mordiéndome la lengua para que me saliera por la boca. Había crisis y necesitaba el dinero. No me giré, volví a por la botella de dichoso Terry.

Al cabo de esos pocos minutos, la cosa estaba más calmada y el hombre más relajado, le he echado su toque de Terry y he dicho: -Ala… ya está. La mujer, visiblemente amargada, decía: -¿Ves, Jesús? Ya tienes tu café como a ti te gusta… El hombre solo levantaba las cejas. Mientras les retiraba los vasos vacíos la mujer se dirigió a mí. -Ya estás acostumbrado, ¿verdad? -Pues sí, señora, a todo se acostumbra uno… -¡Pues es lo que hay! Me espetó la buenamujer. -¡Pues sí! Le espeté yo, ahogando un “hijadeputa” por el camino.

Y apretando los dientes, he seguido mi camino, cagándome en el hombre y en su mujer, no en su hija, pensando en el pobre novio del poleo con semejantes suegros, en todo esto, me ha llamado otra mesa: -¡Eh, colega! Ven un momento porfa… -Otra mesa de españoles, dos parejas avanzados en la treintena, me habían pedido antes y me habían preguntado por Don Pimpón, yo entendía que era el facha del bigote. Les había dicho que sí, que lo había visto. -¿Era este el famoso Don Pimpón? -No, no. -digo entre risas. El señalado se daba por aludido con la historia que iba con él pero que no entendía porque apenas a esa distancia -Era otro, un viejo aún más hijodeputa. -Hay que ver lo que tenéis que aguantar. Dijo uno de los treintañeros, feliz de no tener, aparentemente, un trabajo de mierda como el mío. No hubo propina.

Me fui, por fin, a dentro del bar, a salvo por un momento de aquella jauría de pesados, de caprichosos, de remilgados, de españoles; madiciendo su raza. Al llegar a la barra, dejar la bandeja y estirar un poco la espalda he pensado: ¡Qué pesados que son…! No podrían ser educados como los franceses o los belgas.

A pesar de todo, todavía no me ha dado por escupir dentro del carajillo. ¿Seré yo extranjero también?

Adiós, Káiser

Escrito por Ricardo Rodríguez Sánchez, mi padre.

Le dije:

-Papá, es la hora.

-Será rápido… -Dijo mi hermano.

Y papá contestó:

-Rápido… ¿para quién?

Y a partir de ese momento todo fue silencio.

Sus ojos brillaban acuosos y enrojecidos, antesala del vacío que vendría después.

Ninguno de nosotros quería hablar. Ni mis hermanos, ni mi madre, nadie.

Preferíamos estar en silencio. Una lágrima era enjuagada de vez en cuando.

El médico los hizo pasar. Entraron solos, despacio, sin mirar atrás, como los valientes.

Mi hermana pequeña lloraba en el umbral, apoyada en el hombro de su novio.

No fue rápido: fueron veinte minutos de eternidad.

Finalmente salió.

Iba en una caja de plástico gris. Lo empujaba una joven con una bata de verde.

Se acercó a nosotros e intentó darnos ánimos.

-No ha sufrido. Me miraba, movía su cola, me lamía la mano y me acercaba su pata. Yo le decía: siempre fuiste un gran perro y el mejor de los amigos. Adiós, Káiser. Adiós…

Y papá nos abrazó a todos.

República luminosa

Las buenas novelas suelen distinguirse por la difícil conjunción de un argumento atrayente y unas reflexiones eficaces. La trama, y sus distintos episodios, son las metas a las que el lector va llegando a medida que avanza en la lectura. Pero para conseguirlo, es necesario que entre un punto y el otro existan frases, sentencias y metáforas que nos hagan pensar, que den un sentido especial y significativo a lo que sucede durante la lectura. Ambas premisas se cumplen en la novela de Andrés Barba: República luminosa.

Ambientada  en  una  ciudad  en  medio  de  la selva, —El verde de la selva es el verdadero color de la muerte. No el blanco ni el negro—, la historia discurre con celeridad pero con la espesura y la riqueza de un río amazónico. Un funcionario narra en primera persona una serie de acontecimientos ocurridos en torno a unos niños salvajes llegados de no se sabe dónde. Sembrarán el caos y el miedo en el mundo de los adultos, germinará en la desgracia del protagonista que, desde la primera página, nos advierte: Casi todo el mundo tiene lo que se merece y los malos presagios existen.

Bajo esta sentencia fatal, la historia avanza de manera trepidante, con una tensión palpable que magnetizan las manos del lector con las solapas del libro. El hecho de que el principal antagonista de la novela sea un grupo de niños, sobre cuya infancia volcamos nuestros ideales más puros sobre el ser humano, hace que siempre exista la electricidad que provoca el buen suspense. Los niños se nos muestran como insectos parasitarios y, en algunas ocasiones, su comportamiento es tan oscuro y errático que dan miedo. El lector, ni tampoco el narrador, puede prever por dónde van a ir las cosas dado que es difícil, quizá imposible, retornar a la mente de la infancia.

Los 32, como serán llamados en los medios de comunicación, carecen de liderazgo. No hay uno de ellos que sea la cabeza pensante de lo que hacen, todos forman parte de la misma bandada y actúan sin ser muy conscientes de sus acciones. Su organización es lo suficientemente poderosa y libérrima como para ocasionar serios problemas a la población, y sobre todo a nuestro protagonista, destinado en San Cristóbal por un ascenso que él recibe con gran ilusión. Uno no puede dejar de empatizar con el pobre funcionario de servicios sociales al verlo superado por las circunstancias.

Resulta muy interesante la visión que se nos muestra de la infancia. Como hoy en día casi nadie lee, en los libros existe una verdadera libertad expresiva, que es aplaudida por el pequeño público lector y que no podría ser posible en las grandes plataformas artísticas, aquellas que llegan a todo el mundo y que, por eso, tienen que ser políticamente correctas para agradar y vender mucho. De esta manera, la idea sobre la niñez en la voz del narrador no responde al mero estereotipo consabido, si tiene algo «incorrecto» que decir lo hace y escribe: Me inclinaba por los ensimismados y los torpes y me generaban antipatía los protagonistas, los coquetos y los parlanchines (siempre he odiado las cualidades infantiles en los adultos y las «adultas» en los niños). Pero en el caso de los 32, sus cualidades rayan (y a veces superan a) las de los criminales más aviesos.

Desde el principio se tiene la intuición de estar frente a una obra de calidad literaria. Muchos capítulos se inician con máximas bien encontradas que invitan a coger el lápiz y subrayarlas. Algunas como Muchas veces nuestros peores defectos son consecuencia de nuestras mejores virtudes, pueden haber sido ya pensadas por el lector medio, pero encuentran en la prosa de Andrés Barba una cristalización de una fuerza diamantina. Otras como: En cierta ocasión leí que un sabio hindú atribuía todas las desgracias que le habían ocurrido en la vida a haber matado durante su infancia de una pedrada y por pura frivolidad, una serpiente de agua; nos hacen levantar la vista y pensar en los episodios y las acciones de la vida propia.

República luminosa es, en resolución, una acertada alegoría sobre la niñez pero, además, encuentra en este libro un espacio concreto y específico donde el narrador y el lector se ven en el espejo de su propia infancia perdida. Se lee rápido como el mejor de los superventas e invita a reflexionar sobre las grandes cuestiones vitales.

Premio Herralde de Novela 2017. No se la pierdan.

Espejismo del mar infinito

Para Marina

Temblarás de placer, de miedo, de deseo. Es el tiempo de abandonar el desierto. Ahora.

Adiós, mis buenos amigos, el sol y la arena. Otro recorrerá vuestras dunas y vuestros cielos despejados de lluvia. Para otro serán las cuevas sombrías y las noches frías cargadas de estrellas. Noto cómo se aproxima el mar, la mar, solo el mar, y cómo el agua, con placer, va inundándome las piernas, las rodillas, los muslos. Empieza un nuevo horizonte, acaso más vasto que el anterior, y debo decir adiós a mis huellas.

Tantas las cosas que he aprendido recorriendo los caminos tórridos. Sobrevivir en el desierto no es sencillo. Hay que endurecer la piel, los ojos, la sangre. No hay que desesperar, hube de aprender a respirar durante las tormentas de arena, y luego erguirme, y seguir caminando frente al sol. Encontré oasis escasos con agua clara, con agua turbia, a veces pútrida. Me dolió el estómago y vomité sangre de mi alma. Pero como no me morí, seguí adelante, un paso, un pie patea la nada y se posa en el suelo, otro paso. Poco a poco, sol a sol, mes a mes, luna a luna, fui acostumbrándome al paisaje y él también se acostumbró a mí. Si me picaron los escorpiones, me los comí. Si las piedras afiladas me cortaron los pies, hice de ellas cuchillo, martillo, juguete, arma.

En el desierto nunca llueve y no existe el éxito. Cualquier triunfo es escaso como la nube pasajera que descarga y al instante se seca sobre la arena sedienta. No se puede parar y vivir en los charcos del desierto. Quizá esa es la lección más importante.

Hay que dormir tranquilo, con un ojo abierto. Se tienen pesadillas, pero no hay que tomarlas como pronósticos casi nunca. Se ven espejismos y uno los mira sabiendo que son mentira cuando los ha perseguido tantas veces y se ha perdido. Hay atajos que te sacan del desierto, pero nunca los tomé. Me dijeron: ¿Quieres terminar tu caminar errante? ¿Deseas la sombra de este oasis? Pero yo siempre respondía: Por poco tiempo. ¿Por qué?, me preguntaban y yo: Estoy buscando el mar. El mar quizá no existe, yo no lo he visto nunca. Yo sí, vengo de allí. Entonces está en dirección opuesta y lo que haces es internarte cada vez más en la caldera. Puede ser, pero ya no puedo volver sobre mis pasos. ¿Cómo sabes eso? Porque lo he intentado otras veces y ya no estaba el mar donde lo dejé, solo un abismo inmenso que regué con lágrimas, y lo llené con nada.  

Acepté que quizá el mar ya no existía porque subí las montañas y no lo divisé en lontananza. Carraspeé de forma amarga y las descendí con pesadumbre. Me acostumbré a la tarea de encontrar de beber, palmeras raquíticas, sombra y agua tibia. Pero supe abandonar pronto esas comodidades y seguir mi camino. Sentí la libertad de estar solo y la amé por encima de todas las cosas. Hablé con Dios y le dije que estábamos en paz, que solo quería seguir teniendo las fuerzas para seguir caminando. Miré las estrellas y aprendí sus nombres. Resistí los envites del tiempo y del vacío. Algunos me miraron con lástima, otros con admiración. Yo aprendí a no mirar a los lados, a seguir andando.

En el fuego del desierto se forja el carácter. Hay quienes no resisten y se rinden, construyen tablones, pozos, chamizos. Otros nunca salieron del mar al cual pertenecían y desconocen la mitad del mundo. No valoran lo que tienen porque no tienen con qué compararlo. Luego me preguntan: Oye, cómo es el desierto. Y yo respondo: A todo te acostumbras, incluso a la sed. El desierto te vuelve indestructible si no te destruye. Compadezco también a los pobladores del desierto que nunca mojaron los dedos de los pies en las olas. Se perdieron, a su vez, la otra mitad. Encontraron barro y soñaron que era el agua. Nunca les contradije, cada uno es libre de buscarse y encontrarse jamás.

Un día, una brisa me trajo antiguos olores marinos. Tracé la dirección, en la planicie cualquier dirección es buena. Puse todo lo aprendido en práctica y dirigí mis pasos hacia ella. Muchas veces no hubo pista alguna. No volvía a soplar el viento del mar, pero no dejé de andar despacio, como si nada sucediera, sin perder la referencia. Pero entonces, algo dentro de mí, supo que lo iba a encontrar por fin. Y no corrí desesperadamente porque sabía que el camino era largo. Me limité a hacer lo mismo que siempre y un día, a lo lejos, vi el mar de cristal. Bajé las dunas con las piernas temblorosas pero fuertes, pero firmes. Me arrodillé junto a la orilla y besé, por fin, sus aguas. Nos habíamos encontrado otra vez, de nuevo. Sé que las aguas también me buscaban, y allí estábamos.

Como somos tan diferentes y tan acostumbrados a no tenernos, vamos introduciéndonos poco a poco el uno el otro. Y ahora que las olas me llegan a la cintura, a punto de saltar, de sumergirme y no volver a sacar la cabeza, miro atrás y veo el desierto, con todos sus recuerdos y tesoros, sus buenas y sus malas experiencias, que se despide como un viejo maestro, ululando. Yo sonrío y pienso que le he ganado la partida, pero él no se ofusca porque se ha divertido conmigo y porque gana muchas veces y desconoce el tiempo. 

La brisa del mar me cambia, me transforma. Animal bello me vuelvo y abandono mi forma de camello, de chacal, de serpiente. Soy un niño que juega, que levanta cortinas de espuma en torno a sí. Seré delfín, orca, cachalote, ballena: espejismo del mar infinito.

La locura de Antes del huracán

“Los mejores libros siempre son de un lugar”, escribía Kiko Amat (Barcelona, 1971) en una de sus críticas en Babelia y para su novela última, Antes del huracán, sitúa la acción de en “el extrarradio del extrarradio”: Sant Boi del Llobregat. El autor posee un estilo fácilmente reconocible, que utiliza tanto en publicaciones en prensa como en sus libros. Por la nota bibliográfica sabemos que ha desempeñado oficios variopintos —camarero y DJ, por ejemplo— que quizás tengan poco que ver con el mundillo de las letras: profesor universitario. Su imagen tampoco parece la del intelectual tornasolado —americana, camisa, pantalones chinos, nunca zapatillas—, más bien coincide con la del amigo juerguista que ha andado y vivido mucho; aspecto de cowboy trasnochado curtido en mil y una noches. Por eso Amat, con sus brazos tatuados, ha demostrado no ser un escritor “como los demás”. ¿Cómo engendró la cultura escrita en español este portento?

El abaratamiento de los libros hace posible que hoy en cualquier ciudad dormitorio de clase media-baja existan bibliotecas que van fraguando lectores con una sensibilidad nueva. Era cuestión de tiempo que esta perspectiva se reflejara en el espejo sthandaliano de los libros. Pionera de este fenómeno cultural ha sido la literatura escrita en español con acento catalán: Juan Marsé ya mitificó el Carmelo convirtiéndolo en una cumbre literaria; Eduardo Mendoza mostró a Barcelona como la ciudad de los prodigios; Francisco Casavella tomó las harmonías de la rumba catalana, adoptó su iconografía, sus personajes, su germanía, para dibujar el Raval. Amat continúa con esta tendencia, esta vez naturalizada, sin artificios prosaicos de marginalidad, bohemia o golfemia. Más bien al contrario, convirtiéndolos en lo que son: los paisajes, los pasajes y los pasillos del grueso de la sociedad hispanohablante, nuestro día a día.

https://kikoamat.wordpress.com/

El barrio artístico es en la actualidad un distrito ocupado por los turistas y un ejercicio sencillo de lógica estadista demuestra que allí no podrá aglutinarse todo el arte, la gracia y las historias de una generación pobre, pero leída. A saber, un niño en una casa de alquiler, próxima al río pútrido que es el Llobregat, en una localidad rodeada de polígonos industriales donde los árboles sobreviven como estandartes anacrónicos de otro tiempo, donde suena el rumor sordo de los coches cruzando la autopista y se vislumbra el resplandor de las fábricas en lontananza, allí donde el mar no se concibe pese a estar próximo, se sitúa la trama entera de la novela Antes del huracán.

La locura. La historia.

Conocemos a Curro a través de tres narradores diferenciados, en etapas distintas de su biografía que van hilándose entre sí. La primera persona muestra la adolescencia temprana del protagonista y observamos la realidad con los ojos de un niño cuya familia se desmorona y que “pensaba en el sueño como una máquina del tiempo; te vas a la cama y el tiempo avanza, sin ti. Por tanto, puede ser que las cosas se arreglen mientras tú no te hallas allí para presenciarlas. Ocho horas de sueño maravilloso, de aventuras sin fin, y de repente estás en el futuro, donde ya pueden pasarte cosas buenas”. Este punto de vista se alterna con interludios en segunda persona: un joven en la veintena explica a un desconocido, en un bar, ciertos episodios significativos de la historia familiar. Aquí conocemos el gusto del personaje por la lectura, increpa al interlocutor por su ignorancia y por el alcohol, que “a veces, parecía ayudarle, le desagarrotaba (sic) los brazos y le soltaba la lengua. Pero era como el aliado traidor de las películas: el que te da la mano en el acantilado para luego soltarte cuando te confías y piensas que ya estás salvado”. Finalmente, ya en la madurez, en el presente actual, encontramos la tercera persona y a Curro interno en un hospital psiquiátrico reflexionando sobre lo vivido. Informes médicos nos hacen saber que “el paciente da muestras de extrema desorientación mezclada con lucidez y señales de una inteligencia superior a la media, y desarrolla un delirio visual con alucinaciones visuales y olfativas” derivadas de un pasado traumático. Estos recursos narrativos, tan bien tejidos, tienen la capacidad de dinamizar el ritmo de la obra. Por otra parte, el lector sospecha que el narrador omnisciente y los personajes nunca dejan de ser el propio Curro, el cual planea su fuga del frenopático con su mayordomo, a quien salvó cuando estaba a punto de suicidarse: “Plácido, me alegré, porque hasta aquel día me había sentido muy solo”.

«Pensaba en el sueño como una máquina del tiempo; te vas a la cama y el tiempo avanza, sin ti. Por tanto, puede ser que las cosas se arreglen mientras tú no te hallas allí»

Al más puro estilo cervantino, mediante diálogos inteligentemente descabellados, las escenas más trágicas se combinan a la perfección con momentos que llevan al lector a reír. A diferencia de la tragicomedia clásica, el humorismo no se utiliza para aligerar la tristeza de la escena, más bien al contrario: el recurso de enhebrar las lágrimas con la risa nos hace percibir la belleza de la prosa con una intensidad abrumadora. Se generan así tantas emociones encontradas que la razón se disloca y comprendemos que cualquiera es susceptible de ser barrido por el huracán.

Y el huracán no es más que el siroco, volverse loco, aunque “la gente se cree inmune, pero a veces te rompes. Algo se parte ahí dentro, los fusibles se funden. Se te queda todo suelto ahí dentro, ya no hay forma de repararlo.” Con todo, la obra tiene al final un mensaje positivo en el que “Curro siente la ilusión palpable de no estar solo, de ser parte de algo, de ser como los demás. Es todo lo que siempre quiso. Ser como los demás.”

Defensa de las cosas que no sirven para nada

Cuando emprendemos un proyecto perseguimos un sueño con un plan establecido. A lo largo del tiempo hemos ido configurando una hoja de ruta que nos llevará a conseguir aquello que anhelamos. “Quiero ser afortunado” dirá uno, y en este sentido orientará su empeño para conseguir su meta. Un buen consejo sería que, si esta persona es joven, estudiara algo que diera mucho dinero, pongamos por caso: ingeniería informática. Luego, ya de adulto, deberá invertir su capital en start ups o en fondos de inversión sólidos que le generen unos dividendos suficientes para jubilarse a los cincuenta siendo rico. “¿Y luego qué?” preguntará otro, seguramente el primero se encogerá de hombros.

Esta clase de elección vital no necesita justificación en el mundo de hoy: ¿quién no quiere ser próspero? Lo difícil es ser capaz de llegar. Se han escrito montones de libros con recetas para lograrlo: Consígalo en diez pasos, me parece un buen título. Quizá, el primer consejo para hacerse rico sería alejarse de las cosas que no sirven para nada.

En la educación se ve muy claro. Los alumnos de los cursos superiores esperan entrar en carreras como economía, ingeniería, administración y dirección de empresas, derecho; con el objetivo de hacer dinero. Y vivimos en una sociedad tan sumamente hipócrita que la mayoría de los que escogieron aquellos asfaltados caminos en su juventud, esas pistas de despegue hacia el éxito económico no reconocen hoy que no es lo que parece, que son tan clase media como al principio, que ganan un sueldo con muchos dolores de cabeza en un trabajo que, en la mayoría de los casos, no los llena, no los hace prósperos.

Quizá unos quisieron ser pintores, actrices, panaderos; pero no escogieron esas sendas inciertas. ¿Para qué estudiar literatura si no sirve para nada? Buena pregunta que no puedo contestar, pero sí poner algunos ejemplos que muestren lo intrincado de la vida.

Julio Cortázar, un escritor del siglo pasado muy admirado, contaba una anécdota que lo ilustra muy bien. Hay una escena en Rayuela en la que Oliveira, un diletante que vive en París y luego en Buenos Aires, está poniendo rectos unos clavos torcidos. Recuerdo que otro personaje, más pragmático, le pregunta qué es lo que tiene pensado colgar o clavar. Oliveira, fiel a su estilo enigmático y poético, responde que sabrá qué hacer con ellos una vez que haya terminado de poner los clavos rectos. Por el momento, su actividad no sirve para nada. Rayuela deja huella en el lector joven por muchos pasajes como este.

Alguien podría preguntarse para si es útil leer novelas en papel en pleno siglo XXI y este pobrecito escribidor tampoco sabrá qué responderle. Para leer o para escribir, son necesarias altas dosis de entusiasmo; y si uno lo piensa dos veces termina por abandonar. ¿Para qué vale perseguir un imposible? Probablemente para seguir andando. Solo una cosa es segura: el disfrute de cuando te esfuerzas en hacer algo que te llena.

En la universidad nos explicaron en Antropología que el Amor entre los seres humanos sirvió para prosperar, que las relaciones do ut des establecían alianzas para afrontar los retos que planteaba la madre Naturaleza, en la noche oscura de los tiempos cuando no existían ni internet ni la agricultura. Me imagino a un homo sapiens como yo, sentado en una piedra, pensando para qué sirve el amor a los suyos, si siguiendo su interés podría conseguir más que atado a sus seres queridos. Probablemente su primitiva lógica le dijera que aquello no servía para nada, pero lo haría igualmente porque le gustaba.

Hoy nos creemos más listos que la Naturaleza, Dios, el Azar; pensamos que podemos saber el futuro milimétricamente y, por ende, lo que podemos necesitar en el presente. No obstante, los trastornos de ansiedad o la depresión están a la orden del día; esa tristeza de las personas que se decepcionan con su vida, porque pensaron que todo lo que habían planificado los conduciría a una meta concreta, y eso es mucho suponer.

La vida es mucho más compleja que nuestra ciencia, y probablemente lo será siempre. El ser humano siempre ha pensado que podía saber lo que pasaría, por eso siempre han existido adivinos, y también agoreros, que nos han dicho qué es lo necesario y lo inútil. Quizá la manera de no decepcionarse con la meta es esforzarse en lo que uno le gusta, aunque parezca que no vale para nada. Así, el tiempo invertido solo traerá cosas buenas.

Acabada la carrera, empecé a estudiar inglés sin saber muy bien pará qué, pero sí por qué: me había enamorado de la poesía y de las canciones de Dylan. Para entenderlas en  versión original, invertí mucho esfuerzo en aprender un idioma nuevo. Al cabo de pocos años, juventud, divino tesoro, me podía defender muy bien y conseguí un trabajo como auxiliar administrativo, donde conocí gente de economía y administración de empresas.

En su momento, estudié filología hispánica porque me había enamorado de prosa y la poesía de grandes escritores como Cortázar. Por aquel entonces, muchos me dijeron: Eso no sirve para nada, y yo me encogía de hombros sin saber qué responder. Estudia algo que te de dinero como ingeniería, me aconsejaron. A mí me gustaba leer y escribir. “Quiero ganarme la vida leyendo, escribiendo y enseñando a leer y escribir”, me dije.

Andando el tiempo, gracias a la Naturaleza, a Dios o al Azar, me gano muy bien la vida. Me cuesta sentarme a escribir, pero me gusta. Leer cansa, pero me llena. También he hecho muchas cosas inútiles, las hago todavía hoy: como mantener un blog cuando, dicen, que nadie lee. En fin, algunos parecen tenerlo muy claro. Yo solamente puedo, por mi experiencia, hacer una defensa de las cosas que no sirven para nada porque, las cosas que no sirven para nada me han valido para mucho; sobre todo, para prosperar.

Ortega para el debate

Leídas La deshumanización del arte (1925), La rebelión de las masas (1929) y otros ensayos adicionales en ambas obras; cumpliendo con el deber autoimpuesto de escribir sobre los filósofos que me parecen interesantes: explicar a Ortega y Gasset no es easy.

Existen decenas de documentales y artículos en Internet que desarrollan la vida de este español tan internacional y, por eso, tan ilustre; tan incomprendido por su tiempo y su sociedad como cualquier buen español que se precie: tan preocupado por sus circunstancias y por los problemas de aquella España al borde y al cabo de una guerra. Filósofos de barba blanca, un poco obesos, de voz gruesa, dan cuenta en antiguos programas de televisión sobre la vida y obra de este otro filósofo que siempre sale fumando en las fotos o conduciendo un anacrónico descapotable con sombrero panamá.

«Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas tampoco me salvo yo», repite un poco todo el mundo sin saber que la frase es de Ortega y sin entender muy bien lo que significa. Porque a mí también estas palabras me han venido a la cabeza en multitud de circunstancias, he decidido emprender un viaje intelectual en borriquito, a trote cochinero, y pasearme por la prosa de Ortega sin detenerme en conceptos como «razón vital» o «perspectivismo filosófico»: eso es trabajo de los filósofos de barba blanca.

Mi  vocación  de  profesor  de  secundaria  y  el  hecho  de  pasarme  las  horas  entre  adolescentes  sin  pelos  en  la  lengua,  me  hace  explicar —y explicarme— la figura de este intelectual de una manera diferente. Podría hacerlo con mayor rigor y con palabras más altisonantes, pero entonces me aburro y no escribo. Será que yo también soy un poco adolescente y un poco viejo cascarrabias y un tanto enfant terrible para ser intelectual.

Perdón por el desorden de palabras y fragmentos sin una estructura muy definida. No obstante, me sirve para que el lector entienda el estilo del autor objeto de nuestro ensayo: José Ortega y Gasset. Él es como los mejores y peores escritores españoles, es decir, es como Orbaneja, pintor de Úbeda, que preguntado en su pueblo qué demonios pintaba, él respondía «lo que saliere» —búsquese: «Orbaneja, el Quijote, fragmento» o léase El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615)—  y así, vemos en Ortega un ensayista que escribe según lo que a él le saliere: sus libros son semilleros de ideas.

Nunca se desarrolla una teoría clara y concisa, bien estructurada al modo decimonónico y vetusto de las novelas naturalistas que de joven le tocó defender. Los textos de Ortega pueden leerse por separado, todos juntos, desordenados, ahora el primero, luego el último y el lector nunca encuentra, ni pierde, el hilo. Quizás por ese motivo se pasó algunos artículos defendiendo La deshumanización del arte: el arte nuevo de hacer poemas, de pintar cuadros obtusos, en aquel tiempo. Era la era de vanguardias y futurismos que vivieron deprisa y envejecieron pronto. Ortega es también un artista de su tiempo, a veces incapaz de hacer otra cosa que no fuera amoldarse las circunstancias. Y así, como hoy encontramos innumerables novelas que mezclan la ficción con el ensayo, el diario y la autoayuda, así encontramos el estilo de Ortega. Pero para algunos criticones posmodernos, los cuales repiten frases como parrots, Ortega no tiene interés.

Y yo, en aquella obra del 25, encuentro mis principales diferencias con el madrileño. No estoy de acuerdo con muchas de las cosas que afirma. De hecho, me pasé la lectura escribiendo contraargumentos en los márgenes del libro o apóstrofes retóricos tal como: ¡qué dice este tío! ¡cállate, no! y exabruptos del estilo. También frases que uso ahora on writing. Por otra parte, le gustaba mucho ir poniendo palabrejas en inglés o en francés, las lenguas de moda de su tiempo, y aunque este estilo está un poco demodée, encuentra en Ortega cierta gracia, como esos cómicos a los que se les perdona los chistes de mal gusto sin motivo aparente. Incluso le disculpo los dislates por su gran inteligencia.

En pocas palabras, defiende que el arte debe deshumanizarse: cuanto más alejado de las pasiones humanas, de las altas y las bajas, tanto mejor, tanto más arte será. Y así, repasando toda la historia de la humanidad, de forma muy somera, llega a concluir que el arte de su tiempo no puede ser de otra manera, enfrentándose, con la dialéctica, a los moralistas de su época que criticaban esa condición del arte nuevo. La tradición era una cosa bizantina, es decir, tan hierática y oriental que no debía interesar al europeo artista. Y claro, yo, que soy un ser demasiado apegado a las pasiones, las altas y las bajas, tan cerca del romanticismo y de sus diversos precedentes —y de sus futuras restauraciones— a lo largo de la historia, no podía estar más en desacuerdo. Y me reafirmaba el hecho de que, cuando defendía a determinados artistas como grandes precursores del arte futuro, ahora ninguno es Góngora, sino que son todos tierra, humo, polvo, sombra, nothing.

Pero, aunque se equivocara en sus predicciones, y a pesar de no estar de acuerdo con  su  perspectiva,  no  pude  dejar  de  leer  La  rebelión  de  las  masas —con ese título, quién puede resistirse— y, entonces, el lector encuentra a un Ortega muy diferente: más bien contrario al crítico literario. Si en La deshumanización parecía apreciar la tontería en el arte, en este, cuando habla sobre la Historia, es decir, de temas serios —piensen que corren los bélicos años treinta, con todos sus muertos a cuestas—, resulta que es un gran adivino.

José Ortega y Gasset

Ortega decía que la historia podía predecirse, de hecho, lo dice varias veces a lo largo de sus ensayos. Si uno estudia a los pensadores de otros tiempos, encuentra aciertos que parecen imposibles, genialidades. No obstante, él afirma que tales aciertos responden a un ejercicio de lógica. Y es muy curioso que el propio Ortega previera una futura Unión Europea que el llamaba con otro nombre, donde todos los países deberían unirse con todas sus diferencias, no entendiéndolas como obstáculos, sino como elasticidades para afrontar los distintos problemas posibles que pudiera afrontar esa sociedad. O eso o la autodestrucción de Europa. Por otra parte, también afirmaba que la política estaba dominada por el hombre-masa, es decir, por personas que piensan que tienen todos los derechos y ninguna obligación, que creen que todo lo que ha construido la humanidad y la cultura hasta ahora ha caído del cielo como cae la lluvia. Que la sociedad, la democracia o la ley es tan antigua como la naturaleza, por eso no se preocupaban por conocer su propia historia, por eso estaban condenados a repetir los mismos errores. Es diabólico el grado de acierto, impresiona que aún, todavía hoy, estemos en las mismas. Mientras me deleitaba con la lectura pensaba: ay, Ortega, ¿qué pensarías hoy en día?

Uno de los debates encendidos que cada día me toca afrontar desde la intelectualidad con el resto del mundo es el de la importancia del humanismo respecto a la ciencia. En mi profesión existen los profesores de matemáticas. No todos, pero muchos de ellos se creen los alquimistas del conocimiento, o por lo menos, los poseedores y transmisores del único conocimiento válido, contrario a las lenguas, la historia y, no digamos, el arte. Lo mismo sucede con algunos científicos: biólogos, ingenieros, tecnócratas. Apátridas de la filosofía y el pensamiento, según ellos, en pro de los números. Pero Ortega ya habla de ellos, ya los esboza como vetustos decimonónicos, como abejas en su celda haciendo avanzar la ciencia por su cuenta y riesgo: encerrados en su mentalidad sin atender a lo que pasa en torno, sin ver para qué o a quién sirven los avances que ellos realizan. Y yo pregunto, si como ellos afirman, todo es química o biología o fríos números: ¿qué falta hacen las religiones, las sectas, el tabaco, el alcohol, las pastillas para dormir o los antidepresivos? Parece ser, en mi empirismo, que los más científicos son los más miopes. Ortega lo ve, Ortega lo esboza, y me dio esta idea que escribo aquí y ahora.

No todo está tan claro como afirman los libros de autoayuda y las ciencias exactas que curan todas las enfermedades del alma con químicos. Hay esperanza para la filosofía, para la literatura, para el arte, la duda. Decía el filósofo: Ortega es un semillero de ideas.

Se lleva muchas vidas

Mis padres y mis tíos vivieron la época de la heroína en España, que se llevó el futuro de muchos jóvenes con toda la vida por delante. Las pocas veces que salía el tema en las reuniones familiares, se hablaba con tristeza, porque casi todos habían perdido a un amigo víctima del maldito caballo. Cuando uno pregunta cómo se pudo llegar a aquel extremo, te contestaban que en verdad no se sabían las consecuencias del uso indiscriminado de aquella droga, que muchos chavales lo hacían para molar más en su barrio, que otros pensaban que podían controlarlo y que, finalmente, no podían salir. No se tenía información y a la que había, por lo que sea, no se le daba relevancia. Así murieron, literal o figuradamente -porque quedarse hecho un yonki, en cierto sentido, es una muerte civil- miles de chicos y chicas durante los años setenta y ochenta. RIP.

Hoy en día las cosas no son lo que eran. Yo no he perdido a ningún amigo por la heroína, ni conozco a nadie que la haya probado (y conozco a algunos que han probado de todo). Los chutes ya no son un problema social, pero no podemos cantar vitoria tan pronto. Hay una droga que se sique llevando la vida de muchos, literal y figuradamente.

El consumo de alcohol entre la población juvenil, aunque cada año aumenta, no deja un reguero de muertos. Si bien es cierto que a veces suceden accidentes, como por ejemplo la intoxicación etílica por parte de una quinceañera en las fiestas de Tarragona, estos no son habituales ni revisten de gravedad. A veces alguno se ha pasado y ha habido que llamar a la ambulancia, pero todo ha quedado en un susto por no conocer el alcohol. De todas formas, veremos que los botellones abren los telediarios y que los jóvenes de hoy parecen más borrachos y más inconscientes que los de ayer, o que los adultos de ahora.

Pero el demonio del mediodía, que trimestralmente abre las noticias para que no se nos olvide su malignidad, es el tabaco. Cientos de campañas en contra de la yerba seca y, sobre todo, de los fumadores. A pesar de todo, el número de jóvenes que actualmente empiezan a consumir la yerba del diablo es prácticamente el mismo que años atrás, más o menos un treinta por ciento de la población, harta de sus padres y del sistema en el que viven, con ganas de ser rebeldes y de molar un poco más. Lo dejarán muchos luego. Aunque mata mucho entre los viejos, lo cual es relativamente comprensible dado que o los mata el tabaco o cualquier otra cosa, el tabaco no deja bellos cadáveres que llorar.

El tema de la droga, my favourite subject –que diría el clásico-, aunque tabú, también es uno de los peligros habituales a esquivar. Chicos con ganas de experimentar y de probar cosa nuevas, es fácil que busquen experiencias químicas en paraísos artificiales, como en el siglo XIX hiciera el joven Baudelaire para escribir Las flores del mal. El deseo de transgresión y trascendencia es relativamente habitual. Este sí que es uno de los pozos por donde caen muchos, porque si bien es cierto que es hipnótico mirar el abismo, no hay que olvidar que el abismo también te mira a ti y se te cuela dentro. Desde la marihuana hasta el éxtasis, este sí que es un peligro real que deja algunas miradas bobaliconas en chavales que fueron inteligentes y que ahora solo dicen: ¡Heeeeey!

No obstante, hay un peligro mayor a lo todo antes mencionado, que se lleva muchas vidas de jóvenes por delante y los hunde en la depresión, los conduce al fracaso escolar y social, que los deja hechos unos seres sin futuro teniendo apenas pasado: el móvil.

Por mi profesión, conozco muchos chicos y chicas tristes, ansiosos, deprimidos, no por el consumo indiscriminado de estupefacientes, sino por el uso sin límites de las pantallas. Tanta gente incapaz de enfrentarse a la vida real por haber hecho frente a demasiados monstruos virtuales en videojuegos o en el veneno de las redes sociales. No hace falta explicar lo nocivo que es el maldito aparato, necesario para todo. Todos tenemos uno en el bolsillo que sabe mejor nuestros gustos que cualquier ser humano. Dicen que es el futuro y seguramente es cierto, pero vamos a pensar en el presente.

El suicido es la primera causa de muerte entre los jóvenes. Si se observan las estadísticas, se verá que el número aumenta cada año exponencialmente, parejo al uso y las horas que se dedican a las pantallas. La depresión es el mono de los jóvenes de hoy, y su causa es el consumo indiscriminado de las redes y los videojuegos antisociales.

Pero nadie hablará de ello en el telediario ni en los medios generalistas, a pesar de que algunos directivos han grabado documentales sobre lo mal que se sienten por haber diseñado ciertas redes que imitan la dinámica de las tragaperras para generar adicción. Las empresas llamadas tecnológicas ganan muchísimo dinero -y poder- gracias a nuestra dependencia, y no se sienten responsables de la depresión de tantos jóvenes.

Inevitablemente, llegará la regularización en el uso del móvil, las tabletas y demás gadgets que estén por venir; también se podrán fronteras a las redes sociales por su venenosidad. Quizá irá en contra de la libertad, pero cabe preguntarse si el chaval enganchado a la pantalla el libre después de todo. El uso de la tecnología es inevitable, como lo es el uso del cuchillo; pero hay que aprender a usarlos para no hacerse daño.

Hasta este artículo, en contra del móvil, lo estás leyendo gracias a él. Quizá no es una cuestión del aparato que se usa, sino del contenido que se consume. Mientras llega y no llega la ley que regule la droga del siglo XXI, que tantos futuros de jóvenes se roba, habrá que tener sentido crítico y cuidarse del C4B4LL0-2.0, se lleva muchas vidas.

Un café para Platón

Acabo de terminar dos obras importantes para la historia de la literatura, la filosofía y la cultura en general: Fedón y Fedro. Dos mancebos griegos amigos-amantes de Sócrates que se dejan enseñar por el primer filósofo, que no sabio. Mentiría si no dijera que hay muchas cosas que se escapan a mis referencias y que las he leído sin detenerme, como el que lee una novela, intentando descubrir el misterio entre líneas, dando por supuesto que no lograría aprehender la totalidad de la obra ni del pensamiento helenístico.

Lo que más sorprende son las coordenadas dualistas: lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, etc. Se da por sentado que existen dichas realidades como lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño, el calor y el frío. En sus parlamentos, los filósofos califican las dudas como posturas del vulgo: ¿Hay vida más allá de la muerte? El vulgo afirma que quizá no la hay, etc. Me ha decepcionado esta concepción presente en el Fedón, como si fuera cosa de nobles el conocimiento innato y desterrar así la sentencia a la que tantas veces se refieren los profesores de filosofía: solo sé que no sé nada. Yo no sé de dónde la han sacado, pero en el Sócrates platónico, las dudas son cosas de los ignorantes y la mayéutica se basa en preguntas retóricas que se contesta a él mismo y en el que todos los oyentes coinciden y dicen: No podría ser de otro modo.

Por supuesto que podría ser de otro modo, dice el lector. Siguiendo el planteamiento de ese dualismo atroz, se desprecia el cuerpo y se alaba el alma con liberalidad pueril. Además, por muchas cábalas y silogismos que se planteen, solo tenemos claro que existe una de las dos cosas. Así, se desprecia lo que existe en pro de lo que puede existir o no, ser o no ser, ésa es la cuestión, querido Platón. El argumento más sólido que he podido extraer que respalde la existencia del alma es la concepción de lo perfecto: podemos imaginar la perfección, podemos acotarla de distintas maneras, pero no podemos hacer que exista. Luego, en alguna parte hemos visto lo perfecto, el concepto, lo que es igual a sí mismo, el absoluto, lo infinito, lo divino, lo imposible. Entonces es el alma quien guarda recuerdo de esas ideas y en la vida lo único que hacemos es recordarlas, buscar sus semejanzas, siempre imperfectas, siempre defectuosas, en el mundo sensible: aquel que percibimos mediante nuestros imperfectos y defectuosos sentidos. Bueno, es bastante certero el planteamiento, pero es del todo insuficiente.

Resulta curioso que se planteen estas cuestiones —de carácter tan personal, tan sentimental, tan irracional, en definitiva— desde el punto de vista de la razón: me parece un despropósito. Hasta el más recalcitrante de los ateos intuye que hay algo más allá de lo tangible, de lo que se ve, se toca y se oye. Sin quererlo su razón, cree que existen sinergias que operan en su vida que no tienen explicación racional: esto podía haber sido de cualquier manera y, no obstante, fue de la manera en que yo presentí que sería: ¿por qué?, se preguntan el filósofo y el ignorante. Así, Platón, la razón quizá es tan defectuosa como cualquiera de los sentidos corporales con los que se descodifica lo que tú llamas realidad, verdad, idea, y yo solo atino a llamar sueño, sombra, ficción.

Dos milenios más tarde, vino Nietzsche a decirnos que dioses habían muerto porque habíamos dejado de creer en ellos. Los hombres y las mujeres hemos inventado a Dios. Vale, pero eso sigue sin responder quién es nuestro inventor necesario, y eso deja un espacio para que las sectas de toda índole saquen tajada con historietas vagas sobre el origen del mundo, las cuales cada una entiende a su manera defectuosa e imperfecta. Lo único que está claro es que la humanidad no ha inventado a la humanidad, ni la naturaleza, ni tampoco ha encendido ni una sola de las estrellas incontables del cielo. Si a ese misterio lo llamamos Dios, entonces, querido Nietzsche, Dios sigue existiendo.

Pero volviendo a Platón, también me perturban las ideas peregrinas presentes en Fedro, el bello mito del auriga y los dos caballos, como afirma la contraportada del libro, se encuentra en esta obra. Y dice, al fin, en su dualismo, que hay que maltratar al caballo negro —el de las bajas pasiones como el odio, el miedo o la concupiscencia— y mimar al caballo blanco, que es su contrario. Así, ascenderemos al mundo de las ideas al cual nuestra alma pertenece. Y al describirlo con toda suerte de detalles, que más me parecen fantasía que racionalismo, llego a la conclusión a la que llegó Joaquín Sabina mientras empuñaba un cigarrillo y un güisqui; preguntado en un programa de televisión, de cuyo nombre no quiero acordarme, por la vida eterna dijo: hay vida más allá… pero no es vida.

Debo decir que me parece muy bello el mito del auriga y sus caballos, pero discrepo en la propuesta de maltratar a uno y regalar al otro; ambos son los que tiran del carro. Aunque contradictorios, habrá que sacar a veces la visceralidad del odio para superar los desiertos del camino y llegar a los vergeles donde nuestro amor pueda mostrarse con todo lustre. El caballo blanco es noble, pero es débil. El negro es malo, pero es fuerte. Ambas corrientes habitan en el corazón, o en el inconsciente, de todas las personas. Ninguna es prescindible, las dos son necesarias. Y adónde el camino irá, lo decide el auriga. Y cuál es el camino mejor, eso no lo sabe nadie. Y quien diga saberlo miente.

Estas son las conclusiones que saco después de leer a Platón. Lo que más me ha gustado de ambas obras, Fedón y Fedro, es el final. En ambas, Sócrates acaba por recordar un mito y empiezan los dos con la misma idea: esta historia puede ser verdad o no, pero yo creo que es válida. Así, al final, todo se resume en la sentencia: Solo sé que no sé nada.

Donde lo dejaste

Ocurre en ocasiones en la vida que nos encontramos con un amigo al cual hace tiempo que no vemos. El lapso entre la última vez que compartimos una cena, una cerveza, un café puede ser muy variable: desde unos meses hasta muchos años; pero siempre se produce un fenómeno que nos llama la atención: parece que el tiempo no haya pasado.

Que el tiempo es relativo ya lo ha demostrado Einstein y muchos memes de internet, lo difícil es entender qué significa este concepto en la vida práctica. Podemos encontrar un ejemplo en el caso de los amigos que se encuentran, después de un lustro, y que deciden compartir una cerveza. No hace falta que la conversación rememore glorias pasadas, sencillamente las risas, las complicidades, las afinidades comunes aflorarán por sí solas.

Pocas veces sabemos en la vida cuándo es el último día que pasamos con un amigo. Stephen King se pregunta sobre la infancia algo así como: la última vez que saliste a jugar con tus amigos, ¿sabías que era la última vez? Muchos responderemos que no. Así es la vida, una caja de sorpresas en la que parece que no existen los finales definitivos. Incluso en las despedidas protocolarias siempre quedamos en vernos algún día, nunca decimos adiós para siempre, sabedores de que podemos encontrarnos en cualquier cruce de caminos. Mantienes con las personas la misma relación que antes, donde lo dejaste.

Pero la vida nos cambia inevitablemente. En los años transcurridos en que los amigos no se han visto han pasado muchas cosas: uno tuvo un accidente, el otro se casó, tuvo una hija, el anterior terminó sus estudios, acabó una relación tóxica, se enamoró de nuevo. En fin, nunca dejamos de aprender y ese continuo crecer nos cambia, a veces mucho. Si nos imaginamos hace cinco o diez años, veremos que pensamos y actuamos de forma muy diferente, en determinados casos casi antagónica. Pero al juntarnos todo eso se olvida y volvemos a ser, a veces sin querer, aquellos de hace tanto tiempo. Es tal el poder del fenómeno que el cambio en nuestro amigo nos parece una pequeña traición.

Compartir esa cerveza con nuestro viejo amigo habrá sido como viajar al pasado. Probablemente nuestras obligaciones diarias nos obligarán a seguir con lo nuestro más pronto que tarde. Prometeremos vernos en otra ocasión con más tiempo y sólo Dios sabe si podremos cumplir nuestra promesa o si esa será la última vez que nos vimos.

Lo mismo ocurre en otras facetas de la vida. Nos relacionamos con las situaciones como con las personas. A veces nos alejamos de según qué circunstancia y al encontrarnos de nuevo frente a ella, actuamos de la misma manera o nos pasa lo mismo que años antes. Esa idea de que la historia se repite, o de que es cíclica, no deja de tener relación con el ejemplo del amigo al cual hace tiempo que no vemos: las cosas están donde lo dejaste.

Ocurre con los miedos. Un verano fuiste niño y te daba miedo saltar del trampolín a la piscina, tanto miedo que te quedaste paralizado y hasta te costó bajar por la escalera. Otro agosto tienes vienticinco años, has tenido novias, peleas, exámenes imposibles, noches inolvidables; estás tranquilamente con tus amigos y te subes al trampolín sin recordar y una vez al filo de la tabla todos tus antiguos, olvidados miedos están ahí. En ese momento hay sólo dos opciones, o saltar o seguir igual, y solemos seguir igual porque el susto nos afecta más cuando nos coge desprevenidos, con la guardia baja.

La mentalización es muy importante para superar cualquier miedo irracional, por eso la previsión es una herramienta efectiva frente al fracaso. La vida puede parecer muy compleja cuando la observamos de cerca y extrañamente simple cuando la miramos de soslayo, a través de ejemplos simples. Ocurre que, sin saberlo, podemos repetir, sin querer, conductas que nos hacen tropezar una y otra vez con la misma piedra.  

Porque las piedras están tal y como las dejaste. Tenemos una relación que se terminó por una serie de circunstancias que no dependieron de nosotros, o así lo creímos en su momento. En el pasado, tuvimos una serie de conductas de las que no estamos muy orgullosos y prometemos cambiar en la próxima oportunidad. Pasa el tiempo, nos enamoramos de nuevo, y estamos otra vez igual. A veces, hasta nos pasa lo mismo que la vez anterior y la relación termina por exactamente las mismas causas de siempre. Entonces nos preguntamos si todo obedecerá a un oscuro destino que nos la juega.

También en el trabajo. Tuvimos un oficio alienante que no nos proporcionaba la plenitud deseada y, llegado el momento, decidimos dejarlo y buscar otro puesto completamente distinto. Tenemos suerte y lo encontramos, es un nuevo comienzo, pero al cabo de los meses tenemos la misma sensación que antes, ¿qué está sucediendo?

Sencillamente que tu manera de relacionarte con la circunstancia es la misma que antes, donde lo dejaste. Por eso se repiten los mismos patrones y todo vuelve a ser como el último día, como con nuestro amigo. Sólo terminará el problema si somos capaces de cambiarnos nosotros frente al asunto. Por eso es muy importante escoger bien el momento en que decidimos afrontar una situación, como el que salta del trampolín.

Si perduran los miedos, también se mantiene intacto el amor. Por eso es fundamental saber dejar las situaciones un momento dulce, para que al volver se siga manteniendo ese sabor que nos hace sentir que la vida vale la pena. Debemos evitar el colapso, la frustración, el vicio, es bueno que nuestra relación con el entorno respire y se airee.

Porque podrás volver al mismo punto y retomar tu vida y tu tiempo tal cuales eran; por mucho tiempo que pase siempre volverás a encontrar el rompecabezas de la vida por…

…donde lo dejaste

Fin de fiesta

Ernest Hemingway se suicidó en Idaho, Estados Unidos, el día 2 de julio de 1961. Por ser uno de los grandes escritores del siglo XX, su muerte es una de las más sonadas de la literatura. Maestro de tantos prosistas, siempre buscando un estilo directo y depurado, sus cuentos representan un reto al ingenio del lector porque nunca aparece el hecho más importante de la historia: es el lector quien debe deducirlo. Es por eso que, a pesar de aplaudir su prosa, muchos no entienden el significado real de sus relatos. Este es un homenaje al gran escritor americano, que visitó España durante la Guerra Civil y se enamoró de ella. En este relato, la clave de la historia también está elidida. Sucede en un día espléndido en Ketchum, Idaho, Estados Unidos.

Ernest está bloqueado. Lleva meses así, demasiados. Mira la montaña de papeles sobre su escritorio, mira la botella de whisky. Su padre le decía que uno se hace un borracho cuando empieza a abrir las botellas, él siempre pensó que uno se hace borracho cuando bebe solo. En cualquier caso, abre la botella y se sirve un vaso. Lleva más de una hora frente a su libreta. Los bares están demasiado lejos de su casa y él es ahora demasiado viejo y famoso para ir a cualquier parte tranquilo. Vive en una casa inmensa junto al río.

Suena el teléfono de la sala de estar. El ring-ring es atronador en el silencio de la mañana: papá está escribiendo, niños, no hagáis ruido. Papá tiene un humor de perros últimamente y bebe más de lo que debería. NADIE VA A COGER ESE MALDITO TELÉFONO, grita Ernest y estrella el culo de la botella de scotch contra la sólida caoba de su escritorio. Justo antes de salir, furioso, de su despacho, alguien contesta. El escándalo cesa. Esos malditos aparatos son letales para el trabajo de los escritores. El motivo de su enfado ha pasado, pero la rabia se ha quedado atascada dentro, como un estornudo. Da vueltas por la habitación. Toma el vaso y se sirve uno doble, sin hielo.

La rabia lleva ahí bastante tiempo y le bloquea. Es como uno de esos toros a los que era aficionado cuando vivía en Europa. Se escapaba a España siempre que podía: Pamplona, Valencia, qué recuerdos. Eran otros tiempos, eran sus tiempos, los mejores. Pasaba hambre a veces, pero era feliz con su mujer y su joven hijo Bumby. Ahora Bumby es un hombre y le odia. Él también odiaba a su familia, sobre todo a su madre.

Aquella maldita perra tenía la costumbre de vestirlo como una niña. Quería que fuera una niña y luego tuvo que matar muchos animales para demostrarse que era un hombre. Tuvo que ir a una guerra para demostrarse que era valiente. No lo dejaron combatir, lo destinaron a la cruz roja, como las mujeres, pero nunca lo contaba en sus libros. Vio la muerte a la cara y casi no lo cuenta cuando lo hirió aquella batería. Perdió muchos años de su vida en aquella guerra estúpida, la primera para él. No sería la última, pero ninguna como aquella. Todas las guerras son estúpidas, el adiós a las armas nunca llega.

Pero al final había tenido éxito, había ganado el Nobel, nada menos. Ni en sus mejores sueños se hubiera imaginado conseguirlo, o quizás sí. Recuerda la euforia cuando le otorgaron el premio. Estaba en Cuba. Echa de menos la isla. Ahora las cosas estaban difíciles para los estadounidenses allí. Ya está viejo para la guerra y los conflictos. Está demasiado cobarde, siempre se sintió un cobarde toda su vida, pero no lo confesó. Si su amigo Scott hubiera vivido para verlo… él era quien merecía en verdad el Nobel y no él. Se lo dieron porque no pudieron otorgárselo a Fitzgerald. Siempre fue un hipocondríaco, en la treintena pensaba que iba a morir en cualquier momento. Finalmente murió bastante pronto, estaba marcado por la muerte, como todos sus amigos. Ernest estaba solo.

-Siempre fuiste un mentiroso, Hem. -dijo Scott.

-Sí, pero los escritores viven de mentir.

-¿Eso es otra de tus mentiras, Hem? -insistió Scott- Que le pregunten a Hadley lo mentiroso que eres. Siempre decías que no bebías mientras escribías. Todo lo que escribiste lo hiciste borracho. No escribiste una sola línea sereno, maldito borracho.

-Tú tampoco, Scott. Siempre te estabas quejando. Así lo he dejado escrito.

-Pero yo ahora estoy muerto y tú estás ahí, vivo. Me has convertido en el fantasma de Hamlet. ¿Por qué no vienes conmigo, Hem? Aquí hay muchos borrachos como tú.

-Cállate, Scott. Déjame escribir hoy. No quiero recordar este día, no quiero recordar a nadie. Quiero empezar de cero. Quiero llorar sin que nadie me vea, ni siquiera tú, viejo amigo. Siempre sospeché que te gustaban los hombres, tenías un deje extraño en la voz.

-Yo creo que te gustaban a ti. -dijo Scott.

-Ni hablar.

-Claro que sí. -insistió.

-Cállate.

-No, cállate tú, maldito borracho marica asqueroso cobarde.

-¡CÁLLATE, CÁLLATE, CÁLLATE!

Aporrea la mesa con el puño. De repente, oye unos pasos detrás de la puerta de su despacho y una respiración entrecortada. Se detiene. El pecho tiembla bajo la barbilla mojada de saliva.

-¿Estás bien, cariño?

-Sí, mi vida, estoy bien.

-Te he oído hablando solo. ¿Hay alguien ahí contigo? ¿Puedo entrar, mi amor?

-No te preocupes, estoy escribiendo. Déjame trabajar, déjame tranquilo.

-Pero, cariño, se te oye muy alterado y… -el pomo de la puerta empieza a girar.

-¡Te he dicho que te vayas, maldita zorra! ¡No ves que estoy trabajando! Como salga de…

Los pasos se alejan del otro lado de la puerta. Se había quedado solo otra vez con sus libros, sus papeles, sus fantasmas. Así está mejor. Nadie en su sano juicio podría soportar lo que él soportaba cada día. Se estaba volviendo loco como Zelda. Estaba dando problemas a su familia. Había que tomar una decisión al respecto. Él es un hombre sensible después de todo, siempre lo fue. Podría haber sido poeta, como Ezra.

El vaso está vacío en su mano izquierda, como su bloc de notas. Decide llenar ambas cosas y empieza por el vaso. Toma la botella y se sirve. El pulso le tiembla, está bastante excitado. Unas cuantas gotas caen a fuera y las seca con la manga de su bata. Apesta, lleva bastante tiempo sin lavarse. Se ha vuelto un vagabundo encerrado en su propiedad millonaria. Recuerda aquellos tiempos en los que se sentaba con ellos junto al río, uno siempre tenía que estar atento por si algo picaba. Uno tenía que defenderse solo.

A lo largo de su trayectoria había dado muchos consejos a otros escritores. Si había alcanzado el éxito era porque tenía un sistema: lo más importante era escribir una frase verdadera, el resto vendría solo. Otro de las cosas fundamentales era dejar siempre algo para el día siguiente, parar justo en el momento en el que la historia cobraba forma y uno sabía cómo continuarla. Muchos ingenuos siguieron a pies juntillas sus recomendaciones: no encontraban resultados positivos. Se lo hicieron saber. La culpa era de ellos por creer a un escritor: los escritores viven de mentir. Esa es la regla de oro, la más importante. También decía que sólo bebía después de escribir y todos sabían que mentía. Él había sido escritor porque no había podido ser otra cosa. Ahora se había vaciado el pozo. No podía inventar historias, no tenía fuerzas para encontrar el agua, lo mismo le había pasado a Scott hacía mucho tiempo. Nada tiene sentido para él. Se siente una cáscara vacía, una botella vacía tirada en la basura. Pero estaba vivo y eso le producía una sensación extraña. Hacía meses, años que no experimentaba ningún alivio.

La felicidad consiste en estar paz. Esa es una buena frase, la escribe en su libreta. Antes de seguir moviendo la mano derecha sobre el papel con su lápiz, se deja llevar por esa frase. Es verdadera, le parece lo mejor que haya escrito nunca, al margen de lo que piense mañana. Hoy, esa es la pura verdad: la felicidad es un alivio. Uno tiene hambre y come, y es feliz; uno tiene sueño y duerme, y es feliz; uno tiene deseos, los cumple, y es feliz. Pero luego siempre llega el vacío y esa sensación que no se llena nada: ni el éxito, ni el fracaso, ni el olvido. Ni siquiera lo llena el mejor whisky.

No vale la pena escribir nada más. Podría hacerlo, pero ya no quiere. Hemingway coge el mechero y deshace el trabajo de toda la mañana. Guarda la botella en su sitio y sale de la habitación. Por el pasillo va pensando en que ya sabe cómo encontrará la felicidad.

Es el día 2 de julio del 61. Hace un día espléndido en Ketchum, Idaho, Estados Unidos.

La marihuana o la vida

Este texto me lo hizo llegar un buen amigo, quien me enseñó el secreto de la filantropía, hace unos siete años. Durante un tiempo supuse perdido este artículo, pero la recopilación de varios escritos para mi blog hizo que reapareciera, para mi alegría. Después de pasar un par de semanas editándolo, aquí tengo esta historia que pretende hacer reflexionar al lector sobre una decisión trascendente: la marihuana o la vida.

La primera vez que probé los porros fue con 15 años en un descampado a las afueras de mi pueblo con unos colegas del instituto. Entonces no fumaba tabaco, sacaba buenas notas. Aunque no hacía mucho deporte, era un chico sano en muchos aspectos. Tenía una madurez inusitada para mi edad y siempre tuve claro que quería estudiar y prosperar en la vida.

A partir de entonces, comencé a fumar también tabaco. El consumo real vino partir de los 16 años y con 17 ya fumaba medio o un paquete de cigarrillos al día. En cuanto a los porros, fumaba cuando había, cuando alguno de los amigos conseguía pillarle a un chaval mayor que nosotros que nos vendía hojarasca. A pesar de eso, fumábamos y nos partíamos de risa. Las ocasiones eran muy esporádicas, pero las recordábamos muy afablemente.

SAN FRANCISCO – APRIL 20 (Photo by Justin Sullivan/Getty Images)

Entonces comencé el bachillerato. Para mí fue una liberación. De ser un chico responsable que nunca había suspendido un examen, pasé a todo lo contrario. Faltaba a clase, me juntaba con los alumnos de la última fila y nos pasábamos las mañanas en el bar. Nunca he tenido problemas para estudiar, sin embargo, ese año repetí curso. También hay que resaltar que trabajaba los fines de semana en el restaurante de mi pueblo y que esto ocupaba un tiempo importante en el que debería estar en casa.

El segundo año de bachillerato, para mí todavía el primer curso, conocí a la que fue mi novia durante unos años, una chica que, como yo, también había repetido curso. En cuanto a los porros, consumía muy de vez en cuando y me reía de otros porretas que se pasaban las tardes fumándola, sentados en el sofá, sin hacer otra cosa que hablar de tonterías. Ese año cumplí 18; el día de mi cumpleaños compramos una tableta de chocolate y nos fumamos la mitad por la tarde, cuando llegó la noche estaba tan dormido que no tuve fuerzas para celebrar ese día como se merecía. No le di importancia, habría muchos más días.

Pasé al segundo curso de bachiller, comenzaron los porros de verdad, por las noches, con los colegas. Durante ese año, las noches que nos reuníamos para fumarla iban intensificándose a medida que avanzaba el curso. Al final del mismo, casi lo hacíamos cada noche y a la que no se podía era motivo de tristeza. En ese plan seguimos todo el verano y comenzamos la universidad. Mi chica no fumaba pero no le daba importancia a que yo lo hiciera de vez en cuando, muchos de sus amigos eran porretas habituales y, como yo me reía de ellos, debió de suponer que nunca caería en el fumeteo diario.

Igual fueron pasando los años de la universidad: el consumo de marihuana nunca me supuso una traba, la verdad. Saqué buenas notas y en tercero puede cumplir uno de mis sueños más arraigados, estudiar en Madrid con una beca. Entonces tenía 21 años. Tenía dinero y absoluta libertad para hacer lo que me diera la gana. En esa época, fue la primera vez que me fumé un porro por la mañana. Como tenía casi siempre y lo guardaba en mi piso de estudiantes, fumaba cuando me apetecía y, como el placer es adictivo, casi siempre me apetecía. Había días que me levantaba, me sentaba con mi café con leche, y me fumaba un porro mirando la tele, en concreto, los Desayunos de la Primera, que entonces presentaba Ana Pastor, de la cual me enamoré perdidamente. Muchas fueron las veces que me salté todas las clases y no iba en todo el día. A pesar de eso, aprobé la mayoría de las asignaturas a última hora con buenas notas. De todo ello saqué la siguiente conclusión: los porros diarios no eran malos (al menos, para mí no).

Volví a casa al curso siguiente y acabé la universidad. Ese año me distancié de los amigos, con los cuales fumaba porros en el bachillerato, por sentirme desplazado cuando volví de la gran ciudad. Parecían tenerme rencor por haberme ido y haberles dejado, aburridos, en las provincias. Actué radicalmente, que les dieran porculo, tenía mis porros, mis libros, otros muchos amigos y a mi chica que me apoyaba en todo lo que hacía. Me encerré en aquella vida, en ningún momento pensé que estaba actuando mal porque todo me iba bien. Encontré trabajo aquel verano con el que pensaba pagarme el máster. Cuando el verano acabó, no me gustó el plan de estudios y decidí dejarlo. Ese invierno me dediqué a estudiar inglés y a esperar la próxima temporada de verano, ahorrar bastante dinero y estudiar un máster mejor al año siguiente. Me volvió a salir bien la jugada, encontré un trabajo mejor pagado, seguía leyendo mucho y fumando cada vez más. De lo último mi chica no sabía casi nada, yo no se lo contaba porque me daba vergüenza, me había convertido en lo mismo que yo criticaba: un porreta que prefería quedarse en casa que pasar la tarde por ahí. Cuando me sentía mal por ello, me fumaba otro porro. Yo intentaba escondérselo, pero algo sospechaba ya.

Ese verano tenía 24 años y me sentía realmente confundido. Trabajaba todo el día duramente y cuando llegaba la noche, cogía y me fumaba «el porro de la recompensa», tan esperado durante todo el día. La verdad es que prefería fumar a quedar con mi chica el único momento del día que tenía para verla, la noche. Le decía que estaba cansado y que me iba a casa. No era mentira, me iba a casa fumando un porro y me dormía enseguida, hasta el día siguiente.

Y llegó un día de ese verano en el que no sabía ni dónde estaba ni quién era yo, pero me gustaba el caos, fuese lo que fuese. Me sentía en la cumbre de mí mismo, en lo más alto. En la hostelería, conoces a mucha gente, de todo tipo, y yo siempre he sido muy abierto de mentalidad a pesar de mi cabezonería, no me gustaba juzgar mal algo que no conocía. Empecé a salir de fiesta por las noches con ellos, al bar de rigor donde éramos conocidos. Nunca podría confesárselo a la que entonces era mi chica, y al cabo de dos semanas, decidí dejar la relación en vez de decirle lo que había. Hacía tiempo que no le contaba la verdad: yo era un porreta. Ella no entendió nada, pero no me entendía desde hacía ya tiempo, rompí su corazón y también el mío. Supuse que eso era mejor que hacer lo que hasta entonces hacía, mentirnos .

Para superar el trauma, me refugié en los porros y en el trabajo. Más bien, me estanqué. Acabó aquel verano, que en teoría era maravilloso y, por suertee, me aceptaron en el máster de la Universidad de Barcelona. Todo funcionaba suavemente, encontré un piso muy barato y un trabajo de mierda con el que pagarme los vicios, que en esas alturas eran 20 o 30 euros de marihuana a la semana.

Pero me pilló la ola, un día de esos quedé con mi ex y, el verla tan bien, tan sana, tan buena, me reventaron las tripas. Me prengunté qué es lo que era yo y no lo supe, me volví loco, me tragó el pozo como un torbellino y me tuvo girando durante aquellos meses de invierno en lo más frío y más oscuro de mí mismo. Dejé el máster, dejé el curro, dejé a una chica con la que había intimado un par de veces, y me fui a casa a llorar lo que quedaba de mí.

Y fumaba y fumaba. Por suerte, trabajé los fines de semana en el mismo sitio donde estuve el verano anterior y entre semana escribía una novela que comencé en Barcelona, sobre un loco como yo al que todo le salía al revés. Pensé que si la acababa, podría sentirme orgulloso de algo que había hecho, y así fue. Para celebrarlo, fumaba y fumaba, pero no superé nada, más bien todo lo contrario. Como ella había llevado siempre una vida como Dios manda, poco a poco fue superando la situación y saliendo adelante. Yo, por mi parte, seguía estancado y no sabía por qué. Entre porro y porro, llegó la primavera y comenzó de nuevo la temporada.

Ahora tengo 25 años. Lo que me hizo decidir cambiar la manera de funcionar fue una última pelea que tuve con mi ex, yo le reprochaba que no me ayudara a salir de todo aquello en lo que yo solo me había metido. Decidí que se acabó, que saldría por mi propio pie del agujero y decidí que el 31 de mayo sería el último día que me fumaría un porro. Estaba con mi colega de toda la vida, este no se lo creía y se partía de la risa. Efectivamente, al día siguiente no fumé, ni al otro, ni al otro, ni al otro. Al tercer día, me sentí resucitar, a la semana ya actuaba como no hacía mucho tiempo. Había llevado tanto tiempo aquella dinámica que era como una bola de nieve bajando la montaña, haciéndose cada vez más grande. Cada día que pasa, me siento un poco más seguro y un poco más yo mismo. Si me cuesta dormir, me pongo a leer furibundamente hasta que lo consigo. Ahora repaso todos estos hechos, como hacía antes, sin obsesionarme. No me culpo de la vida que he tenido porque he conseguido sacar algo bueno, y eso es lo más importante. Aquel que no hace nada, nunca se equivoca; el que hace, se equivoca muchas veces, pero también hay que ser valiente para reconocer los errores que uno comete.

Hoy, todos me notan cambiado, mi familia, mis amigos y yo mismo, me notan mejor. Poco a poco, voy volviendo a ser quien era, pero todavía me queda mucho camino por recorrer y creo que eso es lo mejor. Llevo 19 días sin fumar un solo porro, caladas esporádicas que al final rechazo cuando alguno de mis amigos me tiende el porro que se está fumando. Cuando decidí dejarlo, paré de comprar, fumaría cuando hubiera, como hacía años antes. Sin embargo, me afectan tanto tres caladas que al final he decidido dejarlos definitivamente.

El futuro siempre es incierto y uno nunca sabe, pero el presente es nuestro, completamente. Y me prometo que hoy tampoco fumaré, aunque a veces venga el pasado a recordarme que he actuado mal muchas veces. Entonces, yo cojo y escribo mi historia, para colgarla en cualquier blog de porretas y decirles lo que hay. Quizá con ella consiga hacer reflexionar a alguno, quizá no consiga absolutamente nada, pero por lo menos me pongo a trabajar en vez de levantarme, liarme un mai y perder toda la mañana fumado, sentado en el sofá.

Ahora pienso que la marihuana es buena, siempre y cuando se saque algo bueno de ella.

Firmado,

Un exfumeta

Ahora me rindo y eso es todo

“Antes me movía como el viento…”

Ahora me rindo y eso es todo es la más reciente novela del escritor mejicano Álvaro Enrigue (1969). La frase que titula la obra fue pronunciada por el indio Gerónimo, cuando capitulaba frente al ejército de los Estados Unidos a finales del siglo XIX. Su fuerza es tanta que podría funcionar como el verso inicial de un poema épico, o en este caso concreto, como el último verso apache.

La zona donde habitaba la apachería chiricahua aparecía en los mapas del norte del continente americano y su territorio se extendía al oeste de Río Grande, protegida por las montañas, entre los estados de Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México, donde cabrían Francia, España y Alemania. Para el momento en que comienza la novela, las guerras contra los apaches llevaban alargándose desde antaño. Muchos se sometieron y fueron indios de razón, pero los apaches chiricahuas decidieron extinguirse antes que renunciar a ser libres.

Mundo apache.

El paisaje fronterizo entre Méjico y Estados Unidos lo hemos visto en las películas. El desierto americano tiene ese magnetismo de lo antiguo, de lo eterno. Una fotografía detenida de lo que una vez hubo de ser el mundo, antes de que la vida, las selvas, el agua, las flores, hicieran posible lo bucólico. Es un ambiente que embruja, un lugar donde la magia es posible y en el que la voz del dios “Yusn” viaja con el viento recordándole, a quien la escucha, que es minúsculo y que, como las naciones, está de paso. “A los bendokojes no les falta nada, mi teniente coronel, pero cada cosa que se empacan les cuesta. Nada les cae del cielo. Así es su mundo y están agradecidos.”, escribe Enrigue. Todos, alguna vez en la historia, fuimos indios chiricahuas.

“El teniente coronel José María Zuloaga era un hombre del monte, así que le encantó recibir las órdenes que lo ponían a recorrer sin reparo ni límite de tiempo los peladeros que adoraba”, añade el escritor. El cometido del personaje era encontrar, viva o muerta, a Camila, cuyo cuerpo no había aparecido después de que los apaches asaltaran una ranchería de Janos en 1836. Como era su costumbre, no dejaron a nadie con vida, tampoco a los niños, pero Camila no estaba. Raptada por el jefe indio Mangas Coloradas, quizá estuviera prisionera.

Civilización y barbarie.

El conflicto entre la civilización y la barbarie ha recorrido la historia de la literatura fundacional hispanoamericana desde la formación de sus primeros estados nacionales, en el siglo XIX. El asunto lo han encarnado, con frecuencia, los conflictos entre hombres y mujeres. En la obra clásica La cautiva (1837), del argentino Esteban Echeverría, una joven criolla también es raptada por indios bárbaros. En la obra de Enrigue, el planteamiento no es tan maniqueo. Y, aunque gran parte de la novela es la narración literaria de un acontecimiento histórico, no nos queda tan claro quiénes son los malos y los buenos; los civilizados y los bárbaros.

En una entrevista, Enrigue decía que una novela es siempre política. Si hubiera que extraer de Ahora me rindo y eso es todo una interpretación en este sentido, veríamos dibujada en la frontera real y la cultural entre Méjico es Estados Unidos el muro del presidente Donald Trump, los westerns, las luchas entre las ideologías de derechas y las de izquierdas, el intervencionismo estadounidense. Pero los gringos también son hábiles: se apropiaron de la memoria de los héroes que se dedicaron a extinguir y cuyos últimos descendientes murieron en un campo de concentración. Porque Naiche, Mangas Coloradas, Cochís y otros tantos jefes indios eran apaches, pero mejicanos. Y si hablaban en idioma extranjero, era en castilla, no en inglés. El más famoso de todos: Gerónimo.

“Para nosotros siempre fueron nomás unos bandidos a los que había que suprimir porque les habíamos dado una religión, una tierra y una patria, y la habían rechazado”

Méjico —dicho con j, como he hecho a lo largo de este texto— parece haber olvidado estas figuras legendarias que una vez poblaron las tierras septentrionales, fronterizas, de la recién nacida república. Sin duda, los apaches rebeldes eran un estorbo para los intereses comunes de las naciones civilizadas. Pero la obra reflexiona sobre sí misma, y demuestra que en ese camino hacia la tierra prometida de la sociedad del bienestar, hemos perdido el mayor bienestar de todos: la libertad.

Es como escribe Enrigue en su novela: “Para nosotros siempre fueron nomás unos bandidos a los que había que suprimir porque les habíamos dado una religión, una tierra y una patria y la habían rechazado. Nunca quisimos entender que tienen su propio lugar en la historia y que su historia también es la nuestra” Por eso los rendimos, América, si ese es tu nombre. Y eso es todo.

Discurso de graduación

Este breve texto fue leído por el autor de este espacio durante la celebración de la graduación de los alumnos del bachillerato humanístico-social de la promoción 2020-2022. Para que no caiga en el olvido el cariño que nos tuvimos, comparto esta carta de amor a la docencia, al saber, a mis alumnos y alumnas.

Había una vez una pandemia. Corría el año 2020 y unos cuantos chicos y chicas se dispusieron a enfrentarse a un reto sin precedentes: cursar bachillerato. Habían terminado la ESO en un contexto nunca visto por nadie, ni por alumnos ni profesores.

Empezaron unos treinta. Algunos de esos chicos se apuntaron porque no sabían qué hacer, otros lo tenían muy claro: criminología, ADE, economía… La mayoría, fue descubriendo su camino poco a poco: turismo, psicología, humanidades, ¡filología!

Era la clase del bachillerato humanístico-social. Unos estaban allí huyendo de las matemáticas o la química, otros, pese a ser muy buenos en ciencias, amaban las letras; otros amaban las matemáticas y la economía en el social. Cada uno con sus intereses y sueños, con sus filias y fobias, con sus profesores preferidos y sus clases favoritas.

Conforme avanzaba el curso, algunos se fueron bajando del barco en busca de otros horizontes. “El bachillerato es demasiado difícil” o “Esto no es como la ESO”, eran las frases más habituales. Otros resistieron, siguieron luchando. Cada uno escoge su camino y nadie sabe qué senda es la mejor, pero el mundo es de los perseverantes, de vosotros.

Al terminar el primer curso, quedaron unos veinte. Han sido unos años locos: clases telemáticas, asignaturas imposibles, profesores despistados (entre los que me cuento); también hubo horas bajas en casa: pérdidas irremplazables, estrés en los exámenes, falta de sentido. Pero también hubo grandes momentos en el instituto: complicidad en las clases, asignaturas fáciles, profesores apasionados (entre los que quiero contarme); y situaciones felices en casa: padres y madres coraje, paciencia infinita, amor incondicional. Como cantan els PETS de Constantí: la vida és bonica, però (a vegades) complicada.  

Corría el año 2021 y aquellos alumnos del bachillerato humanístico-social ya estaban en segundo. La pandemia amainaba y el ritmo se aceleró. El TREC, los exámenes, la sele. Poco a poco, aquellos chicos y chicas fueron superando los retos, superándose a sí mismos, aprendiendo de las experiencias. Pero lo mejor: siempre fueron amables.

Es difícil ser cordial cuando las cosas se ponen difíciles. Como tutor de estos dos cursos, todos los profesores han destacado que mi clase era una gozada, un bálsamo entre lo que significa ser profesor de secundaria en el siglo XXI. Siempre me sentí afortunado de trabajar con ellos. Si me quedé un curso más, lejos de casa, fue gracias a vosotros.

En muchas ocasiones me habéis tocado el corazón con vuestras palabras y manera de ser. Hemos pasado por mucho y hoy hemos llegado hasta aquí: vuestra graduación. Enhorabuena, os lo habéis ganado. 

Hoy, 21 de junio de 2022, dejo de ser vuestro tutor. Ha sido un gusto, pero el camino no termina aquí. Hoy empiezo a ser vuestro amigo, de aquellos chicos y chicas que una vez decidieron emprender la aventura de cursar el bachillerato humanístico-social en el Andreu Nin.

Aquí me tenéis para lo que necesitéis. Ha sido un placer haberos encontrado. Un abrazo de libro. Nunca os olvidaré. Os quiere,

Ricardo

Patria, novela de Fernando Aramburu

Encontré la novela de Aramburu en un estand de la librería Abacus en Barcelona, concretamente, en la avenida Fabra i Puig. No suelo leer libros actuales, no soy una fangirl de Javier Marías y nunca me dijo demasiado Vila-Matas. Igualmente, no me he acercado al proyecto Nocilla ni al resto de obras, dizque, de su generación. Alberto Olmos me aburre bastante y casi nunca leo los periódicos ni críticas literarias.

Yo conecto mejor con los clásicos; a poder ser, los mamotretos del siglo XIX. Cuando se trata de leer, pocas veces me gusta perder el tiempo; conforme me voy haciendo adulto, cada vez tengo menos ganas de malgastar las horas.

Pero mi ávido olfato de lector de novelas se ha desarrollado como un sexto sentido que pocas veces me falla. Además, nunca leo las contraportadas de los libros por miedo a que algún mequetrefe me destroce doscientas páginas de una buena novela en cuatro líneas mal escritas. Para mí, la intriga es importante, quizá por mi condición de lector inocente al cual la Nocilla ha dejado de entusiasmarle.

En lo que sí suelo reparar es en las bandas de papel que, a modo de cinturón en las portadas, suelen contener frases cortas de escritores que recomiendan las obras del momento. Recuerdo que Vargas Llosa, uno de mis autores favoritos, ponía la novela de Aramburu por las nubes y no necesité más crítica que esa para hacer el dispendio y comprármela. Pero así soy yo.

Para quienes no sepan qué leer, o duden incluso de si leer vale la pena, van dirigidas estas palabras. Soy profesor de castellano en la pública y mientras estaba leyendo Patria preparaba, también, los exámenes de la primera evaluación. En vez de buscar un fragmento por Internet, leerlo someramente y pegarlo en una hoja de Word, decidí utilizar unos cuantos párrafos de la novela que yo mismo estaba leyendo. Antes de repartir el examen, subrayé que el fragmento del texto me había parecido especialmente bueno para utilizarlo como comprensión lectora. Una de las preguntas estrella que puse fue: ¿Quién es el narrador en este fragmento?

Quizá alguno de ustedes pueda recordar una pregunta de este estilo en su etapa de estudiante de secundaria. El ejercicio era típico, calcado a muchos otros. El hecho que lo hizo especial fue el estilo de Aramburu. Esa forma magistral de mezclar la primera y la tercera persona a la hora de narrarnos una historia, capta perfectamente el punto de vista del personaje que nos está relatando algún pasaje de su vida, sin caer en la pesadez de la primera persona y el yo esto, yo lo otro. Magistral. Yo lo había intentado en alguna que otra prosa, sin atreverme a romper la unidad de la tercera persona pero queriendo meterla dentro del pensamiento y el alma de los personajes. Aramburu lo consigue de forma natural y, por eso, su novela es una delicia a la altura de cualquier clásico del XIX. Dicho sea de paso, mis alumnos también agradecieron el fragmento que, aunque difícil, les gustó porque no era «lo típico que les hacen leer normalmente».

Cuando me pregunta la gente de mi entorno: «Oye, ¿de qué va la novela?», yo respondo: «De la ETA». Ahora te pregunto a ti, que me estás leyendo, ¿tú sabes algo de la ETA? Más allá de las noticias y los atentados y el politiqueo, dime, ¿sabes algo de eso? Yo tampoco tenía ni idea. Este autor nos sumerge en un mundo cercano, desconocido y tabú; nos muestra a las personas que lo forman: las víctimas y los verdugos; las víctimas y los opresores. En definitiva, los seres humanos que viven y se desarrollan en un mundo que nos juega malas pasadas, generalmente, por nuestra irremediable ignorancia. Sin política, sin bandos, sin ideales de ninguna clase. Literatura pura y dura; arte del bueno que no te deja indiferente.

Ni siquiera soy de los que lloran en público; ni siquiera soy de los que lloran en el cine. Pero no pude contener un calambrazo de emoción al sentirme identificado, en tantas cosas, con Joxe Mari, con Bittori, con Xabier o el Txato; entre tantos otros personajes duros, tristes, optimistas y entrañables. Es literatura que emana de la fuente más pura y clara para un mundo, cada vez, más necesitado de ella.

No sé qué estás haciendo que me estás leyendo a mí en vez de leer Patria, de Aramburu.

Los ejes del pensamiento

La mente humana es casi tan infinita como el universo conocido y son tantas las posibilidades de conjugar una idea que el hecho de ponerlas en el papel es hablar solo de la punta del iceberg. En este artículo de exploran de manera sucinta las cuatro leyes o dicotomías más comunes que he encontrado en las obras, el pensamiento, el arte de Occidente y del resto del globo. A pesar de la variedad, parece haber coincidencias.

El Amor y la Muerte

Estos dos son los grandes temas de la literatura y del arte en general. De la combinación infinita de ambos elementos, se hacen todos los temas habidos y por haber que se pueden tratar en una obra de arte. La aparición del elemento amoroso como la superación de la muerte o la muerte como final inexcusable, son solo ejemplos de las posibilidades inagotables que ofrecen estas dos ideas. Invito al lector a pensar por sí mismo qué películas, libros, series, temas, conoce y vea hasta qué punto y en qué grado se relacionan con el Amor y la Muerte. Las dos ideas primeras que mueven el mundo.

El Destino y el Libre Albedrío

Mucha de la filosofía, tanto religiosa como profana, parten del rechazo o la asunción de una de las dos ideas. ¿Somos dueños absolutos de nuestra vida o cumplimos con un plan establecido? Según el sentir de los tiempos, la respuesta ha sido una o la contraria. Por ejemplo, las tragedias griegas exploran la idea de Destino como algo inevitable: cuando el héroe intenta huir de la profecía del hado, acaba encontrado su propia fatalidad en la carrera desesperada. Obras como las de Sófocles, siglos antes de nuestra era, exploran esta ironía. No obstante, la idea de que el ser humano no es dueño de lo que le sucede choca con el concepto de moral. Es decir, si el Destino del sujeto está escrito, el sujeto no es ni bueno ni malo, solamente una pieza en el tablero de Dios o de la Matemática. Por lo tanto, desaparece el concepto filosófico de Culpabilidad, sobre el que se sustentan todas las religiones. Por ejemplo, el catolicismo cree en el Libre Albedrío porque el ser humano puede decidir si es bueno o malo, y eso explica el mal en el mundo, porque muchos, como pueden escoger, deciden ser mezquinos. ¿Qué crees tú? ¿Vivimos determinados por nuestro destino o somos libres para elegir nuestro camino? Las respuestas son inacabables y los matices pueden ser muchos. Habrá quienes, inocentemente, piensan que son libres y a la vez creen que su futuro está escrito.

La Civilización y la Barbarie

También podría llamarse este punto La Inocencia y el Escepticismo, pero parece menos aclaratorio. El ser humano es el único animal que vive de espaldas a la madre Naturaleza. Este proceso, que lleva desarrollándose milenios, sume a la persona en una fuerte necesidad de reconectar con la fuente primigenia, y necesitamos irnos en medio de los árboles, subir una montaña, respirar la brisa del mar. Sólo podemos sentir por un momento, como de pasada, el breve sentido de nuestra vida cuando miramos la tierra, el campo, las montañas, el cielo, las nubes, los astros. No obsante, en general, somos inacapaces de vivir para siempre en medio de tales portentos, y deberemos encontrar refugio en la polis, entre los nuestros, y discutir en la plaza pública, antinaturalmente cuadrada, cómo vamos a organizarnos, quiénes serán los de arriba y los de abajo. Así, nos vemos traicionando a nuestra propia madre Naturaleza que, aunque lo es todo, también es cruel en su ceguera: mientras nosotros podemos admirarla, ella parece no querer vernos. Nos protegemos de sus terremotos y sus fenómenos atmosféricos extremos. La simple caída de la noche nos da una idea de nuestra solitaria debilidad. En un plano más actual, cada vez estamos más aislados del campo con nuestros aparatos tecnológicos y analógicos, cada vez más alejados de nuestra pureza, de nuestra inocencia animal, que por otra parte, puede ser brutalmente cruel y llevarnos a cometer los actos más reprochables. Los antiguos nómadas vivían en su barbarie con sus dioses crueles, sentándose en el suelo o bailando en derredor de la hoguera, comiendo poco y muriendo jóvenes, siendo la muerte su pan de cada día, tan natural como el agua clara del río y el cielo raso. Ahora, escribimos artículos sentados sobre una silla mullida delante del ordenador y tenemos problemas para conciliar el sueño. ¿Ahora estamos mejor? Indudablemente vivimos más, pero es mucho más difícil ser inocentemente feliz.

La Duda y la Certeza

Dos amigos y yo hablábamos de estos temas en un bar de barrio. Mientras cenábamos una humilde pizza, dibujábamos las líneas maestras del pensamiento humano. Lejos de la tertulia intelectual en la ubre, tratábamos los temas que habíamos leído en los libros y en la experiencia de estar vivos. Cualquier lugar es bueno para sentarse a filosofar si se tiene el fuego de las ideas encendido. Dudas y certezas tan necesarias como el aire que respiramos, que nos dan un soplo de frescura para continuar nuestra aventura humana. Uno de ellos afirmó, a raíz de lo expuesto, que debemos vivir con la contradicción permanente a cuestas. Creemos en una cosa y la contraria a la vez, y por eso somos capaces de dudar de todo lo cierto y creer a ciegas en cualquiera fantasma como el Amor, el Destino, la Civilización y la Verdad. Ya lo dijo el griego: Sólo sé que no sé.

¿Qué sabes tú?